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01 de mayo de 2024

En Primera LíneaJavier Junceda

Pesos y contrapesos

Arrecian vientos conservadores en el continente que auguran un incremento sustancial de su presencia en detrimento del resto de corrientes

Actualizada 01:30

El constitucionalismo norteamericano ha aportado al pensamiento político valiosas contribuciones. Una es la de los «checks and balances», acuñada por sus padres fundadores. Hamilton y Madison, en El Federalista, describen ese decisivo equilibrio entre poderes, sobre ideas planteadas antes por Locke o Montesquieu. Esos pesos y contrapesos visibilizan desde entonces a cualquier ordenamiento democrático, porque sin ellos los pueblos quedan a merced de la autocracia y la arbitrariedad, como el juez Brandeis resumió en una clásica sentencia del pasado siglo.
Ese ten con ten no es ninguna «garantía de pergamino» a la que los padres de la patria estadounidense aludían para referirse al papel mojado normativo. Es la quintaesencia del régimen de libertades que todo Estado de derecho persigue. De ahí que el jurista Antonin Scalia insistiera que este asunto no podía limitarse a la independencia judicial, sino extenderse a las fricciones entre legisladores y Ejecutivo, o entre las propias Cámaras, pese a que pudieran desencadenarse crisis políticas. Siempre será mejor eso que asistir a la devastación de la soberanía popular poniéndola en manos de sátrapas que dominan cuantas estructuras se han concebido para fiscalizarles.
Cuando se promulgó la vigente Constitución, don José María Gil-Robles y Quiñones ya advirtió con clarividencia que las relaciones entre los poderes que consagraba transformarían a la democracia en una mera partitocracia, con el «triunfo de una minoría que mangonea esos partidos controlando a unos diputados sumisos y transigentes, marginando por completo a la opinión pública». Su sabio pronóstico se ha cumplido en buena medida, difuminando el rol parlamentario como contrapeso del gobierno, al que ha sucumbido a través de mayorías absolutas o de apaños entre minorías para procurarse cuotas de poder. Y qué decir de los jueces o del supremo intérprete constitucional, supeditados a esa deriva antidemocrática de la que hablaba don José María.
Ilustracion: balanza, juicio

Lu Tolstova

Erosionados estos fundamentales checks and balances, disponemos de pocos más para domeñar al cesarismo. Los que subsisten se circunscriben al poder autonómico y local en manos de opciones diferentes a las que lideran el Estado, a las capacidades de intervención de las autoridades comunitarias y al alto papel moderador de la monarquía. La prensa, que en su día gozó de notable fuerza equilibradora, es víctima hoy de una extraordinaria atomización de los canales de información –y de desinformación–, lo que ha desdibujado un tanto su crucial función como perro guardián del sistema.
Sin contar con la representación territorial, desde luego, no es posible dirigir una nación como la nuestra. Aunque hayamos ido tal vez demasiado lejos en el desarrollo del Título VIII de la Constitución, resulta impensable mandar ahora desde la Moncloa sin sumar en ese propósito a las comunidades autónomas. Y más tras la deriva de los últimos tiempos, a lomos de una extravagante «cogobernanza» que coloca a la Administración General del Estado en pie de igualdad con los gobiernos autonómicos, algo utópico hasta en los países propiamente federales. Así las cosas, el contrapeso regional y municipal debiera ser determinante para atenuar los tics autocráticos de quienes se empecinan en acaudillar y arrasar con lo que se oponga a sus antojos.
Otro de los frenos procede de Europa. Arrecian vientos conservadores en el continente que auguran un incremento sustancial de su presencia en detrimento del resto de corrientes. En la Eurocámara ya se sienta una mayoría holgada de esa tendencia, lo que presagia una compleja cohabitación con los ejecutivos nacionales discrepantes a partir de junio del año próximo, cuando se celebren las elecciones en la Unión. La futura configuración de una Comunidad Europea de ese color ideológico, pues, tendría necesariamente que disuadir de ensoñaciones y ocurrencias totalitarias en cada uno de sus veintisiete miembros.
Y nos queda, como final gran compensador, el «símbolo de la unidad y permanencia del Estado», como califica al monarca la Constitución. «Arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones», le confía como tarea nada decorativa la Carta, lo que le convierte en último custodio de nuestra democracia frente a aquellos que ni la aprecian ni respetan sus capitales checks and balances. Claro que tal cometido demanda sumo tacto e inteligencia, por su propia supervivencia y la del formidable régimen que debe salvaguardar, algo que cabe dar por sentado que ocurriría tratándose del actual Rey.
  • Javier Junceda es jurista y escritor
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