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12 de mayo de 2024

Benedicto XVI en Lorenzago

Benedicto XVI en LorenzagoGTRES

Benedicto XVI: el caballero de la fe

El auténtico caballero de la fe es testigo, nunca maestro; ahí radica su profunda humanidad

Se cumplen seis años de la renuncia de Benedicto XVI como Papa. El comienzo de una serie de disrupciones sin precedentes en la Iglesia Católica cuyas consecuencias dependen precisamente de cómo se interprete este suceso. A estos efectos, me parece muy útil recurrir a la distinción que traza Kierkegaard entre el héroe trágico y el caballero de la fe, en su Temor y Temblor.
Algunos han considerado la renuncia como un gesto ejemplar –humildad, desprendimiento del cargo, audacia–, y por otro lado como el comienzo de una institución de valor general: la del Papa emérito. En cierta manera es como si entendieran la renuncia como una tragedia heroica. El héroe trágico, escribe Kierkegaard, «se sacrifica a sí mismo, junto a todo lo que posee, por lo general; todos sus actos y cada uno de sus movimientos pertenecen a lo general: se manifiesta, y en esa manifestación es el hijo bienamado de la ética». Por eso, sus contemporáneos pueden aplaudir sus acciones, y le dedican sus cantares de gesta. A la vez, de alguna manera, este modo de verlo sugiere implícitamente que Benedicto debía renunciar (que es lo que pensaban algunos que no tenían simpatía al papado de Ratzinger) y por tanto que futuros Papas «deberán» renunciar.
Otros –como el amigo de Ratzinger, el cardenal alemán Brandmüller– se han mostrado en estos años escandalizados por esta decisión, y en desacuerdo sobre el modo de resolver el estatus del Papa Emérito. También hay quien se lamenta de la renuncia, a la vista del giro que ha tomado el Pontificado de Francisco, en tantos puntos en contraste con el de Benedicto. Pienso que este grupo de amigos contrariados, aunque parezcan más críticos, están más cerca de comprender el verdadero carácter de la decisión de Benedicto: un salto de fe que –a la fuerza– debe resultar para sus contemporáneos, «incomprensible y escandaloso», como el sacrificio de Abraham.
El modo de obrar del héroe trágico «no conviene a Abraham, que no hace nada en favor de lo general y permanece oculto». Entrega lo que más ama, con total resignación, a la vez que tiene la completa certeza de recuperarlo «en virtud del absurdo». Si «pensara en términos de lo general, desaparecería la paradoja». «Lo absurdo –aclarará Kierkegaard– no se encuentra entre las diferencias comprendidas dentro del marco propio de la razón, ni es idéntico a lo increíble, inesperado e imprevisto». Lo absurdo no es lo contrario a la razón, sino aquello que «trasciende todo conocimiento: el amor cristiano» (Cfr. Ef 3, 8).
¿Estoy insinuando que Joseph Ratzinger ha sacrificado el Papado para recuperarlo de manos de Dios, y constituirse en una especie de Papa en la sombra? De ninguna manera. En todo caso podría decirse que Benedicto al renunciar a la potestas del cargo ha recuperado la auctoritas –siempre personal– de Joseph Ratzinger. Pero a la vez, han sucedido dos cosas que contradicen cualquier interpretación en ese sentido: en primer lugar, Ratzinger no ha vuelto, sino que se ha despersonalizado definitivamente en Papa Emérito; y, sobre todo: Ratzinger permanece callado.
En este punto también Benedicto XVI es un caballero de la fe comparable a Abraham que «lo puede contar todo, pero hay una cosa que no puede decir, y al no poder decirla, o sea, al no poder decirla de modo que el otro pueda comprender, no habla. Abraham puede decir ahora las cosas más hermosas que es dado expresar por medio de una lengua, acerca de cuánto ama a Isaac. Pero no es esto lo que ocupa su corazón, sino algo más profundo, el estar dispuesto a sacrificar a su hijo porque es una prueba. Nadie puede comprender este último punto, y por eso todos pueden interpretar equivocadamente el primero. El héroe trágico desconoce esta zozobra, goza del consuelo de poder dar una explicación en relación a cada argumento en contra». Por todo esto, «no hubo nadie capaz de comprender a Abraham. Con todo, ¡ahí es nada lo que consiguió!: haber permanecido fiel a su amor.»
Así pues, ¿a qué ha renunciado pues Benedicto XVI y a qué amor ha permanecido fiel? Sin duda permanece fiel al «Dios que es amor», al que dedicó su primera encíclica; a la «amistad de Jesús» de la que habló a los cardenales antes del cónclave. En cuanto a la renuncia, pienso que podemos decir que constituyó una crisis de fe en sentido reduplicativo. Pues a lo que renunció fue a custodiar la fe de la Iglesia, la tarea a la que había entregado su vida entera, como teólogo, como cabeza de la Congregación de la Doctrina de la Fe, y por último como Papa. Más aún: su renuncia tuvo lugar durante el Año de la Fe, que había convocado, y dejó inacabada la encíclica que preparaba sobre el tema. Alguna vez ha hecho referencia a este punto, en su proceso de discernimiento: «Tenía la confianza de que sin mi presencia el Año de la Fe habría llegado a buen fin. La fe, de hecho, es una gracia, un don generoso de Dios para los creyentes. Tenía, por ello, la firme convicción de que mi sucesor, habría igualmente llevado esto al buen fin querido por el Señor». De hecho, la primera encíclica de Francisco (Lumen Fidei) daba salida a lo preparado por Ratzinger.
Sin embargo, para quienes –en la estela de Ratzinger- quieren defender del depósito de la fe en tiempos de crisis de la verdad, sigue siendo una paradoja que quien mejor podía custodiar la Tradición –¡quien había recibido el encargo solemnísimo de suceder a Pedro!– abandonara esa tarea. Más aún, que generara una disrupción que debilitaría la «sacralidad del Papado» y una situación –dos Papas conviviendo–, escenarios que solo podían suponer un agudo peligro para la unidad de la Iglesia.
El silencio de Benedicto y su apartamiento es una nueva forma de servicio: «El auténtico caballero de la fe es testigo, nunca maestro; ahí radica su profunda humanidad, tan distinta de esa necia participación en el dolor y la dicha del prójimo honrada con el nombre de simpatía, pero que en realidad no es otra cosa sino vanidad».
Kierkegaard describe cómo imagina al caballero de la fe: un burgués perfectamente indistinguible de sus semejantes, en el que su salto a lo divino se identifica con un estar pegado a tierra con firmeza. Alguien que es capaz de «expresar a la perfección lo sublime en lo pedestre». Al leer ese pasaje no puedo evitar pensar en la imagen de Joseph Ratzinger sosteniendo una jarra de Weissbier en su mano temblorosa, para celebrar su 90 cumpleaños, «en virtud del absurdo», que no es otra cosa que el don gratuito de Dios.
El gesto de la renuncia, por «absurdo» –es decir, por no responder a ninguna ley general, ni tampoco crear una nueva– no pretende ser «ejemplo» a seguir. No sienta precedente normativo. El Papado de Ratzinger ha sido en ese sentido –como dijo el secretario de Benedicto, Mons. Gänswein– «excepcional». A la vez, nada hay de especialmente interesante en la vida de Benedicto como papa Emérito. Y, sin embargo, nada sucede hoy en el mundo de mayor intensidad. Entiendo y aplicaría a Benedicto lo que escribía el filósofo danés: «si yo viniera a saber dónde habita un verdadero caballero de la fe, me pondría en el acto en camino hacia aquel lugar, pues esa es la clase de maravilla que me interesa. Una vez encontrado no lo perdería de vista un solo momento, observando constantemente todos y cada uno de sus movimientos. Me sentiría como quien ha encontrado un sustento en esta existencia y dividiría mi tiempo dedicando una parte de él a observarlo y otra a ejercitarme yo mismo, de modo que todo mi tiempo sería empleado en admirarlo».
Y, sin embargo, un caballero de la fe tampoco se aferraría la persona de Benedicto. No confundiría al testigo con el Maestro.
Este texto ha sido publicado como anexo en Vivir como si Dios existiera. Una propuesta para Europa. Joseph Ratzinger-Benedicto XVI. Edición de Ricardo Calleja. Publicado por Ediciones Encuentro (2023).
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