Poderosísimas lecciones que podemos extraer del reciente apagón
El teólogo Jacques Philippe alienta a practicar la confianza y el abandono en Dios, es decir, a confiar en que nos puede redimir -e incluso hacer santos- «contra toda esperanza», por muy embarrados en el fango que nos encontremos
Estaría majara y turuleta -por no decir mentalmente agarrotado- si celebrase las devastadoras consecuencias desencadenadas por este apagón tan telúrico… Tan sísmico… Tan bullicioso… Tan atronador y pernicioso…
De facto, me resulta abominable que España entera se quedase cerca de un día incomunicada y sin luz. Sobre todo, por las nefastas consecuencias que ha podido acarrear de cara a las personas mayores y atizadas por la enfermedad. Me parece de una incompetencia deplorable, desoladora, propia de un panorama descorazonador…
Ahora bien, dentro de lo malo de este estado de alarma parpadeante, hay un bien que podemos extraer de lo ocurrido, y es que nos fue brindada una mirada retrospectiva a las postrimerías de los años noventa y albores del siglo XX; en el sentido de que pudimos recordar -en vivo y en directo- lo que fue vivir sin estar enchufados a internet de forma permanente.
Ese día, para mí, no supuso un sacrificio ponerme a leer; y cuando tenía la vista cansada tras navegar con la mirada por un océano de letras, a falta de una pantalla de televisión que me entretuviese (y de un teléfono móvil que reanimase mis sentidos), me puse a ojear un álbum de fotografías de la historia del siglo XX, que recoge las noticias que tuvieron mayor eco, año por año, desde 1900 hasta el año 2000. Y he de reconocer que fue una experiencia deliciosa. Sentí que el entretenimiento y la estimulación intelectual convergían en un mismo punto, que uno podía divertirse y galvanizar el intelecto al mismo tiempo.
Además de sentirme más realizado, me sumí en un estado de tranquilidad con escasos precedentes, debido a que las pantallas nos impelen a estabularnos en un estado de ansiedad perenne.
Recuerdo, con nostalgia, aquellos tiempos en los que tenías que esperar a llegar a casa para conectarte a internet; en los que te conectabas, con ilusión, a Messenger por la noche para ver si estaba, también, conectada la chica que te gustaba. Todo era más emocionante; porque, cuando puedes conseguir todo lo que deseas a golpe de clic, pierde buena parte de su encanto…
Dicho esto, cabe destacar que Dios es el único que puede aprovechar un mal para extraer de él un bien (incluso un bien mayor), dado que no hay otro ser que sea capaz de transfigurar la muerte en resurrección; hasta el punto de que nunca resucitaríamos si jamás muriésemos (algo paradójico y, a su vez, de una lógica aplastante). Por esto, precisamente, Cristo vino al mundo y se dejó crucificar: para redimirnos a través de su muerte y posterior resurrección; para que nos cerciorásemos de que hemos de morir primero a nosotros mismos si queremos resucitar en su nombre.
De hecho, en el Antiguo Testamento, viene reflejado una anticipación clarividente de este mensaje salvífico: cuando el profeta Jonás, impelido por su anhelo de redimir a los paganos de Nínive, se arrojó al mar, para ser tragado por una ballena y después escupido por ésta al tercer día (lo mismo que Jesús tardó en resucitar, para más inri). En otras palabras, murió a sí mismo y resucitó, en aras de hacer resucitar a los esperanzados ninivitas; quienes murieron a sí mismos a base de suplicar misericordia al Dios verdadero, tras haberles sido previamente anunciada -por Jonás- la irrupción de una catástrofe. En definitiva, el verse absolutamente desamparados y, por ende, rendidamente necesitados de la misericordia divina, les espoleó a morir a sí mismos, para depositar una esperanza -sin reservas- en el poder del Señor.
Porque Jesús nos dijo sin titubeos lo siguiente: «Sin mí no podéis hacer nada» (Juan 15:5). De aquí, que el teólogo Jacques Philippe, a fuer de esta cita del Evangelio, nos alentase a practicar la confianza y el abandono en Dios, es decir, a confiar en que nos puede redimir -e incluso hacer santos- «contra toda esperanza», por muy embarrados en el fango que nos encontremos.
En consecuencia, se da la paradoja de que Dios, aunque rechace el pecado, permite que pequemos, pero no porque le agrade nuestra pecaminosidad, sino debido a que si fuésemos inmaculados e incorruptibles, caeríamos en una tentación mayor: la de pensar que somos ilimitadamente virtuosos y autosuficientes, que no estamos necesitados ni de la ayuda ni de la misericordia del Señor; en definitiva, acabaríamos por aspirar a ser como dioses.
Esto último se debe a que la perfección humana (en todo su virtuosismo y esplendor), al no ser idéntica a la de Dios, tiene esta tendencia a la autodeificación, al autoendiosamiento, a forjar un complejo de autosuficiencia que rebasa los umbrales del paroxismo. Esto responde al hecho de que Adán y Eva, aun siendo perfectos (véase libres de toda tacha, puesto que no adolecían de pecado original) cayesen en la trampa tendida por el maligno; porque el diablo -tan ladino, tan taimado, tan astuto y revirado- sabía que, frente a unos seres humanos aureolados de perfección, la única manera que tenía de tentarles era ensoberbecerles, véase excitar su soberbia y orgullo; no disponía de otro frente por el que atacarles.
Algo similar a lo que les sucedió a Adán y Eva tuvo lugar en el corazón de San Pedro. Cuando éste le dijo a Cristo que él permanecería siempre a su lado, Jesús le replicó que, antes de que cantase el gallo, le habría negado tres veces. Este horrendo pecado fue permitido por Dios como una cura de humildad hacia San Pedro, con el objetivo de que, aún sintiéndose, por momentos, el pecador más miserable que había sobre la faz de la tierra, confiase con plenitud en la misericordia del Señor. Porque, ¿acaso la esperanza no necesita tocar fondo para ser verdadera?
Por consiguiente, la virtud de la humildad es la única que nos espolea a interiorizar el «sin mí no podéis hacer nada» que brotó directamente de los labios de Jesús; y este talante humilde es el que abre camino a que robustezcamos nuestra esperanza… Nuestra esperanza en que Dios puede conseguir cualquier cosa con nosotros, por muy desaprensivos, esquivos, díscolos y casquivanos que seamos. Lo que tenemos que hacer es pedírselo en oración con una fe capaz de mover montañas.
«Si tuviereis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: ‘Pásate de aquí allá’, y se pasará; y nada os será imposible» (Mateo 17:20).