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29 de marzo de 2024

Échale un galgoRicardo Morales Jiménez
échale un galgo

La mejor tortilla del mundo no prevalecerá

Renunciar a la patria chica del paladar, adoctrinado sabiamente durante décadas, es la batalla de la madurez que nadie en su sano juicio quiere emprender

Actualizada 20:01

En los últimos años, cada vez que mi madre hace tortilla de patatas –huelga decir que es la mejor del mundo–, trato de estar cerca de ella.
Alguna vez he ido incluso con un pequeño bloc de notas, anotando punto por punto los pasos a seguir para conseguir exactamente el mismo resultado que el de su mano experta, con la que lleva obsequiándonos al clan Morales Jiménez desde hace 32 años.
La mayor parte de las veces, entre cigarros y cervezas sin alcohol por su parte, se suceden conversaciones triviales o asuntos peliagudos sobre la situación familiar, el amor, la política o la secesión, mientras los alimentos se van preparando a media potencia.
Ella, despistada, entretenida con algún vídeo que solamente hace reír a los boomers, rocía con sal las patatas doradas, bate los huevos, le echa un chorrito de leche entera mientras apura la colilla y regula el aceite de oliva. Y yo, atento a cada movimiento, haciendo repaso mental de ese vals con delantal, pienso que algún día podré reproducirla exactamente igual que como las hacía ella cuando ya no esté.
Al principio el interés por emular las tortillas de mi madre era puramente competitivo. ¡Lo haré mejor si dejo la cebolla –diga lo que diga Dabiz Muñoz– un par de minutos más! ¡El toque vacuno es prescindible! ¡Seguro que si la cuajo un poco menos quedará todavía más jugosa! Fracaso tras fracaso. Mis tortillas saben a mí. Son aceptadas por el público amigo, siempre benevolente con lo circunstancial, pero en ningún caso llegan a la altura de las pequeñas obras culinarias de mi madre.
Exactamente lo mismo le sucede a ella cuando, alguna vez, se ha atrevido a hacer caldo con pelotas, como el que hace mi abuela en Navidad. Y de la misma forma le pasa a la abuela cuando quería regalarnos los churros caseros que hacía mi bisabuela para la madrugada del Viernes Santo.
«No me quedan igual que a la chacha Isabel, nene. Ya lo siento».

Cumplir años lleva implícito el saber ir despidiéndose, poco a poco, de aquello que ineludiblemente dejará de existir más pronto que tarde

Hay algo, en la transmisión de las recetas caseras, que se pierde cuando la persona que ejecuta, casi por ciencia infusa, unos pasos únicos para el disfrute de los demás, desaparece. Hay un eslabón, que tiene su peso en vísceras, músculos, alma y huesos, que se desvanece cuando la persona en cuestión se convierte en un recuerdo. Y con ello, como si el porvenir fuera un adicto a los juegos del trile, nos esconde un paso minúsculo que es la máxima expresión del sabor que te ofrecía tu madre, abuela o bisabuela.
Cumplir años lleva implícito el saber ir despidiéndose, poco a poco, como una sobremesa en verano, de aquello que ineludiblemente dejará de existir más pronto que tarde.
Renunciar a la patria chica del paladar, adoctrinado sabiamente durante décadas, es la batalla de la madurez que nadie en su sano juicio quiere emprender.
Por eso hoy es buen momento para reclamarle que vuelva a hacerla una vez más, sabiendo que no hay mejor moneda de cambio que un sencillo: «te has superado, mamá».
La dictadura del SEO indica que este artículo tendría que ser publicado, con sus etiquetas correspondientes, en el Día de la Madre. ¡Que les zurzan a Larry Page, a Serguéi Brin y a sus arañas cibernéticas, que ni siquiera saben de lo que les estoy hablando! Este día de noviembre es tan bueno como cualquier otro para recordar lo que dejará de ser y mostrarnos agradecidos con lo que todavía es y algún día fue. Sin que sirva de precedente, puede que las tazas de Mr. Wonderful tengan razón en el plano ontológico cuando serigrafían aquello de que madre solamente hay una, y tortillas como la suya, las mejores del mundo para cada uno de nosotros, es terreno sagrado ante el que hay que aflojarse el pantalón para hacerle hueco una vez más.
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