'Autómonos'
Aparte de apañarse para que la gente acuda a su establecimiento y salga satisfecha, de enamorar o bajar precio, como repite el gran Victor Küppers, el autónomo tiene que levantar la persiana solo para pagar y seguir pagando a Hacienda, la Seguridad Social, el Ayuntamiento y el sursuncorda
Alguien que conozco llama a los autónomos, en un facilón juego de palabras, 'autómonos'. Para él, el tratamiento que se dispensa a esa legión de esforzados currantes es equiparable al que se brinda a los primates. O incluso bastante peor, me insiste, porque al menos estos están amparados por su condición animal, proporcionándoseles hasta delirantes derechos cuasihumanos. Cerca de tres millones y medio de españolitos engrosan esa lista de 'autómonos', generando un porcentaje del producto interior bruto nada desdeñable, de quince a veinte puntos. El noventa y cinco por ciento de nuestras empresas no superan los diez empleados, la mayor parte impulsadas por autónomos. Anotemos, por si fuera de interés, que no se sabe a ciencia cierta el número exacto de funcionarios con que contamos, aunque algunas fuentes los sitúen en una cifra próxima a los autónomos, lo que no sé si sucederá en alguna nación del mundo, incluida Corea del Norte.
Tampoco le falta razón a otro amigo que sostiene que las diferencias abismales entre obrero y patrón que aceleraron los estallidos sociales del siglo pasado y cuyos rescoldos aún humean, son en la actualidad las que discriminan a los trabajadores por cuenta ajena y por cuenta propia. Estos últimos no enferman nunca, a diferencia de los otros. Y madrugan a diario para idear o perpetrar siempre chanchullos de los gordos, como defraudar de forma sistemática al fisco. Tampoco les está permitido censurar lo que se hace con el dineral que se va a ese pozo sin fondo de las paguitas sin dar palo al agua o las dirigidas a regar a entidades creadas para parasitar lo que debiera destinarse a objetivos razonables.
De un tiempo a esta parte, al 'autómono' que gane más, ya se encarga el tío Paco de venirle con la rebaja y de sacarle el escaso mondongo que le queda. Aparte de apañarse para que la gente acuda a su establecimiento y salga satisfecha, de enamorar o bajar precio, como repite el gran Victor Küppers, el autónomo tiene que levantar la persiana solo para pagar y seguir pagando a Hacienda, la Seguridad Social, el Ayuntamiento y el sursuncorda, haciendo realidad aquel desvarío recio del tal Piketty, ese iluminado francés que postula que a los que les va bien no les cabe más alternativa que destinar todos sus cuartos al erario público, en un ejercicio colosal de soberana estupidez.
Como el ánimo de lucro es sinónimo en nuestra época de depredación impresentable, patrocinar que alguien se vaya a trabajar para conseguir una situación desahogada para él y los suyos, resulta quimérico. Eso es ya considerado una grave indecencia, porque los anónimos emprendedores están condenados a entregar sus sudores al mantenimiento de un statu quo rayano a lo confiscatorio sobre el que no pueden decir ni pío, pese a ser ellos los que en buena medida pagan la fiesta.
Están más que justificadas las quejas de estos millones de cotizantes natos. Tardaban demasiado en exteriorizar su malestar, que debiera ser compartido por el resto de la sociedad, si supiera la trascendencia que tienen para nuestro presente y futuro. Tiene mérito que, con tanto que suelen llevar sobre sus hombros, todavía saquen momentos para movilizarse a costa del escaso ocio del que disponen, los que tengan la fortuna de contar con alguno.
Como el dinero público no es de nadie, a decir de aquella ilustre lumbrera, se desconoce con frecuencia que una parte importante de los recursos que se dedican a pagar las nóminas de funcionarios o a costear los servicios esenciales salen de los bolsillos de estos sufridos 'autómonos', que por eso ven con auténtico espanto el despilfarro cotidiano que se hace con sus generosas aportaciones al sostenimiento de la economía.
Los autónomos, en fin, son el verdadero motor socioeconómico de España. Y pese a ello, son inexplicablemente maltratados, cargándoles cada vez con más obligaciones y gravámenes insoportables. Y no hay nadie que los defienda, porque los sindicatos están a lo que están y rara vez se ocupan de los que no son sus afiliados.
Dejemos de denominar 'autómonos' a los que mantienen el país. Y ofrezcámosles el trato digno que se merecen por la impagable ayuda que prestan a nuestro bienestar y a un mañana próspero.
- Javier Junceda es jurista y escritor