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en primera líneaJuan Van-Halen

Luis Alberto en el país de los enanos

Luis Alberto de Cuenca, al que he seguido y admirado siempre, es un enorme poeta, el mayor vivo. Su obra está por encima de las intrigas, las envidias y los clanes, y más allá de su presencia en el palacete de la calle Felipe IV

Actualizada 01:30

El hiper protagonismo de la política me ha hecho demorar este artículo que me planteé escribir el mismo día que se conoció la exclusión de Luis Alberto de Cuenca en la Real Academia Española. Luis Alberto es, a mi juicio, el más grande poeta vivo. Es una realidad conocida en ámbitos culturales, acaso con la excepción de Urtasun, el pintoresco ministro de Cultura, pero de la que son conscientes personas cercanas ideológicamente a él, como el propio director del Instituto Cervantes, Luis García Montero, reconocido poeta –que hubiese sido un ministro con lecturas–. Yolanda eligió mal. Nadie dudará, desde la objetividad, que Luis Alberto de Cuenca merece un sillón académico. ¿Por qué los del «limpia, fija y da esplendor», que parece un lema de detergente, le cierran la puerta?

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El Debate (asistido por IA)

El propio Luis Alberto se refirió, en un principio, a razones políticas: «La gente tiene mucha memoria para el rencor». Nuestro poeta fue secretario de Estado de Cultura y, antes, director de la Biblioteca Nacional en tiempos de Aznar. Según esa posibilidad de las razones políticas no hubiesen sido académicos a lo largo de la historia ministros, exministros, expresidentes de Gobierno, y tantos otros. Luis Alberto pugnaba en la elección con un reconocido arquitecto. El sillón quedó vacante después de tres votaciones y con trece votos en blanco. El poeta ganó las votaciones. aunque no con los votos suficientes. Votar en blanco es la trampa para que no salga nadie.

Algunos académicos, cuyos nombres no fueron desvelados, achacaron los votos en blanco al «lobby de los lingüistas», un grupo de presión. Pero Luis Alberto, además de poeta, es filólogo, profesor de investigación del CSIC, académico de número de la Real Academia de la Historia, galardonado, entre otros, con el Premio de la Crítica, el Nacional de Traducción, el de Literatura de la Comunidad de Madrid, el Nacional de Poesía y recientemente el Reina Sofía. Parece que no quieren a quienes no sean lingüistas puros. Tratan de poner trabas a los creadores, y a menudo lo consiguen. La victoria de la mediocridad militante. Un académico señaló: «Están llevando todos los vicios de la Universidad a la Academia. La parte de la creatividad, de la autoridad, todo se basaba en autores de prestigio; ahora todo se basa en el folleto farmacéutico, en lo que dicen las redes… el concepto de autoridad, como referente culto y respetable de la lengua, desaparece, se vulgariza».

Se ha roto el equilibrio entre la técnica de los lingüistas y la creatividad de los escritores. Los grandes académicos, de gran prestigio, han ido desapareciendo y les han sucedido lingüistas «de menor calidad, y muy talibanes en el sentido de que, para ellos, la Academia debe ser una especie de factoría técnica en la que los creadores están de más», explica un académico. Se ha sustituido el debate por la imposición. Y no olvidemos que el color nacional es el amarillo, el color de la envidia. Ya nos legó Unamuno: «La envidia: ésta es la íntima gangrena del alma española». El éxito, objetivamente indiscutible, de Luis Alberto paga ese peaje. La Academia, como el lago Ness, es a menudo reconocida por sus monstruos no por sus bellezas.

Cuando hace años seguí con cierto mimo la obra de Galdós preparando para Visor un estudio introductorio a la edición de Memorias de un desmemoriado, supe que Galdós entró en la Academia al segundo intento. La primera vez fue derrotado por un señor llamado Francisco Commelerán, que no ha resultado inmortal pero que ganó la votación. Las ausencias en la Academia han sido muchas y sorprendentes, como no pocas de sus presencias. No entraron en la Academia Juan Ramón Jiménez, Valle-Inclán, Gabriel Celaya y Blas de Otero, por citar algunas ausencias memorables.

Pobre templo del idioma que se inclina más a las estrategias de un clan que a la acogida de singulares creadores en la lengua de Cervantes caigan bien o mal, sean rojos, azules o verdes, simpáticos o antipáticos, zurdos o diestros, altos o bajos, rubios o morenos. García Nieto, en tantos aspectos mi maestro, llegó tarde a la Academia. Y han dado con la puerta en las narices, en tiempos no lejanos, a Castillo-Puche, a Carlos Murciano, a José Manuel Caballero Bonald y ahora, una segunda vez, a Luis Alberto de Cuenca, tan distintos, pero tan dignos todos ellos de ocupar un sillón académico.

Ahora hay pocos tigres en la Academia; hay más gatos domesticados. Muerto Cela sólo descubro, a bote pronto, la garra de Arturo Pérez Reverte, difícil de domesticar, y la educada, pero firme, disidencia de lo vulgar de Luís María Anson. Hay no pocos críticos y estudiosos de obras ajenas cuyo sueño probablemente sería convertirse en autores leídos y admirados como tales. Esta situación no me produce tristeza, pero sí cansancio. La antropofagia literaria es un hecho y ese ejercicio comporta menos riesgo cuando se busca mantenerlo en secreto. ¿Cuántos de quienes votaron en blanco habían asegurado su voto a Luis Alberto? El ejemplo, acaso leyenda, de lo ocurrido a Romanones resulta relevante e imperecedero. Y su reacción: «Joder, qué tropa».

Luis Alberto de Cuenca, al que he seguido y admirado siempre, es un enorme poeta, el mayor vivo. Su obra está por encima de las intrigas, las envidias y los clanes, y más allá de su presencia en el palacete de la calle Felipe IV. Alberti se meó en sus muros. España es Liliput y en el país de los enanos era peligroso medir más de quince centímetros.

  • Juan Van-Halen es escritor y académico correspondiente de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando
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