Nostalgias de soldado
Nuestra vida se ceñía a los campos de instrucción y de tiro de las inmediaciones de nuestros acuartelamientos y a los campos de maniobras nacionales. En el caso de mi brigada, a los Campos de El Palancar, en Hoyo de Manzanares; San Gregorio, en Zaragoza; y Chinchilla en Albacete
Esta semana he tenido la oportunidad de participar con un buen número de antiguos compañeros paracaidistas, de la actualmente denominada como Brigada 'Almogávares' VI de Paracaidistas, en la despedida de dos compañeros y antiguos jefes, recientemente fallecidos. Se trataba de los coroneles Antonio de Pablo-Blanco Lozano, de la XIX promoción de la AGM y Vicente Zaragoza Ramos, de la XX. También ha fallecido, recientemente, el teniente general Emilio Pérez Alamán, de la XXI, quien también formara parte de los Jefes de referencia de mi juventud, como teniente y capitán. He tenido la oportunidad de cantar con mis compañeros, en su honor, la ya célebre canción de La muerte no es el final del camino, recitar nuestra 'Oración Paracaidista' y repetir a coro nuestros 'gritos paracaidistas' que culminan con el nombre de nuestros compañeros fallecidos respondido por el unísono 'con nosotros'.
Ello me ha permitido escapar brevemente de la realidad cotidiana, saturada de percepciones de que caminamos hacia una autocracia, que el diccionario de la RAE define como la «forma de gobierno en la cual la voluntad de una sola persona es la suprema ley», los casos de corrupción, las cloacas, el procesamiento del fiscal general del Estado y, en suma, la permanente obsesión de nuestros gobernantes por permutarnos obsesivamente la realidad que nosotros percibimos con nuestros propios ojos por su triunfalista relato, con el que quieren convencernos de que todo va muy bien.
De hecho, también he tenido la oportunidad de asistir esta semana a la presentación de un resumen ejecutivo del Informe Foessa, por parte del presidente de Cáritas-España, D. Manuel Bretón Romero (teniente general de la XXIII Promoción de la AGM), en el que se describe, negro sobre blanco, que la realidad española es mucho menos halagüeña que la que nuestros gobernantes nos presentan y que tenemos que hacer algo al respecto para que el próximo informe, el de dentro de cinco años, sea sensiblemente mejor, o nuestra sociedad será difícilmente reconocible y lo que es peor, escasamente respirable.
La despedida de nuestros compañeros me ha permitido, como digo, escapar momentáneamente de esta agobiante realidad que nos circunda y cobijarme en viejos recuerdos. Viejos recuerdos de cómo era la vida en las unidades de nuestro Ejército en los años en los que desempeñé mis primeros cometidos como soldado y en los que aprendí lo que después constituiría la base sobre la que apoyar los múltiples cambios que en el resto de mi vida profesional tendría que afrontar.
Me refiero a los comienzos de los años 80. Me incorporé a la Bandera 'Roger de Flor', I de Paracaidistas, el 19 de julio de 1980, cuatro días después de haber recibido mi despacho de teniente en la Academia General Militar.
En aquellas fechas nuestro Ejército era de remplazo, es decir que existía el servicio militar obligatorio, si bien la unidad a la que yo me incorporé estaba sustancialmente compuesta por unos soldados denominados voluntarios especiales y que en nuestra unidad tenían la denominación oficial de Caballeros Legionarios Paracaidistas y que, genéricamente, suscribían un contrato inicial de veinte meses de duración.
No formábamos parte de la OTAN ni de la Unión Europea. Eso vendría más tarde. Nuestras salidas fuera de nuestros acuartelamientos se circunscribían a la actividad cotidiana de instrucción, que, como consecuencia del Ejército de remplazo con el que contábamos, era redundante año tras año, ya que el grueso de los soldados que formaban parte de nuestras unidades se renovaba anualmente. En nuestra unidad, como ya he dicho, en términos generales, cada veinte meses, pero ello también nos obligaba a repetir secuencialmente y año tras año el mismo proceso evolutivo de instrucción individual y adiestramiento sucesivo de los niveles de compañía, batallón o grupo táctico y brigada.
Nuestra vida se ceñía a los campos de instrucción y de tiro de las inmediaciones de nuestros acuartelamientos y a los campos de maniobras nacionales. En el caso de mi brigada, a los Campos de El Palancar, en Hoyo de Manzanares; San Gregorio, en Zaragoza; y Chinchilla en Albacete.
Mientras no estábamos en este tipo de ejercicios, nuestra vida transcurría, de una manera muy intensa, en nuestros acuartelamientos. La vida de los tenientes, además de la instrucción (individual) y el adiestramiento (de unidades), se materializaba entre guardias (de 24 horas como responsable de la seguridad del perímetro del acuartelamiento), semanas (de siete días y siete noches permanentes, manteniendo la continuidad de la presencia de la cadena de mando cuando los jefes se ausentaban del cuartel a sus casas) y retenes (de 24 horas con una unidad tipo sección, de unos 30 militares en el cuartel, para acudir en socorro de quien fuera necesario, en caso de emergencia, a las órdenes del jefe de día). De este tipo de servicio de retén me he acordado mucho este año, cuando hemos hablado de las consecuencias de la dana de Valencia y los incendios del pasado verano.
Nuestra vida era muy intensa y dedicada, casi exclusivamente, al servicio. No hablábamos, prácticamente, de otra cosa, y nuestro mundo se ceñía a nuestra compañía, un poco a nuestra bandera (como se denominaba la unidad tipo batallón en nuestra Gran Unidad) y muy remotamente a nuestra brigada. El resto de unidades del Ejército eran una vaga referencia de las que oíamos hablar y con las que, en ocasiones, cooperábamos. Los otros ejércitos (Armada y Ejército del Aire) colaboradores muy ocasionales, aunque en la brigada paracaidista, lógicamente, nuestra relación con el Ejército del Aire, por razones obvias, era inevitable, pero nos mirábamos, a pesar de ello, con lejanía. Nuestros problemas eran muy distintos.
Al final de los 80 y comienzos de los 90 todo comenzó a modificarse vertiginosamente y siempre para bien. No seré yo quien ponga en duda la conveniencia de los pasos recorridos por nuestra sociedad y por nuestras Fuerzas Armadas en el seno de esta, pero resulta placentero, de cuando en cuando, dejarse llevar por los recuerdos del pasado, en lo que no constituye otra cosa más que un recopilatorio de nostalgias de soldado.
Fernando Adolfo Gutiérrez Díaz de Otazu es senador por Melilla del Grupo Parlamentario Popular