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tribunaJosé Ignacio Palacios Zuasti

Quien siembra vientos...

Tal y como reconocería años más tarde Don Juan Carlos: «Si después de la muerte de Franco el Ejército no hubiera estado de mi parte... otro gallo hubiera cantado». Tuvo que optar entre continuar con dichos plenos poderes o hacer la «Monarquía de todos», a través de la reforma

Actualizada 01:30

Parece que Pedro Sánchez se empeña en que en este año 2025 conmemoremos el 50 aniversario de la llegada de la democracia a este país, algo que no es cierto. Por eso, y puesto a querer celebrar algo, tendría que recordar que 1975 se caracterizó por ser el año en el que hubo cuatro ministros secretarios generales del Movimiento, cargo que llevaba anejo la condición de vicepresidente del Consejo Nacional del Movimiento —el viejo Senado—. Estos fueron: José Utrera Molina, Fernando Herrero Tejedor, José Solís Ruiz y Adolfo Suárez González. Y, ya que nuestro presidente quiere rememorar cosas, se puede dedicar a hacer un recorrido por los diferentes cargos que a lo largo de esos doce meses desempeñó Adolfo Suárez: presidente de Entursa (empresa de hostelería dependiente del INI), vicesecretario general del Movimiento, delegado del Gobierno en Telefónica, presidente de Unión del Pueblo Español (UDPE) y ministro secretario general del Movimiento.

Pero, de lo que no hay duda, es que en 1975 ni llegó la democracia ni se produjo ninguna revolución, porque Franco murió en la cama, nombró heredero y las Leyes Fundamentales de su régimen fueron suprimidas mediante la Disposición Derogatoria de la Constitución de 1978, siendo esta la primera vez, desde 1812, que una Constitución era sustituida por los procedimientos en ella establecidos.

El 22 de noviembre de 1975, tras un paréntesis de 44 años, en la Jefatura del Estado se volvió a instalar una cabeza coronada que fue ungida de unos poderes personales, los que poseía Franco, que jamás nadie antes en la historia, ni reyes, ni valídos, ni gobernantes habían dispuesto. Y, en ese momento, cuando la oposición, tanto la clandestina como la del exilio, estaba débil y fragmentada, deseaba abrir un proceso revolucionario y, en boca de Santiago Carrillo, declaraba: «Muerto Franco, todas las estructuras del régimen franquista desaparecerán, incluido Juan Carlos». El Rey, que contaba con el sólido apoyo de las Fuerzas Armadas, que cumplían así la última orden del testamento hológrafo de Franco, tal y como reconocería años más tarde Don Juan Carlos: «Si después de la muerte de Franco el Ejército no hubiera estado de mi parte… otro gallo hubiera cantado». Tuvo que optar entre continuar con dichos plenos poderes o hacer la «Monarquía de todos», a través de la reforma. Y optó por esta última.

Para ello, de manera cordial y respetuosa, pidió al presidente del Gobierno, Carlos Arias, que se marchara y sorprendió colocando en ese puesto a «su tapado», Adolfo Suárez, alguien en el que nadie, ni franquistas ni antifranquistas, había pensado para que hiciera el tránsito de pasar de un régimen a otro «desde la legalidad», obedeciendo al Restaurador de la Democracia, que fue el Rey, junto con Torcuato Fernández Miranda. Como dijo Emilio Romero, fue algo así como si, sorprendentemente, y en sentido figurado, hubieran hecho a la Chelito madre abadesa de las Descalzas.

Adolfo Suárez, de 47 años, un mes antes de su nombramiento —9 de junio de 1976— como ministro, había presentado ante las Cortes la Ley de Asociaciones Políticas, y allí había hablado de «la construcción, piedra a piedra, de un Estado que se había llevado a cabo a lo largo de ocho lustros, de cuyas realizaciones prácticas somos hoy beneficiarios directos treinta y seis millones de españoles», y había dicho: «Nuestro compromiso histórico, ante esta evidencia, es muy sencillo: terminar la obra. Para conseguirlo, no hay que derribar lo construido ni hay que levantar un edificio paralelo. Hay que aprovechar lo que tiene de sólido, pero hay que rectificar lo que el paso del tiempo y el relevo de generaciones haya dejado anticuado».

Para ello, las Cortes franquistas aprobaron en 1976 la Ley de Reforma Política, que fue presentada por un presidente de Gobierno procedente del régimen anterior, que tenía un vicepresidente militar y otros tres militares al frente de los Ministerios de Ejército, Marina y Aire. Además, la ponencia de esa ley fue defendida en la Cámara por Miguel Primo de Rivera, sobrino de José Antonio, junto a un antiguo ministro de Franco, Fernando Suárez, y unos miembros relevantes del Consejo Nacional del Movimiento como Belén Landáburu y Manuel Zapico. Y gracias a esa Ley, aprobada por las Cortes franquistas, se pudieron celebrar las primeras elecciones generales de 1977 y aprobar la Constitución.

Esto sucedió durante la Transición, cuando aún vivían los combatientes de ambos bandos de la guerra civil, cuando Fraga presentaba a Carrillo en el Club Siglo XXI, cuando Santiago Carrillo y Ramón Serrano Suñer, enfrentados en la guerra, se daban la mano con fuerza y, cuando en los Nuevos Ministerios, se exhibían juntas las estatuas de Indalecio Prieto, Largo Caballero y Francisco Franco, como signos de reconciliación.

Han pasado los años, se quitó la de Franco y se dejó la de Largo Caballero, como paradigma de la democracia, cuando fue el promotor de la Revolución de 1934. Y el Rey Don Juan Carlos tiene que vivir fuera de España.

Conociendo nuestra convulsa historia de los siglos XIX y XX, conviene que respetemos por igual a los personajes de ambos bandos y que no nos dediquemos a jugar con fuego, poniendo en cuestión la monarquía, la estabilidad y la democracia porque, si vamos por ese camino, entraremos en una vereda peligrosa que nos puede conducir a repetir los errores y tragedias del pasado. Por eso, presidente Sánchez, tenga mucho cuidado porque quien siembra vientos recoge tempestades.

  • José Ignacio Palacios Zuasti fue senador por Navarra
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