El olvido inminente
Pero aquel ministerio recién creado de Sanidad y Seguridad Social, que él estrenó y articuló, con Adolfo Suárez, no dejaba tiempo para atender tantas peticiones. Hizo lo que pudo en las tareas de propiciar servicios públicos, y logró trabajo para muchos de aquellos que acudían también hasta la sede provincial de UCD
El pasado día 9 de mayo se oficiaba en la catedral de Badajoz una misa por el descanso eterno del que fue líder indiscutible durante la Transición Política en Extremadura, Enrique Sánchez de León. Allí nos juntamos algunos que con él participamos en el primer intento político de corte regionalista.
Con motivo de su marcha se han vertido artículos reconociendo su papel de protagonista en aquel momento confuso. Ahora no quiero con estas letras referirme a su itinerario político, a sus aciertos o a sus dudas sobre qué pudo hacerse cuando cualquier decisión carecía entonces de garantías para el éxito. Es momento hoy de que cada uno piense, desde sus particulares entendederas, sobre ese destino ignorado al que recalan los que nos dejan.
Por tal razón mis letras no quieren referirse al militante, sino al hombre, a su condición humana. Exhibió un trato voluntariosamente afectuoso con los que hasta él llegaban. Solía alojarse en el badajocense hotel Zurbarán, cuando en sus miles de idas y venidas llegaba para ahondar en la necesidad de prodigar la creencia sobre las mejoras de su región, entonces tan desasistida del reparto de bienes decididos por el centralismo madrileño. En las escalinatas de ese hotel se arremolinaban no pocos paisanos, decididos a cercar al personaje y hacerles la conocida pregunta: qué hay de lo mío. Pero aquel ministerio recién creado de Sanidad y Seguridad Social, que él estrenó y articuló, con Adolfo Suárez, no dejaba tiempo para atender tantas peticiones. Hizo lo que pudo en las tareas de propiciar servicios públicos, y logró trabajo para muchos de aquellos que acudían también hasta la sede provincial de UCD.
Cuando el otro día llegamos a la catedral un reducido número de paisanos, acudimos a ese acto postrero para participar de la manera litúrgica acostumbrada, y nos extrañó ver muchos sitios vacíos. Tanta ausencia me hizo recordar aquella frase de San Juan: «A los suyos vino y los suyos no lo recibieron». Es verdad que quienes realizamos muchas cosas, somos los que, sin tiempo, seguimos atendiendo unas tareas y otras. Pero… la ceremonia religiosa era la última ocasión, ya sin focos ni reporteros, claramente propicia para la despedida íntima. Era, digo, ese rato en el que ronronean ideas por nuestras estancias interiores, cuando casi nada entendemos; se sea adicto a un credo o a ninguno. Mas, con la presencia se refrendaba la amistad. En su libro Extremadura de todos tiene escrito algo que pronunció precisamente en el hotel citado: «Podemos decir que a los que aquí estamos, aunque parezca mentira, solo nos convoca la amistad: unas veces generada por la común acción política y otras engendrada por la gozosa intimidad y confianza de las relaciones personales». Ese sentimiento fraternal con los suyos era mucho más que la conjunción de intereses por una estrategia de partido. Fue una forma de ejercitar la hermandad sentida. Hijo predilecto de la ciudad de Badajoz, se va sin que tampoco, en el último andén de liturgias, momentos de tantos silencios interrogantes, se explicitara palmariamente, notoriamente, la devoción municipal, a modo de un pañuelo blandiendo el adiós al hijo predilecto.
Manuel Machado supo poner su pulcritud lírica para contarnos la soledad de la mejor espada de Castilla: «… Por la terrible estepa castellana, / al destierro, con doce de los suyos —polvo, sudor y hierro— el Cid cabalga». No es tiempo ya de reproducir cantares de gestas, pues hoy la capacidad del libre proceder es cada vez más estimada como el valor supremo al que aspiramos todos. Ese anhelo de libertad tan estimado por Don Quijote en los consejos a Sancho como el mayor don «que a los hombres dieron los cielos». Aquel Cid de historia y leyenda fue desterrado, y no es baladí pensar que, finalmente, todos somos reos del mayor destierro, al desaparecer de por aquí. Pero, sin embargo, el agasajo póstumo de los que se consideran allegados, se agradece, porque cuando el dolor o el sentimiento de ausencia duele, pero se comparte, sin duda tocamos a menos. No es sencillo desentrañar las claves del proceder hispano, Salvador de Madariaga, tan hondo en sus análisis, dice en su ensayo España que «el péndulo del alma española oscila entre los dos extremos, el yo y el universo». Estaría bien, entre uno y otro, hacer posada intermedia en un descansillo, y que ese péndulo entendiera mejor que, aquellos contemporáneos y próximos en los afectos que nos dejan, también forman parte de nuestra propia biografía. Por ello, aunque solo fuera por tal razón, nuestra presencia en ese final, significaba sobre todo que no ha desaparecido de la memoria. Representaba la comitiva familiar su ilustre abogado y primogénito, Enrique, que recordó, al dar las gracias, a Isabel Allende cuando escribió: «La muerte no existe, la gente solo muere cuando la olvidan; si puedes recordarme, siempre estaré contigo».
Feliciano Correa es doctor en Historia y académico de la Real Academia de Extremadura