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26 de abril de 2024

Pablo Velasco
jinetes de luz

Dayyénu, ¡nos habría bastado!

Así deberíamos ir por la vida, con ese Dayyénu siempre pronto. Con los ojos bien abiertos y dispuestos. Porque el camino de fe es en efecto y en todo caso, inicio de camino y no meta en la que podamos estar acomodados

Actualizada 10:54

Hace apenas unos días presenciaba el paso del Cachorro por el puente de Triana. Con emoción recordaba los versos del poeta Aquilino Duque, que ya contempla cara a cara a la Verdad: «Quién pudo hacer que el último suspiro/ de tus labios se dé a cada momento,/ desde no sé qué siglos hasta ahora,/ hasta ahora, para ir diciendo al mundo,/ para ir diciendo al tiempo: Así se muere./ Así mueren los Hombres». Y allí, plantado con mi alma castellana, esa que dicen recia y seria, exclamé un «¡nos habría bastado!», al modo de nuestros hermanos mayores, o quizá padres en la fe que son el pueblo judío.
Y es que ese grito lo explica de maravilla Francesco Voltaggio en Las fiestas judías y el Mesías, editado en la BAC, un libro imprescindible para entender la humanidad de Jesucristo, e ideal para este tiempo, ya metidos en la Pascua. La fiesta de la Pascua judía tiene una riqueza extraordinaria de símbolos y significación. Es un memorial, una representación sacramental que actualiza el pasado y se proyecta al cumplimiento futuro. Rabban Gamaliel, un rabino del siglo I, decía que «en cada generación, cada uno debe considerarse como si él mismo hubiera salido de Egipto, porque el Santo, bendito sea, no liberó solamente a nuestros padres, sino que con ellos nos liberó también a nosotros». Es también una fiesta familiar, una liturgia doméstica, y el hogar se decora con la belleza y dignidad del templo. Hay un momento especialmente vibrante, que nos muestra claramente nuestra esencia humana que precisa de una narración compartida: la proclamación de la historia de la salvación, una especie de «liturgia de la palabra» a cargo del cabeza de familia. Después de la explicación de cada prodigio realizado, el resto de los asistentes cantan el Dayyénu, que significa algo así como «¡nos habría bastado!».

De la fe hemos de aprender que no es un toque mágico y para siempre, porque siempre está sometida a la precariedad

Así deberíamos ir por la vida, con ese Dayyénu siempre pronto. Con los ojos bien abiertos y dispuestos. Porque el camino de fe es en efecto y en todo caso, inicio de camino y no meta en la que podamos estar acomodados. Ya lo advertía san John Henry Newman: «estar a gusto, es estar inseguro». Pero de la fe hemos de aprender que no es un toque mágico y para siempre, porque siempre está sometida a la precariedad. Por eso ese canto del Dayyénu estoy convencido de que tiene que arrancarle una sonrisa tierna al Padre. No hay magia que haga perenne un milagro de fe. La precariedad de que no tengo nada seguro y que todo es inestable. La fe siempre está amenazada y siempre tiene que ser revivida en cada acontecimiento. Por este motivo Dios cuando elige a un pueblo o a una persona, le pone en camino, en diálogo permanente.
Desde hace meses están en mi memoria cotidiana y en mi oración diaria aquel abrazo de dos madres en la puerta del colegio Montealto, o esa mujer con su recién nacido en brazos en una maternidad de Ucrania afirmando que «no importa lo que ocurra ahora, soy la persona más feliz del mundo». Y así voy por la vida, con esta nostalgia de zarza ardiente, como respuesta a la pregunta de la fe. ¡Dayyénu! Podría exclamar, pero… ¿y mañana?
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