Torreros
No se me ocurre entrega al servicio público tan intensa como esta. Resultaría inimaginable devolver a la actualidad el sacrificio de quienes debían pasar años y más años con sus familias, recorriendo lugares no sólo inhóspitos y peligrosos, sino incompatibles con una existencia corriente y moliente
Los torreros, a los que los anglosajones les gusta más llamar fareros, son de los pocos cuerpos funcionariales desaparecidos. La automatización de esas atalayas imprescindibles para el tráfico marítimo terminó con estos legendarios profesionales, tan atravesados por la soledad y las desventuras personales o familiares. El historiador Enrique Pérez-Campoamor se ha encargado de recuperar la memoria de estos beneméritos empleados públicos, a partir de la biografía de un antepasado suyo, salido de la escuela estatal que se ocupaba de formarles y seleccionarles, en el vizcaíno cabo Machichaco. Los datos que se extraen de su prolija investigación se alejan bastante de la imagen romántica que ha trascendido de este personal. Nada que ver con esas estampas de señorones gordos con gorra de capitán y barba canosa que oteaban el horizonte con unos prismáticos sujetados por unas manos que también lo hacían con un humeante cigarro.
No se me ocurre entrega al servicio público tan intensa como esta. Resultaría inimaginable devolver a la actualidad el sacrificio de quienes debían pasar años y más años con sus familias, recorriendo lugares no sólo inhóspitos y peligrosos, sino incompatibles con una existencia corriente y moliente. Hasta en las Columbretes, a sesenta kilómetros de la costa castellonense, Mediterráneo adentro, estuvieron a punto de comerse a la hija de un torrero, unos marineros hambrientos.
El compromiso que adquirían estos servidores administrativos nada tiene que ver con la de aquellos otros que se limitan a diario a fichar solo para poder cobrar. Los torreros vivían por y para el faro, dedicados a velar porque el quinqué de aceite pudiera iluminar a los mercantes, con la ayuda de poderosas lentes. Desde el anochecer hasta la madrugada eran los responsables de asegurar el tránsito por el litoral, en épocas en las que el transporte de bienes no sabía lo que eran las carreteras.
Llama la atención el silencio que ha acompañado el final de estos funcionarios. Sobremanera si se tiene en cuenta el elevado coste que asumieron por unas tareas tan necesarias como ignoradas por la sociedad. Los trastornos mentales que generaba su forzado aislamiento, unidos a la responsabilidad derivada de tener que ocuparse de los suyos por los diferentes destinos, enseñanza de menores incluida, parece de película. Convivían expuestos a unas inclemencias meteorológicas asombrosas, en especial en el norte de la península. Y contaban con alojamientos bajo faros que, a menudo, carecían hasta de sanitarios. Causa extrañeza que esta durísima abnegación de los torreros haya posibilitado la existencia de tantas estirpes dedicadas a ese noble oficio mientras duró, lo que confirma una vez más que «hay gente pa tó», como le soltó el diestro a Ortega cuando se enteró de la profesión de don José.
Esta ejemplar dedicación al quehacer público de los torreros debiera servir como espejo a los que consagran su vida laboral a las administraciones. Y proponerse como contraste para aquellos que optan por ese futuro únicamente guiados por la obtención del «pan duro, pero seguro» que posibilita ese trabajo fijo. De ahí que, junto a los requisitos objetivos para superar los procesos selectivos basados en los contenidos sobre el trabajo que van a desarrollar los elegidos, debieran añadirse criterios que midieran o al menos permitieran calibrar el grado de vocación de servicio de los llamados a ocupar puestos en las oficinas públicas. Y para esto no es necesario ayudarse de sofisticados sistemas de observación psicológica, que también, sino de facultar a los que tienen el deber de escogerlos para que lo hagan con arreglo a elementos que aseguren un desempeño modélico del funcionario, o que como mínimo se aproximen a lo ideal que va a ser pagado con el dinero de todos.
Los torreros no eran en su conjunto un dechado de virtudes, algo difícil de conseguir en colectivos numerosos, sino que, parafraseando a Milanés, se acercaban a lo que simplemente soñamos cuantos pensamos en una función pública consagrada al interés general, conducida con integridad y destinada a abordar los asuntos encomendados con entera profesionalidad, neutralidad y discreción.
Hubo un tiempo en que había pocos empleados públicos que no fueran así. Y me gustaría decir lo mismo hoy. Espero de todas formas que sean la mayoría. Y que aspiren siempre a ser impecables paradigmas a seguir.
- Javier Junceda es jurista y escritor