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en primera líneaJuan Van-Halen

Ganchos de acero

Estas líneas son un canto a la amistad, una memoria de quienes, muertos, siguen vivos en mí y no se desdibujarán nunca. Sus vidas ya nada tienen que ver con los calendarios salvo en el dolor que renace al llorar sus muertes

Debo el título a Shakespeare, nada menos, cuando Polonio aconseja a su hijo Laertes, en «Hamlet»: «Los amigos que tienes y su amistad probada / apriétalos a tu alma con ganchos de acero». Y nuestro Cervantes hace decir a Roldán en la comedia en verso La casa de los celos y selvas de Ardenia: «Amistades que son ciertas nadie las puede turbar». Estas líneas no van de política, como suelen, sino de un sentimiento que tiene las alas del amor, de la comprensión y de la complicidad: la amistad.

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Lu Tolstova

Mi condición de hijo único me llevó a apuntalar mi vida en buena parte y desde la infancia en amigos, y con el tiempo algunos de ellos se convirtieron en hermanos. Tuve la posibilidad de elegir a mis hermanos. Demetrio de Falero, el sabio ateniense, dejó dicho tres siglos antes de Cristo: «Un hermano puede ser un amigo, pero un amigo será siempre un hermano».

Llegado a cierta edad, uno afronta ciertos mazazos amargos que el tiempo alerta y Dios dispone, y una de esas pruebas es la pérdida de quienes han sido amigos del alma. Recurriendo otra vez a los clásicos, Aristóteles, que no sé si nuestro pintoresco y antitaurino ministro de Cultura habrá leído, nos enseña que «la amistad es un alma que habita en dos cuerpos; un corazón que habita en dos almas». Así lo entendí y lo entiendo y así he vivido la amistad verdadera con limitados nombres propios.

La pérdida de amigos ha sido dolor habitual desde hace algunos años, pero recientemente me ha golpeado con singular crueldad. Mis últimos amigos raptados por la muerte: Gabriel Elorriaga y los hermanos Alfonso y Francisco de Borbón, estos dos con diez días de diferencia. Ambos fueron compañeros de colegio, pero tuve más relación posterior con Francisco. Los viajes, el torbellino madrileño, hicieron que no nos viésemos lo que hubiéramos deseado, pero hablábamos mucho. Unos días antes de su repentina muerte hablé con él sobre su hermano recién fallecido; nada hacía prever su cercano final. Era un hombre bueno, cabal, un aristócrata que personificaba singularmente lo que ha de ser la aristocracia. Un empresario, un trabajador imaginativo. Una vez visitamos juntos en El Prado «La familia de Carlos IV» y allí aparece el infante niño Francisco de Paula del que él descendía.

Mi entrañable Manuel Rodríguez de Maribona, autor de un interesante libro sobre el primer duque de Sevilla, publicó el pasado día 22 en El Debate un sentido obituario de Francisco. Su amistad con nuestro Paco de Borbón no le llevó a exagerar sino a mostrar su conocimiento de la persona inteligente, del emprendedor y del aristócrata; no utilizaba su título salvo en reuniones de nobles, de la Grandeza de España, y en ocasiones contadas. El histórico ducado de Sevilla pasará ahora a su hija mayor, Olivia, a la que conocí en su casa hace muchos años. También traté con gran cercanía a su padre, Francisco de Borbón y de Borbón, un militar encantador, persona extraordinaria y, desde su infancia, a Enrique, hermanastro de Francisco y de Alfonso, que fue quien me dio la triste noticia del repentino fallecimiento.

De Gabriel Elorriaga ya escribí en estas páginas. Aprendí de él lo que es la política cuando ni sospechaba que habría de dedicar a ella no pocos años de mi vida. Elorriaga fue mi amigo del alma, cómplice en tantas aventuras. Yo era muy joven y me recomendó que si un día me atraían las lides políticas lo hiciese con una previa dedicación profesional, y seguí su consejo. Recuerdo que en una sesión parlamentaria el portavoz de cierto grupo me llamó viejo; leí su biografía; contaba envidiables 28 años, pero no constaban trabajos anteriores. En mi turno le deseé suerte y recordé que a su edad yo dirigía una editorial con decenas de empleados; ya antes había tenido otra experiencia en ese campo; en periodismo, entre otras actividades, había sido enviado especial y como corresponsal de guerra viajé a Vietnam, Suez y Pakistán. Ahora a menudo se llega a la política sin tener en cuenta el sabio consejo que debí a Elorriaga. Acaso debamos unir a esa circunstancia la escasa consideración que hoy recibe la política.

Me duelen las pérdidas de amigos inolvidables. Son ejemplos Roberto Soravilla, Gabriel González Navarro y José María de Montells. Soravilla, hijo único como yo, era entonces el último eslabón de una familia amiga hacía más de un siglo. Desde la infancia fuimos uña y carne. Abogado, gran pintor y dueño de una galería de arte, le inoculé el virus de la política y fue activo senador y diputado. Murió con su mano en la mía. Gabriel González Navarro, amigo entrañable desde muchachos y que luego sería mi concuñado, hombre sensato, ilustre médico, fue director general del Insalud; sus consejos siempre me iluminaron. José María de Montells, una de las personas más singulares y válidas que he conocido; historiador, lleno de sabidurías, buen escritor y poeta, trabajamos juntos durante mi presidencia de la Asamblea de Madrid. Tipos excepcionales, hermanos elegidos que nunca me fallaron y nunca les fallé.

Estas líneas son un canto a la amistad, una memoria de quienes, muertos, siguen vivos en mí y no se desdibujarán nunca. Sus vidas ya nada tienen que ver con los calendarios salvo en el dolor que renace al llorar sus muertes. Y, al final, me acompaña Cicerón: «¿Qué cosa más grande que tener a alguien con quien te atrevas a hablar como contigo mismo?». Es así. La amistad: ganchos de acero.

Juan Van-Halen es escritor y académico correspondiente de la Historia y de Bellas Artes de Sa Fernando

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