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29 de marzo de 2024

Carlos Marín-Blázquez
radiaciones

Una brizna de heroísmo

¿Quién va a exponerse, por la insistencia en defender unos principios distintos a los que impulsan la marcha de los tiempos, a la mofa que hunde en la vergüenza y en la humillación?

Actualizada 10:10

Los estandartes de la diversidad, los sarcásticos bufones encargados de administrar las consignas que el poder les suministra, muestran escaso margen de tolerancia hacia el diferente. Pero, ¿quién es hoy ese diferente? No ciertamente la figura que emerge de los estereotipos con que la barbarie oficial intenta imponernos una versión falsificada de la vida. No las desventuradas almas caídas en la trampa de lo alternativo y cuya visión a distancia tanto suele complacer a aquellos que nunca permitirían que sus hijos se acercasen al centro de ese fuego que todo lo consume.
Para comprender qué es ahora mismo lo diferente se hace necesario tener una noción lo más clara posible de cuál es la materia con la que se ha modelado la mentalidad dominante. Habrá que remitirse entonces el origen de esa potente aleación que se ha generado al fundir los ideales de la revuelta hedonista de Mayo del 68 con las aspiraciones de dominio del capitalismo consumista imperante en el mundo desarrollado desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Del híbrido resultante ha nacido un individuo vaciado de su herencia espiritual, culturalmente arrasado y dispuesto para ser rellenado con todo un muestrario de extravagancias que proveen de una identidad –superficial y transitoria, pero identidad al fin y al cabo– a quien ha sido desposeído de sus anclajes esenciales.
En alas de este vuelco histórico, la revolución proletaria ha mutado en revolución cultural que, lejos de limitar su alcance a una propuesta meramente formal o estética, ha socavado los cimientos antropológicos sobre los que se asentaba una cierta concepción de la persona. Aplicándole al fenómeno la etiqueta de «Progreso», se le ha dotado de un timbre de legitimidad moral y de un sello de irreversibilidad histórica que sitúa en el campo de los deplorables a todo aquel que, aun absteniéndose de esgrimir un posicionamiento ideológico, se atreva a insinuar la más ligera discrepancia.

A la clase de poder de la que hablamos no le basta con apropiarse de las cosas. Cuando acaba el expolio material, ya solo piensa en adueñarse de tu alma

Es para los objetores de este estado de cosas para quienes la gamberra armada de chistosos al servicio de la clase dominante reserva los artefactos más devastadores de su arsenal. «Su risa –escribe Alain Finkielkraut– corta las cabezas que sobresalen y castiga, a golpe de caricatura, a todos los retrasados, todos los tardones, todos los reaccionarios, todos los que contravienen con su anacronismo las evidencias socarronas del espíritu del tiempo».
De modo que la pregunta es: ¿quién va a querer ser sorprendido formando parte del pelotón de los rezagados? ¿Quién va a exponerse, por la insistencia en defender unos principios distintos a los que impulsan la marcha de los tiempos, a la mofa que hunde en la vergüenza y en la humillación? Porque ese sería, hoy, el verdadero diferente. El que se niega a quedar atrapado en el cepo del igualitarismo con el que las élites siguen agrandando la fractura que les distancia del resto de los mortales. El que custodia algún reducto a salvo de la demagogia, la chabacanería y la estupidez. El que busca para los suyos un futuro distinto al de la indigencia educativa que parece resuelta a depararles nuestra época. El que abraza en la vida un compromiso de permanencia hacia ciertas formas de entender las relaciones con los demás. El que no se deja cegar por el espejismo de una libertad otorgada en razón de los supuestos derechos que dispensa el Estado, y persigue aquella otra que se conquista a través del empeño en forjarse una personalidad insobornable. El que se reconoce a sí mismo en la fidelidad a unos principios antes que en el ansia de una aceptación unánime. El que trata de someter su voluntad a la integridad de una norma. El que preserva un espacio para el cultivo del silencio y la introspección. El que descubre el esplendor de lo que importa en algún detalle ínfimo. El que venera la verdad y rinde honor a lo que es bueno en sí. El que, en medio de la oscuridad más cerrada, aprieta los dientes y cree.
No estoy describiendo a ninguna figura revestida de un aura de pureza intachable. A fin de cuentas, salvo unos pocos elegidos, todos vivimos inmersos en la corrompida atmósfera de contradicciones que marca el devenir de las épocas de cambio. Pero reconozcamos que hay al menos una brizna de heroísmo en aquel que, sobreponiéndose a la presión del entorno, toma conciencia de su responsabilidad, calibra el alcance de los riesgos a los que se enfrenta e intenta adentrarse por un camino diferente. Es a ese al que los jocosos pelotones de la irreverencia intentarán marcar con el estigma del ridículo y la marginación. Porque a la clase de poder de la que hablamos no le basta con apropiarse de las cosas. Cuando acaba el expolio material, ya solo piensa en adueñarse de tu alma.
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