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En Primera LíneaJavier Junceda

Desideologizados

Los totalitarismos no solo surgen de alzamientos populares o movimientos por el estilo. También por la propensión a mantenerse a flote a costa de la imprescindible alternancia política, esa que permite que una sociedad avance al sentirse representada en su totalidad en unos u otros momentos de su historia

Se extiende por las democracias una creciente desideologización. El abandono de referentes doctrinales se sustituye por la más pura coyunturalidad o la reacción temprana ante situaciones que se suceden. De aquel «programa, programa, programa» de Julio Anguita hemos pasado a la dictadura de lo circunstancial. Se encaraman al poder líderes que ni tan siquiera ofrecen a sus votantes un ideario concreto y trabajado, sino que apenas apelan al electorado para que les otorgue un cheque en blanco ante lo que pueda venir. En lugar de apoyar principios que proyecten luz sobre los asuntos que importan, plasmados en texto tras su oportuno debate, ahora se impone confiar ciegamente en unos nuevos demiurgos que ni sabemos tantas veces cómo piensan.

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El Debate (asistido por IA)

A esto hemos llegado por la progresiva desintelectualización de la política y por la exclusiva orientación de los partidos a captar votos, considera Francisco Miró-Quesada, uno de los grandes del pensamiento iberoamericano. En su libro sobre las ideologías políticas actuales analiza el declive de lo ideológico, que ya aqueja a todo el espectro, de izquierdas a derechas. La justificación teórica de la praxis política o la concepción del mundo que encierran las ideologías ceden hoy ante el cesarismo encarnado por personalidades muchas veces carentes de perfiles excepcionales, pero henchidos de ansias de poder y tics autoritarios.

Una parte no menor de esa decadencia de las ideas puede que guarde relación con la globalización de corte mercantilista a la que asistimos. Como sostiene Miró-Quesada, en la actualidad «la economía es un gran Leviatán que se traga a la sociedad completa». Despolitizando las democracias, es decir, librándolas de cualquier sustrato ideológico, es más fácil abrir caminos a esa óptica mercadocéntrica, en la que sobra todo lo demás.

Cuando se prescinde de la ideología, quienes han alcanzado el control de los partidos por diferentes ardides no siempre impecables en términos democráticos, suelen buscar sin descanso perpetuarse o patrimonializar unas siglas en su permanente beneficio particular o de su clan. Como no han sido las convicciones sino otras cuestiones las que han posibilitado su acceso al poder, la inclinación a eternizarse en él cae por su propio peso.

Fernando Belaúnde Terry, el recordado estadista peruano, manifestó ante Naciones Unidas, en 1984, que «la política es una misión de vida, no un medio de vida». Los que están muy a gusto en sus chiringuitos partitocráticos acostumbran a huir de ese criterio, a cuyo fin destinan sus mayores esfuerzos, trayéndoles al pairo cualquier disquisición de corte ideológico. Los congresos exprés o chanchullos a la búlgara son habituales, pero el dedazo tampoco es infrecuente, como puede advertirse en infinidad de casos de auténtica vergüenza ajena, como el de aquellos candidatos que no militan en una formación y son impuestos desde arriba por unos impresentables dirigentes que desconocen lo que es una democracia decente.

Los totalitarismos no solo surgen de alzamientos populares o movimientos por el estilo. También por la propensión a mantenerse a flote a costa de la imprescindible alternancia política, esa que permite que una sociedad avance al sentirse representada en su totalidad en unos u otros momentos de su historia.

De esa paulatina desideologización son culpables los pueblos que la permiten. Y se salvan los que son capaces de advertir la catástrofe que representa. Si, por ejemplo, los cuerpos electorales en medio mundo conocieran los aportes de los Maritain, Marcel, De Gasperi o Müller-Armack, entre otros muchos, descubrirían que no hay nada nuevo bajo el sol de la política y que las fórmulas que esos autores plantearon son imperecederas y dan buenos resultados, como se ha comprobado donde se han aplicado. Por ejemplo, en Alemania, a través de esa economía social de mercado que ha hecho florecer cuanto ha tocado, posibilitando un progreso que no deja a nadie detrás y en el que el culto al becerro de oro no es el odioso pan nuestro de cada día.

Existen más alternativas ideológicas que se ha demostrado que funcionan. Y otras que jamás lo han hecho e inexplicablemente continúan fascinando. Con todo, siempre será mejor no acertar con uno u otro ideario que entregar el gobierno a quien no sabemos bien si tiene médula espinal o es un invertebrado, que es lo que parece estilarse en estos preocupantes tiempos.

  • Javier Junceda es jurista y escritor
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