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En Primera LíneaJavier Junceda

Tecnoevangelistas

Que el progreso en estos asuntos consista en relevar al hombre de labores penosas, rutinarias o repetitivas, que en ocasiones cuesta considerar como dignas, puede valer. Incluso que contribuya a fortalecer nuestras prestaciones intelectuales o artísticas. Pero no descartar al factor humano por completo

En la Inglaterra de principios del diecinueve, a un tal Ned Ludd le dio por prender fuego a unos telares industriales, que comenzaban por entonces a sustituir a la mano de obra en los talleres. Esa lucha frente a las máquinas comenzaría a conocerse como ludismo en recuerdo del artesano incendiario, expandiéndose luego por Europa. Los luditas perseguían conservar sus puestos de trabajo y detener el deterioro de sus condiciones laborales, amenazadas por avances técnicos aplicados sin más miramientos. No lo hacían tanto por la calidad o bondad de sus manufacturas elaboradas a través de métodos clásicos, como por la pérdida de su principal medio de vida.

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El Debate (asistido por IA)

Dos siglos después, no es descartable un rebrote de neoludismo si la implantación de la digitalización confirma su absurda pretensión de eclipsar cualquier tarea hasta ahora a cargo de seres humanos. Algunos estudios apuntan a un paro tecnológico de dimensiones descomunales, aunque también debiera recordarse que en el pasado este tipo de procesos ha sabido reubicar a los trabajadores cesantes en otros sectores, incluso generando más empleo del que destruyen. Donde más robotización existe en la actualidad, así sucede.

Quienes más insisten en quitar al hombre de en medio son los pelmas tecnoevangelistas, esos nuevos gurús del delirante credo transhumanista que postula la definitiva superación de las limitaciones humanas mediante el desarrollo científico. En lugar de centrar sus esfuerzos en dotarnos de herramientas que atenúen nuestras insuficiencias o incapacidades, reforzando nuestras destrezas, no dejan de dar la lata con un extravagante porvenir entregado a la plena automatización, tratando de convertir al hombre en una pieza de museo.

Ni que decir tiene que la inteligencia artificial o la llamada minería de datos pueden reportar indudables ventajas en infinidad de ámbitos. Pero de ahí a patrocinar que deban ocupar el lugar del criterio humano media una distancia sideral. Como sostiene Adolfo Menéndez sobre el impacto de las nuevas tecnologías en el mundo del derecho, nadie sensato puede pensar que la intuición, la prudencia, la persuasión, la elocuencia, la paciencia o la grandeza humanas desaparecerán y serán sustituidas para siempre por la fría racionalidad cuantitativa y mecánica. O lo mismo con la epiqueya, cabría añadir, que desde Grecia nos invita a una interpretación moderada y proporcionada de la ley, conforme a las circunstancias de tiempo, lugar y persona.

A los tecnoevangelistas les cuesta entender, por ejemplo, que un maestro como Dios manda, que conozca la materia que imparte y sea además una persona íntegra, no es comparable al mejor de los algoritmos. Aunque se provea de sistemas que ayuden a su desempeño docente, resulta insustituible su capacidad para atraer al alumno en el aula por su talante y talento. ¡Cuántos nos hemos dedicado a determinada actividad al tener la fortuna de toparnos en clase con un profesor de carne y hueso, decente y sabio, al que queríamos emular el día de mañana! Algo así no puede ser reemplazado por ningún instrumento tecnológico, por sofisticado que sea.

Los tecnoevangelistas ocultan asimismo que la creciente generalización de estos medios informáticos en innumerables terrenos está ya provocando efectos no precisamente alentadores en términos neuronales, lingüísticos y conductuales en sus usuarios, como confirman sesudas investigaciones del prestigioso MIT norteamericano. Un simple viaje en transporte público por cualquier ciudad permite constatar esto último en aquellos pasajeros que ves conectados a tope a sus dispositivos digitales.

Que el progreso en estos asuntos consista en relevar al hombre de labores penosas, rutinarias o repetitivas, que en ocasiones cuesta considerar como dignas, puede valer. Incluso que contribuya a fortalecer nuestras prestaciones intelectuales, artísticas o manuales. Pero lo que no tiene un pase es pretender descartar al factor humano por completo, como sueñan estos tecnoevangelistas en sus disparatadas pesadillas futuristas. Las leyes han de saber atajar de raíz estas ocurrencias, entre otras poderosas razones para evitar súbitos estallidos neoluditas que, como es esperable, se levantarán frente a esta nueva esclavitud tecnológica que asoma por la puerta y tanta fascinación despierta en esa colección de almas cándidas que no se percatan de que pronto pueden ser víctimas de ella.

El humanismo es el mejor antídoto contra el transhumanismo. Nada es equiparable al componente humano, pónganse como se pongan estos plastas tecnoevangelistas de nuevo cuño, que estaban mejor calladitos.

Javier Junceda es jurista y escritor

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