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Gabriel Liaño
luz de ballenas

Yo fui por el botafumeiro

¿Hasta qué punto escogí esa misa y no cualquier otra por ver el botijo? ¿Cuánto tiempo esperé fuera por contar que una vez vi tirar el Botafumeiro, y cuánto tiempo esperé por contar que vi a Cristo resucitar?

Actualizada 12:32

Esperábamos, a los pies de la catedral de Santiago, en la larga línea para celebrar la misa de Resurrección. Como es habitual en las fechas señaladas, una muchedumbre uniformada de Decathlon se apiña en Praterías y agolpa ecos contra la iconografía románica que pervive en la puerta de atrás.

–¿Pero por qué tengo que quedarme aquí esperando?– se lamentaba a mi buen amigo un irlandés fornido que, según supimos la noche anterior, llegó caminando desde los Pirineos.  –Si yo sólo vengo a ver el Botafumeiro –  insistió.

Una hora y media después, y ya justo en la puerta, el operario de la catedral nos informa que el aforo está completo y que no podemos acceder a la misa. Como si pagasen justos por pecadores a cuenta de una persona que probablemente no estaba en condiciones de entrar.

Subimos las escaleras de la Quintana con un regusto amargo que no tenía del todo que ver con el apeo de la misa. Entramos entonces en la iglesia aneja de San Paio, cuando unas monjitas benedictinas abrieron a coro un canto por el Cristo redivivo. Según me sumergía en la ceremonia, comencé a separar el grano y la paja de mi malestar, a entender que me dolían las intenciones de nuestro compañero irlandés, pero también los cubatas de más tras las misas del peregrino –y lo que viene después–, el amaneramiento guiri y el ecosistema frívolo de albergue. Y me duele porque he sido parte de todo eso, porque otros y yo hemos pecado de vanidad y hemos fallado en el testimonio. Sé que a mi buen amigo también le dolió.

Hemos venido a Santiago por el incensario, pero nos olvidamos del incienso

Sacó entonces el sacerdote un pequeño incensario, y abrazado entre el coro de voces empezó a esparcir la ceniza que invade el ámbito e inunda el olfato. Resultó así, tan absurdamente obvio, que ese incensario era exactamente igual que el resto de incensarios, y esa ceniza igual que todas las cenizas, y que ese humo, igual que todos, se eleva siempre sobre el altar señalando en dirección al misterio.

Ni conozco ni me pertoca juzgar la intimidad espiritual de nuestro compañero, pero realmente se puede decir que caminó setecientos kilómetros para ver un cenicero gigante colgado del techo. Llegó a Santiago con los pies y se dejó el corazón en Saint-Jean-Pied-de-Port. Yo en alguna medida también. ¿Hasta qué punto escogí esa misa y no cualquier otra por ver el botijo? ¿Cuánto tiempo esperé fuera por contar que una vez vi tirar el Botafumeiro, y cuánto tiempo esperé por contar que vi a Cristo resucitar? Hemos venido a Santiago por el incensario, pero nos olvidamos del incienso. Nos dejamos hipnotizar por el péndulo que viene y que va, siguiendo el compás de las cosas accesorias que cuadran bien en las fotos, que ceban el espejo del recuerdo y engrandecen la vanidad con el sueño hechizante de nosotros mismos.

Salimos de la misa con el corazón algo más ligero, aún amargo, pero quiero creer que con el deseo sincero, para nosotros y para todos, de terminar la Semana Santa aprendiendo a morir desposeídos de lo que no es sustancial, para sólo así poder nacer como nuevos hombres y mujeres en la verdadera paz.

Feliz Pascua a todos.

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