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En Primera LíneaJavier Junceda

Decrecentistas

Parece más racional reforzar los mercados dejando que se autorregulen –aprovechando para clarificar aún mejor su funcionamiento–, que arriesgarse a gestionar la escasez o la pobreza, a través de discutibles regímenes de intervención o control público

Hablan raro los partidarios del decrecimiento. A reducir el consumo y la producción para atajar los inconvenientes del progreso económico lo llaman metabolismo social. Y abusan también de otros singulares términos, como bioeconomía, anarco-primitivismo, desacoplamiento, comunidades en transición o estado estacionario de equilibrio dinámico, que vaya usted a saber qué diablos significan. Suelen ser constructos que encandilan a los advenedizos, encantados de ocurrencias así. Algunas lumbreras, pásmense, hablan hasta de economía budista, al maximizar el bienestar a partir de una mínima materialidad. Vamos, que no tendrás nada y serás feliz, como se propuso hace años en Davos.

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El Debate (asistido por IA)

Detrás de estos pintorescos postulados ronda la camaleónica ideología de siempre, que ha adoptado a lo largo de los tiempos distintas pieles, tras caerle la careta de su verdadera faz ineficiente e injusta. Pero hay algo más, vinculado a la erosión de aquellas fórmulas que, pese a sus imperfecciones, continúan dando resultados. En sociedades pasmadas, como las actuales, las críticas a los modelos de éxito acostumbran a cautivar, precisamente por la mema fascinación hacia lo diferente, aunque constituya una monumental filfa o se sepa de antemano que puede resultar catastrófico.

Los pedantuelos que predican este nuevo credo decrecentista, optando por el camino más simplón para resolver los principales problemas sociales y económicos, olvidan que el crecimiento es sinónimo de progreso e incluso de mejoras ambientales, como se ha demostrado. Existe una pujante industria de sistemas y maquinaria destinada a producir con el menor impacto ecológico, y muchos residuos están sirviendo en la actualidad como materia prima de procesos energéticos o agrícolas, como sucede con los purines o los lodos de depuradoras.

Las tecnologías limpias, asentadas en mercados libres, permiten ser bastante optimistas sobre los desafíos del crecimiento económico. Y son, además, catalizadoras de nuevos empleos y del avance indudable en la calidad de vida de los ciudadanos, sanidad o educación incluidas. Así se ha venido confirmando en las naciones de Occidente a lo largo de las décadas, lográndose reducir o contener la polución, asegurando de igual modo su estabilidad financiera.

Los decrecentistas tampoco tienen demasiado en cuenta el incalculable adelanto que el crecimiento ha supuesto para el mundo del conocimiento. Como su mirada sigue puesta en reeditar rancios esquemas del pasado disfrazados de rutilante modernidad, desconocen por completo que llevamos una larga temporada diseñando formas de producir con la menor utilización posible de recursos naturales, optimizándolos al máximo. Es más: es ese mismo conocimiento el que, llegado el caso, puede proteger tales bienes en riesgo, propiciando el empleo de otros alternativos, como se ha visto con las llamadas energías verdes o con las fuentes cuya explotación era antes inviable por su alto coste y las nuevas circunstancias ya lo posibilitan.

Por consiguiente, parece más racional reforzar los mercados dejando que se autorregulen –aprovechando para clarificar aún mejor su funcionamiento–, que arriesgarse a gestionar la escasez o la pobreza, a través de discutibles regímenes de intervención o control público cuyos funestos resultados conocemos en la mayor parte de ámbitos.

No es cierto que el crecimiento sea el mayor enemigo del medio ambiente. Quienes nos hemos dedicado a este asunto sabemos que hay una regla internacional no escrita conforme a la cual a mayor desarrollo económico, mayor protección ambiental existe. Y viceversa. Solo hay que fijarse en el mapamundi para ver los países con políticas más avanzadas en este terreno, que coinciden con los más desarrollados. En esas grandes economías ha caído en los últimos lustros el consumo energético en relación con su producción, y de manera significativa donde operan los reactores nucleares, a la espera de innovaciones que permitan contar con energías casi inagotables que usen mínimos elementos contaminantes.

Los cenizos decrecentistas ven asimismo en el control de la natalidad un importante escollo a su delirante defensa a ultranza de la naturaleza sin contemplar la huella humana. Como hacen con el resto de aspectos, cortan por lo sano (nunca mejor dicho), en lugar de advertir en el aumento poblacional una enorme potencialidad para el desarrollo socioeconómico.

En suma, frente al apocalíptico decrecentismo, tan preñado a menudo de cuñadismo, se impone proclamar de nuevo y a los cuatro vientos la esperanza cimentada en la libertad y la tecnología, la única capaz de garantizarnos un futuro próspero.

Javier Junceda es jurista y escritor

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