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En Primera LíneaJavier Junceda

Cambiar por cambiar

Maritain, en «Antimoderno», escribió que la idolatría hacia lo novedoso se opone al patrimonio humano, al odiar y despreciar el pasado. Y dijo más: que esa manera de pensar y actuar que desdeña el pensamiento de generaciones anteriores constituye en sí misma una barbarie intelectual

Treinta años lleva la banda británica Keane alegrando nuestros oídos. El empleo del piano y una lírica sugerente realzan sus temas. En Everybody’s changing (todos están cambiando), un éxito del 2004 que la revista Rolling Stone sitúa entre las cien mejores canciones de todos los tiempos, insisten en que «todo el mundo está cambiando y yo no siento lo mismo». Para los Keane, mantenerse despiertos para recordar tu nombre es lo que toca cuando tanta gente muda su personalidad de buenas a primeras.

He visto por algún lado que la letra se refiere más bien a la aversión a la mudanza en la transición de la juventud a la edad adulta. Pero a mí me ha recordado a esa cretina fascinación de ahora, al cambio por el cambio, aunque no se sepa a ciencia cierta al puerto que conduce. Cualquier cosa es hoy mejor que seguir haciendo lo que corresponde, comportándose conforme a dichos criterios. En una inexplicable prolongación de la adolescencia, legiones de sujetos inclasificables deciden alterar su trayectoria por el mero hecho de hacerlo, llevándose por delante familias, economías y lo que haga falta. Se impone, con preocupante frecuencia, convertirse en un personaje distinto de aquel que se fue, aunque se tratara de alguien como Dios manda.

El cambio por el cambio

El Debate (asistido por IA)

No hablo aquí de corregir aquello que procede para mejorar como persona, sino del zoquete objetivo de transmutarse en algo distinto. Una inmadura metamorfosis que solo responde a esa obsesión contemporánea hacia lo nuevo que Lorenz denominó «neofilia» y que afecta a cada vez más adultos infantiloides, a los que algún cable se les ha debido cruzar. Nuestra época es la de la novedad y el constante cambio por el cambio, y en este lamentable escenario carece de sentido apelar a lo que se ha consolidado como adecuado con el paso de las décadas, una antigualla incompatible con esta bobalicona modernidad, que ha pasado de la liquidez que describía Bauman al estado gaseoso.

Maritain, en Antimoderno, escribió que la idolatría hacia lo novedoso se opone al patrimonio humano, al odiar y despreciar el pasado. Y dijo más: que esa manera de pensar y actuar que desdeña el pensamiento de generaciones anteriores constituye en sí misma una barbarie intelectual. En estos casos, sostiene, resulta lícito defender la antimodernidad, que no consiste en oponerse con terquedad a los avances, sino solo a aquellos que desatienden las experiencias acumuladas, la recta razón y se sabe de antemano que no dirigen a ningún lugar.

El hechizo que en la actualidad suscitan estas transformaciones no tiene precedentes. A diferencia de los momentos en que revoluciones y contrarrevoluciones hacían aflorar visiones diversas de la realidad o las conductas, en el presente se impone desconocer o contrariar cualquier parámetro solidificado por el paso del tiempo, en un grotesco adanismo disfrazado de vanguardia.

En el ámbito público, asistimos a diario a las ocurrencias de descubridores de mediterráneos que no dejan de plantear disparates que buena parte del personal compra de inmediato como deslumbrantes genialidades. Javier Marías apuntaba al origen de eso: el notorio narcisismo de nuestros dirigentes y su ridícula ansia de darse importancia, empeñados en protagonizar lo que sea, mientras suene a cambio. Esta enfermiza vanidad puede estar detrás de ese constante carrusel de propuestas con inequívoco propósito de llamar la atención, manteniendo inexploradas las principales cuestiones que debieran preocuparnos como pueblo.

Pero tampoco parece ajena a esta peculiar coyuntura una sociedad para la que el único empeño presentable consiste en renovarse de manera permanente, con independencia de lo bueno o malo de tales mutaciones. Una comunidad así es el sueño dorado para los que ansían manipularla, o someterla a modas que desembocan siempre en negocios suculentos. Quien tiene una mínima cordura para discernir sobre lo que es correcto no suele dejarse engatusar por esta volatilidad que habita en quienes cambian de caballo cada dos por tres, aunque sea para montar uno cojo.

«Todo el mundo está cambiando y yo no me siento bien», cantan los Keane en otra parte de su magistral melodía. Así debieran sentirse aquellos que deciden subirse a la montaña rusa del cambio a lo tonto, ese extravagante viaje a ninguna parte que no para de crecer, incluso entre los quienes peinan canas.

Javier Junceda es jurista y escritor

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