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en primera líneaRamón Pi

El golpe blando

Suponiendo que el origen del advenimiento de este Gobierno fuese correcto y se debiera a la imprevisión del constituyente, el ejercicio de la función de gobernar nos ha llevado al puro surrealismo

Actualizada 01:20

No son pocos los ciudadanos que se preguntan cómo es posible que el Gobierno esté desarrollando su «golpe de Estado blando», paso a paso, sin que nadie, ni personal ni institucionalmente, lo frene en seco. Una de las respuestas puede ser que el Gobierno se prevale de la apariencia de legalidad formal de sus decisiones, apoyándose ante las críticas en la lentitud de la Justicia y la parálisis del Tribunal Constitucional mientras la mayoría de esa institución no sea del gusto de su presidente y de sus aliados comunistas y separatistas; unos aliados que lo mantienen en el poder y, de paso, se benefician de dar apoyo a semejante personaje como nunca soñaron.

Los socialistas, y la izquierda en general, son muy partidarios de lo que entre los juristas se conoce como el «uso alternativo del Derecho»; para ellos la ley es el artilugio que suministra legitimidad al poder. De aquí que una de las primeras consecuencias en la vida pública es que, cuando el poderoso quiere cumplir un designio ilegal, primero modifica la ley para que su ilegalidad pase a estar bendecida por la norma ad hoc. Esto ha hecho el ocupante de la Moncloa modificando los delitos de sedición (y anunciando lo mismo para la malversación) para no meter en la cárcel a los del golpe chapucero de 2017 y los relevantes socialistas responsables del gran robo andaluz. Más peliagudo lo tiene para modificar la mayoría parlamentaria requerida para determinados órganos (como el Consejo General del Poder Judicial o el Tribunal Constitucional) y que no sea de tres quintos, sino mayoría simple, pues estas mayorías reforzadas pertenecen al propio texto de la Constitución (artículos 122,3 y 159,1, respectivamente) a fin de que los agraciados fuesen favorables a las exigencias de comunistas y separatistas. Este proceder entraría de lleno en la inconstitucionalidad, pero eso al ocupante de la Moncloa no parece importarle, porque él nos ha contado sin rubor que tiene un concepto de sí mismo como «una persona honesta, que hace lo que dice» y que es poseedor de «fuertes convicciones». Y cuando una «persona honesta que hace lo que dice» se encuentra con un obstáculo que va contra sus «fuertes convicciones», por ejemplo, la Constitución, puede hacer cualquier cosa.

Ilustración: sanchez constitucion

Lu Tolstova

Alguien ha establecido una especie de paralelismo especular entre la operación central de la Transición y el «golpe blando» de este Gobierno: ambos fueron de la ley a la ley, los unos para dar fin a la dictadura y los otros para dar cumplimiento a sus deseos de lograr una sociedad sometida en una España fragmentada, cosa a la que ellos llaman democracia, como ocurrió en la Alemania comunista de hace 73 años.

Gruesa patraña este paralelismo entre la Transición y el golpe blando, por dos razones fundamentales: no es lo mismo ir de la dictadura a la democracia que de la democracia a la dictadura (la llamen como la llamen: véanse los precedentes de Cuba, Bolivia o Venezuela) y, sobre todo, porque la Transición se articuló gracias a que el franquismo institucional votó libremente la Ley de Reforma Política; una ley que todos los procuradores sabían que era el fin de un régimen fundado sobre una sola persona ya difunta, porque Fernando Suárez se lo explicó paladinamente en una sesión histórica, esa sí, de las Cortes franquistas (el franquismo institucional se hizo el harakiri, en expresión que hizo fortuna entonces), mientras que el golpe blando necesita, para hacer frente al torbellino de críticas y reacciones indignadas, empalmar un embuste con otro, recurrir a la falsificación del significado de las palabras (por ejemplo, la expresión «extraordinaria y urgente necesidad» del artículo 86 de la Constitución significa de hecho «de modo habitual» para justificar la costumbre de legislar por decreto, y no hay más que ver los preámbulos de las leyes que evacua el actual organismo legislativo, que en ocasiones han de incluir vocabularios para que se sepa lo que quieren decir) y basar en el engaño toda la labor de gobierno. De paralelismos, nada; la idea de la ley que tiene el presidente del Gobierno es la de los jóvenes que mamaron la política desde niños. En expresión de un veterano socialista (a él le gustaba llamarse a sí mismo «socialero»), «estos chicos de nuestra organización juvenil se han aprendido las trampas antes que el reglamento»; para ellos la ley es el mecanismo para dotar de respetabilidad los antojos del poder.

Pero suponiendo que el origen del advenimiento de este Gobierno fuese correcto y se debiera a la imprevisión del constituyente (que partía de la base de que todos los que jurasen la Constitución no iban a incurrir en perjurio, pues de otro modo habría establecido las consiguientes sanciones para los que no hicieran honor a su palabra), el ejercicio de la función de gobernar nos ha llevado al puro surrealismo, hasta que alguien se preguntó en serio, a la vista del pasado profesional de una ministra: «Me pregunto cómo esta mujer llegó a ser cajera en un supermercado». Pero esto, como diría el Moustache de Irma la dulce, es otra historia.

  • Ramón Pi es periodista
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