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08 de mayo de 2024

El Cristo crucificado de Juan de Flandes (1550)

El Cristo crucificado de Juan de Flandes (1550)

Viacrucis de Gerardo Diego (Estaciones duodécima, decimotercera y decimocuarta)

Evangelio de San Mateo, 27:50-56: «Mas Jesús, habiendo otra vez clamado a gran voz, entregó el espíritu. Y he aquí que el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo; y la tierra tembló y las rocas se partieron; y se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos que habían dormido se levantaron; y saliendo de los sepulcros, después de la resurrección de Jesús, vinieron a la santa ciudad y se aparecieron a muchos. Y cuando el centurión y los que estaban con él custodiando a Jesús vieron el terremoto y las cosas que habían sido hechas, temieron en gran manera y dijeron: ¡Verdaderamente este era el Hijo de Dios! Y estaban allí muchas mujeres mirando de lejos, las cuales habían seguido a Jesús desde Galilea, sirviéndole, entre las cuales estaban María Magdalena, y María la madre de Jacobo y de José, y la madre de los hijos de Zebedeo».
Jesús muere en la cuz, y al pie de la misma lloran con desconsuelo su propia madre, María, también María Magdalena y, asimismo «aquel [discípulo] a quien en la Cena sobre todos prefería». Este discípulo, según la tradición, es San Juan, –«el discípulo amado»–, presente junto a Jesús en la Última Cena, así como en la crucifixión y en acontecimientos posteriores. Y el poeta se ha referido a él mediante una alusión, ya que no lo ha mencionado por su nombre, sino vinculándolo con datos históricos. En los versos siguientes se aprecia cómo el cuerpo va adquiriendo la frialdad que sigue a la muerte, y el poeta insiste de nuevo en el maltrato al que ha sido sometido Jesús ante mortem, pese a su exhibida mansedumbre: «el dócil torso entreabierto», en claro recordatorio de la lanzada en el costado derecho (adviértase la simultánea anteposición y posposición del adjetivo al nombre «torso», con el que se logra hacer más expresivas las heridas del tronco del cuerpo de Jesús. Y al igual que un fruto pende de la rama del árbol a la que permanece unido por el pedúnculo, así «pende el cadáver yerto» sujeto a la cruz. Y la muerte se hace presente con una reiteración semántica: «cadáver [cuerpo muerto] yerto [tieso a causa de la muerte]». En los versos que cierran la décima, el poeta vuelve a recurrir a la optación, dirigiéndose a los cielos para que se vistan de luto ante la muerte de Jesús, que se presenta de forma aparentemente paradójica: «porque ya la Vida ha muerto» (y quizá la mayúscula en la palabra Vida sugiera que hay algo tras la muerte: la Resurrección). Las rimas consonantes de la décima solo presentan la dificultad de los versos octavo y noveno: /-úto/, que el poeta resuelve con las palabras «fruto/luto».

Duodécima Estación

Al pie de la cruz María
llora con la Magdalena,
y aquel a quien en la Cena
Sobre todos prefería.
Ya palmo a palmo se enfría
el dócil torso entreabierto.
Ya pende el cadáver yerto
como de la rama el fruto.
Cúbrete, cielo, de luto
porque ya la Vida ha muerto.
La segunda de las décimas se inicia con la presentación de Jesús identificándolo con «el Hijo del Hombre» y con la Luz y la Vida”. Y en efecto, en el Nuevo Testamento «Hijo del Hombre» es la forma más utilizada para referirse a Jesús de Nazareth (por ejemplo, en el evangelio de san Juan (6:53): Jesús les dijo «Yo soy el Hijo del Hombre…». Y también en el evangelio de San Juan (8:12) leemos: «Yo soy la Luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida». Por eso su muerte en la cruz es para el poeta un «profundo misterio» el de la imagen de Cristo crucificado («crucifijo»). Y Diego elige a la figura de Cristo como modelo de conducta vital en la vida terrena, metafóricamente aludida como «estrecho / tránsito» hacia la eterna. El encabalgamiento «estrecho / tránsito» se ve realzado por la aliteración del fonema oclusivo dental sotdo /t/ y la reiteración de la cabeza silábica /tr-/. Y con una nueva optación, le pide a Jesús que le acompañe el día de su muerte, cuando esté de cuerpo presente y «mis manos de cera / se estrechen sobre mi pecho» (es decir, con una «palidez cerúlea», propia de un cuerpo muerto). Y necesariamente viene a la mente el último terceto del tercero de los sonetos que Gerardo Diego dedicó al ciprés de Silos, escrito ahora desde la ausencia, e incluido en «Alondra de verdad»: «Quiero vivir, morir, siempre cantando, / y no quiero saber por qué ni cuándo. / Sálvame tú, ciprés, cuando me aleje». Vistos en su conjunto los tres sonetos, ahora se advierte que el poeta, convertido el ciprés en un símbolo, lo espiritualiza de tal manera que le otorga una función salvadora para cuando le llegue el final definitivo. La décima no presenta dificultades en la versificación –salvo, quizá, los monosílabos agudos de los versos segundo y tercero– con respecto a la consonancia de las rimas, que obedecen al siguiente esquema: a(-íjo) b(-úz) b(-úz) a(-íjo) / a(-íjo) c(-écho) / c(-écho) d(-éra) d(-éra) c(-écho).
Profundo misterio. El Hijo
del Hombre, el que era la Luz
y la Vida muere en cruz,
en una cruz crucifijo.
Ya desde ahora te elijo
mi modelo en el estrecho
tránsito. Baja a mi lecho
el día que yo me muera,
y que mis manos de cera
te estrechen sobre mi pecho.

Estación décimo tercera

Evangelio de San Mateo (27:54-55): «El centurión y sus hombres, que custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba dijeron aterrorizados: 'Realmente éste era Hijo de Diosi. Había allí muchas mujeres que miraban desde lejos, aquellas que habían seguido a Jesús desde Galilea para atenderle».
Los versos de la primera redondilla de la décima presenta a Jesús, bajado ya de la cruz, en el regazo de su Madre. Y la riqueza de la adjetivación sirve para aumentar la fuerza descriptiva de una escena en la que el amor lo envuelve todo: el «virginal regazo» acoge unos brazos «muertos» que, por tanto, ya no pueden abrazar; y esos brazos son «miembros» «helados, cristalinos» –la frialdad de la muerte hace mella en el cuerpo–, pero a la vez «divinos» (y en este caso, el hipérbaton establece el oportuno contraste en la adjetivación). Y tras la huida de los asesinos –aterrados por los acontecimientos que suceden a la muerte de Jesús–, queda el llanto de la Madre de Jesús, envuelta en una acongojante soledad, que el poeta incrementa más al añadir el complemento nominal «sin colores», en una sinestesia agónica. Además, el verso 6 tiene una marcada entonación exclamativa, que alcanza al siguiente («¡Qué soledad sin colores. / Oh, Madre mía, no llores»), con una implicación directa del poeta, de cuya boca sale una expresión doloridamente afectiva: «Oh, Madre mía…». Hay por otra parte, en las transiciones verbales, un recuerdo de la «forma de hacer» de los juglares medievales: «Oh, Madre mía, no llores. / Cómo lloraba María» (versos 7 y 8). Esta combinación de imperativo negativo («no llores») con imperfecto de indicativo («lloraba»), en sendas oraciones exclamativas («Oh/Cómo»...), logra un extraordinario efecto dramático, al hacer coincidir el tiempo de lo narrado –un imperfecto con valor durativo en el pasado– con el tiempo del narrador, que trae al momento actual –en el que está situado el poeta– los hechos. Los dos versos finales de la décima justifican por qué a María se la conoce bajo la advocación de «Virgen de los Dolores», entre otras muchas (por ejemplo, «Virgen de la Soledad», en consonancia con el verso sexto). Las rimas consonantes de la décima no plantean dificultades: a(-ínos) b(-ázo) b(-ázo) a(-ínos) / a(-ínos) c(-óres) / c(-óres) d(-ía) d(-ía) c(-óres).

Penúltima estación

[Jesús es bajado de la cruz y puesto
en los brazos de su Madre María]

​He aquí helados, cristalinos
sobre el virginal regazo,
muertos ya para el abrazo,
aquellos miembros divinos.
Huyeron los asesinos.
Qué soledad sin colores.
Oh, Madre mía, no llores.
Cómo lloraba María.
La llaman desde aquel día
la Virgen de los Dolores.
La redondilla que inicia la segunda de las décimas está formada por dos oraciones que constituyen otras tantas interrogaciones retóricas, y que cargan toda su intensidad en el pronombre interrogativo «quién» que las inicia. El poeta se pregunta por la persona –sin duda un escultor provisto de cincel– que talló sobre marfil la delicada figura de la desnudez de Jesús. Y dos palabras adquieren especial relevancia: «morbidez» (en el verso 2: suavidad, primor, esmero) y «prodigio», en alusión a la portentosa figura de Jesús; y, de esta manera, la materia (el «marfil») y el instrumento (el «buril»), como si de metonimias se tratara (en el primer caso, la materia por el objeto con ella representado; y, en el segundo, el instrumento por el artífice), ponen en pie la representación artística del cuerpo de Cristo. Y el poeta no tarde en responder, atribuyéndose la autoría: «Yo, Madre mía, fui el rudo / artífice, el profano / que modelé con mi mano / ese triunfo de la muerte…» (versos 5-8). Pero aun así el poeta se califica como «rudo» (artífice), en alusión a su tosquedad, e inexperto (adjetivo sustantivado «el profano»); y puede comprobar cómo Jesús se apiada de él vertiendo «cálidas perlas en vano»), es decir, inútilmente. Y traemos nuevamente a colación el soneto de Lope de Vega que se inicia con estos cuartetos: «Pastor, que con tus silbos amorosos / me despertaste del profundo sueño. / Tú, que hiciste cayado de ese leño / en que extiendes los brazos poderosos. // Vuelve los ojos, a mi fe piadosos, / pues te confieso, por mi amor y dueño, / y la palabra de seguirte empeño, / tus dulces silbos y tus pies hermosos.“ Porque este soneto termina con este terceto, en el que el poeta asume sus culpas: «Espera, pues, y escucha mis cuidados, / pero ¿cómo te digo que me esperes, / si estás para esperar los pies clavados?». Quizá el pensamiento del poeta vaya por esta línea; quizá. En cuanto a las rimas consonantes, tal vez la dificultad radica en la rima /-údo/ de los versos primero, cuarto y quinto («pudo/desnudo/rudo»), y en la rima /-íl/ de los versos segundo y tercero («marfil/buril»).
¿Quién fue el escultor que pudo
dar morbidez al marfil?
¿Quién apuró su buril
en el prodigio desnudo?
Yo, Madre mía, fui el rudo
artífice, fui el profano
que modelé con mi mano
ese triunfo de la muerte
sobre el cual tu piedad vierte
cálidas perlas en vano.

Estación decimocuarta

Evangelio de San Marcos 15:42-47: «Cuando llegó la noche, porque era la preparación, es decir, la víspera del día de reposo, José de Arimatea, miembro noble del concilio, que también esperaba el reino de Dios, vino y entró osadamente a Pilato, y pidió el cuerpo de Jesús. Pilato se sorprendió de que ya hubiese muerto; y haciendo venir al centurión, le preguntó si ya estaba muerto. E informado por el centurión, dio el cuerpo a José, el cual compró una sábana, y quitándolo, lo envolvió en la sábana, y lo puso en un sepulcro que estaba cavado en una peña, e hizo rodar una piedra a la entrada del sepulcro. Y María Magdalena y María madre de José miraban dónde lo ponían».
La primera décima ubica a José de Arimatea ayudando a descender el cuerpo muerto de Jesús. Quien no se halla presente es José, el marido de María, porque se supone que en esa época ya habría fallecido. De hecho, Jesús había encargado a su discípulo Juan el cuidado de su madre, María. Por lo tanto, al pie de la cruz se encuentran María –su Madre–, la hermana de su Madre –María–, María Magdalena, y el discípulo al que Jesús más amaba: Juan. Y es José de Arimatea el que se encarga de bajar el cuerpo de la cruz, amortajarlo y darle sepultura. Adviértase el total recogimiento («unción») con que José de Arimatea procede al descendimiento de Jesús: los adjetivos –antepuestos a los respectivos nombres– adquieren sorprendentes valores connotativos (verso 5: «grave, infinita unción»; verso 6: «sagrado cuerpo»). La segunda redondilla de la décima ofrece rimas algo duras: (/-ája/: «amortaja/encaja»; y /-úra/ («sepultura/abertura»). Además, la posible aliteración del fonema vocálico cerrado posterior /u/ dota a la expresión de un tono lúgubre («Luego le da sepultura / y una piedra en la abertura…»). El sepulcro está excavado en «roca viva» y la entrada queda sellada por una «piedra». El hipérbaton de los dos últimos versos («y una piedra en la abertura / de la roca viva encaja»; en lugar de «y encaja una piedra en la abertura de la roca viva») obedece a exigencias de la rima, que debe coincidir con la de los versos sexto y séptimo /-ája/ («baja/amortaja/encaja»), y que también podría justificar el encabalgamiento «en la abertura / de la roca viva».

Última estación

[Jesús es sepultado]

​Fue José el primer varón
que a Jesús tomó en sus brazos,
y otro José en tiernos lazos
le estrecha de compasión.
Con grave, infinita unción
el sagrado cuerpo baja
y en un lienzo le amortaja.
Luego le da sepultura
y una piedra en la abertura
de la roca viva encaja.

​Como póstuma jornada
de tu vía de amargura,
admiro en la sepultura
tu heroica carne sellada.
Señor, ya no queda nada
por hacer. Señor, permite
que humildemente te imite,
que contigo viva y muera,
y en luz no perecedera,
que como Tú resucite.
La segunda décima con la que Diego cierra su «Viacrucis», tras una redondilla inicial en que venera el sepulcro que encierra «la heroica carne sellada» (nuevo nombre flanqueado por adjetivos), invoca al Señor, repitiendo su nombre, pidiéndole fuerzas para poder imitarle: «que contigo viva y muera», y confiando en la Resurrección prometida por Cristo: la del propio Jesús y la suya propia (es alegóricamente esa «luz no perecedera» –a la que se alude en el verso 9–; es la misma «luz no usada» de la que habla fray Luis de León en su Oda III dedicada a Francisco Salinas). Esta idea la desarrolla Diego cuando el 1 de mayo de 1933 volvía a visitar el monasterio de Silos y compone el soneto titulado «Primavera en Silos», incluido en Versos divinos. El soneto se cierra con este terceto: «y un anónimo y verde día, cuando / Dios me llamase, hallarme de su bando / y decirle: 'Bien sabes que estoy presto'». La décima no parece ofrecer especiales dificultades a la hora de cuadrar las rimas. En todo caso, el poeta ha resuelto la triple rima en /-íte/ terminando los versos con formas verbales: «permite/imite/resucite»: a(-áda) b(-úra) b(-úra) a(-áda) / a(-áda) c(-íte) / c(-íte) d(-éra) d(-éra) c(-íte)

Tras la lectura del «Viacrucis», de Gerardo Diego

En el número 597-598 de Ínsula (revista de letras y ciencias humanas), dedicado a Gerardo Diego [Gerardo Diego (1896-1996): crear siempre crear] (ISSN 0020-4536, 1996), se incluye un artículo de Alberto Acereda Extremiana, titulado «Lo religioso en Gerardo Diego: Viacrucis». Dicho artículo, muy breve, sirve, no obstante para situar el texto de Gerardo Diego en el contexto de la tradición literaria referida a la Pasión y Crucifixión de Cristo y, asimismo, en el conjunto de la obra del propio Diego, además de proporcionarnos las claves para una mejor interpretación y valoración de su lectura.
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