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01 de mayo de 2024

En Primera LíneaJavier Junceda

Civilizados como los animales

Defender la vida no admite excepciones. Y si lo hacemos con el urogallo o el nogal, con mayor motivo lo habremos de hacer con quien se llama o llamará Lola o Pepe, haya nacido sano, cojo, tuerto o mudo

Actualizada 01:30

El derecho ambiental cautiva por el alto contenido ético que encierra, el de la protección de los indefensos bienes naturales que, durante siglos, las leyes consideraron res nullius, o cosas de nadie. Los ordenamientos del ancho mundo han ido acogiendo con el tiempo un generoso catálogo de disposiciones que blindan a la flora y fauna y castigan de forma ejemplar los atentados a esa rica biodiversidad, desde su concepción misma hasta su final, se trate de plantas o animales de propiedad privada. El dueño de una arboleda no puede acabar con ella a su antojo, salvo que quiera exponerse a severas reacciones jurídicas en forma de exigencias de responsabilidad, incluso de orden penal. Igual desenlace le aguarda a quien, siendo propietario de animales, los maltrate, mate o impida que vivan y mueran plácidamente. Esa intensa tutela legal alcanza en estos casos a la vida animal o vegetal desde su inicio o incluso antes, preservando áreas para que no se alteren los hábitats en los que han de nacer, desarrollarse o recuperarse las especies.
Nunca he comprendido la razón por la que esta lógica estrategia de defensa de la vida natural no deba alcanzar, también, a la existencia humana, tanto a la fecundada como a la que ya ha nacido, con deficiencias o sin ellas. Me resulta inconcebible que el abrigo que el derecho brinda al cachorro de un mastín que haya nacido con o sin alteraciones no pueda extenderse a un crío sano o con similares padecimientos, que abracadabrantes normativas permiten liquidar sin compasión. Nuestras sociedades, que se movilizan de inmediato contra el exterminio de animales saludables o con problemas, como ocurrió con aquél can sospechoso de Ébola, callan sin embargo cuando los afectados son seres humanos.
A las tradicionales perreras las llamamos ahora albergues de animales, precisamente para imprimir en ellas un toque humanitario, habiendo proliferado entidades protectoras con ese fin, sin que haya sucedido lo mismo con el amparo de las criaturas que salen del vientre materno, a los que parece preocupar menos su supervivencia. Consideramos una horripilante matanza terminar con las mascotas por motivos económicos o de otra índole, hasta delirando sobre si los rumiantes nos deben seguir sirviendo o no de alimento, pero esta sensibilidad no la extendemos a los niños, a los que no tenemos el menor empacho en permitir que continúen siendo masacrados, en un sobrecogedor holocausto por el que seremos recordados el día de mañana, al tolerarlo.
Ilustración bebe perro

Paula Andrade

Criterios morales al margen, en el bien entendido que algo así sea posible en un asunto de esta dimensión y gravedad, el propio sentido común debiera trasladar la tutela ecológica al género humano. Y atajar con ello cualesquiera menoscabos o amenazas que padezca incluso antes de su concepción y hasta que los procesos espontáneos vitales cursen hacia su final. Escribir algo tan elemental me parece raro, pero sigue siendo necesario dada la lamentable banalización que preside este tema, en el que se impone hablar en un lenguaje que pueda ser entendido por la mayoría, como el que utilizó Ronald Reagan y tanto éxito cosechó por su sencilla brillantez y rotundidad: «Me he dado cuenta de que quienes están a favor del aborto ya han nacido».
Pronto se cumplirá medio siglo de uno de los grandes éxitos de Roberto Carlos, El Progreso, en el que el melódico intérprete brasileño ansiaba ser civilizado como los animales, y no tener que ver más ballenas o peces desapareciendo, ni tanto verde en la tierra muriendo. En la letra de ese icónico tema, himno de una generación, se canta también que unos errores no corrigen otros, lo que es plenamente aplicable al caso que nos ocupa: resulta completamente incomprensible no incluir al hombre en la justificada protección que dispensamos al resto de seres vivos. Yo también quisiera ser, en esto, civilizado como los animales.
Defender la vida no admite excepciones. Y si lo hacemos con el urogallo o el nogal, con mayor motivo lo habremos de hacer con quien se llama o llamará Lola o Pepe, haya nacido sano, cojo, tuerto o mudo. Es lo mínimo que haríamos con los animales que nos acompañan en casa y no dejan de multiplicarse mientras miles de santos inocentes son exterminados con nuestra complaciente e inmoral indolencia.
  • Javier Junceda es jurista y escritor
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