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Ignacio Crespí de Valldaura

Miguel de Unamuno: ¿un ateo que quería creer en Dios?

Incluso en su error, nos hace partícipes de un argumento muy poderoso a favor de la religión, que es que, a todos, en el fondo, nos encantaría creer en Dios; puesto que ello haría todo más sencillo; y dado que nos brindaría un sentido definido, liberándonos, así, del «sentimiento trágico de la vida»

Actualizada 04:30

He vuelto a leer, con deleite y fruición, sobre la filosofía de Miguel de Unamuno (1864-1936) y me ha llamado poderosamente la atención su criterio, por formar parte de un pensamiento plagado de luces y sombras, de verdades que, tras ser matizadas, nos conducen hacia caminos erróneos; pero que, a priori, véase antes de ahondar en sus matices, nos obsequia con razonamientos que pueden fortalecer nuestra defensa del cristianismo desde un punto de vista filosófico. En resumen, su cosmovisión tiene bastante trigo, pero, también, mucha cizaña; y hay que saber separar ambas cosas a la hora de analizar sus ideas, en aras de evitar que nos alejemos de la fe.

A favor del cristianismo, Unamuno llegó a una conclusión que nos puede ser muy útil a la hora de vivir nuestra religiosidad. Esta reza así: «obra de tal modo que merezcas a tu propio juicio y a juicio de los demás la eternidad». Me parece una cita digna de encabezar un buen examen de conciencia.

Además, este filósofo cumbre dijo de la inmortalidad que es «el único verdadero problema vital», algo que nos convendría tener en consideración más a menudo, porque la muerte va a llegar en algún momento, y no sabemos el día ni la hora, razón por la cual tenemos que estar preparados. Como puso por escrito Oscar Wilde, en su carta De profundis, hemos de vivir el presente con el alma preparada para la venida del novio.

Ahondando en esta última cuestión, Unamuno se apoyó en aquella máxima de Spinoza que dice que «todo ser tiende a permanecer en su ser», para añadir lo siguiente: «es decir que tú, yo y Spinoza queremos no morirnos nunca y que este nuestro anhelo de nunca morirnos es nuestra esencia actual». En su novela Niebla, hizo explícito su anhelo de «soñar la vida que perdura siempre sin morir nunca»; pero todo lo dicho en este párrafo lo redondeó con esta conclusión de lo más encomiable: «el verbo hecho carne quiere vivir en la carne, y cuando le llega la muerte sueña en la resurrección de la carne».

Del párrafo anterior, extraigo la idea de que Unamuno une ese deseo de Spinoza de que «todo ser tiende a permanecer en su ser» a la lógica de que, para ello, es imprescindible que se dé «la resurrección de la carne»; lo cual me parece un formidable argumento filosófico para respaldar el sentido de que, en la vida eterna, resucitemos en cuerpo y alma, sin que se produzca una fricción entre ambas.

De su obra El Cristo de Velázquez, encontramos un razonamiento que nos puede servir para situar a las paradojas del cristianismo por encima del racionalismo, véase de esa fría racionalidad que no abre su mirada a lo trascendente. El fragmento en cuestión dice así: «Paradojas, parábolas y apólogos florecían lozanos de tu boca; no silogismos, no pedruscos lógicos al cuello de la mente cual collar». Ahora bien, la intención real de Unamuno fue distinta a la utilidad manifestada en este renglón, y es algo que abordaré más adelante.

Si el insigne filósofo Søren Kierkegaard, en su obra Temor y Temblor, reconoció a Abraham, padre de los creyentes, como «el caballero de la fe», Miguel de Unamuno le dio a Don Quijote el mismo tratamiento en Vida de Don Quijote y Sancho. De hecho, el escritor Juan Manuel de Prada, en su ensayo Una enmienda a la totalidad, reivindica la valentía y la bendita locura quijotesca para alejarse lo mayor posible de la moral sistémica, es decir, de los bastiones de esta modernidad tan secularizada.

Analizadas las luces del pensamiento de Unamuno, ahora, procederé a advertir sobre sus sombras.

En primer lugar, cabe considerar que su enaltecimiento de Don Quijote como «caballero de la fe» lleva implícita una idea equivocada: la de que el espíritu quijotesco es de corte puramente sentimental, vital y existencial, pero nada racional. De esta manera, Unamuno cayó en el error de separar fe y razón, para sublimar la primera, pero dejando al margen la segunda. Su pensamiento nos instiga a algo así como vivir cristianamente, como si ansiásemos llegar a la vida eterna, pero sin creer en Dios ni en el más allá, por considerarlo irracional. Esta cosmovisión tan particular me recuerda, en cierta medida (que no en su exactitud), a ese «ateísmo católico» ideado por Gustavo Bueno.

De hecho, este ideal unamuniano de vivir cristianamente sin creer en Dios ni en la eternidad puede ser considerando como la base de su filosofía, ampliamente desarrollada en obras como El sentimiento trágico de la vida y La agonía del cristianismo. A la sazón, su tragedia vital es no creer en la inmortalidad, porque aspirar a ella —y a la «resurrección de la carne— lo veía como un deseo connatural al hombre, pero, al mismo tiempo, irracional. De ahí, su agonos (agonía). Por esto, precisamente, sentenció que «lo racional es antivital».

El hecho de anhelar lo esencial —es decir, «la resurrección de la carne»— le generó una punzante frustración, por no ver este deseo connatural al hombre como algo racional. De esta guisa, que, al verse impedido para abrazar la esencia de la vida, se arrojase a vivir apasionadamente la existencia; a pesar de la incertidumbre, la agonía y la tragedia. A grandes rasgos, este enfoque constituye la base de su filosofía existencialista.

Sin embargo, el existencialismo unamuniano es bastante distinto al de otros filósofos existencialistas. Unamuno aceptaba el absurdo y el vacío en la esencia, al igual que Friedrich Nietzsche, Franz Kafka, Albert Camus y Jean-Paul Sartre, pero mientras él —ante dicha nada— orientaba su existencia a vivir de acuerdo con la esencia (pese a no creer en ella), los otros se lanzaban a cultivar una existencia alternativa, que nada tuviese que ver con esa esencia inexistente.

El existencialismo de Unamuno bebe fundamentalmente de la filosofía existencialista de Kierkegaard. En esta declaración del filósofo escandinavo, se puede percibir con claridad la poderosa influencia que ejerce sobre el protagonista de este artículo: «dejaba algo tras él y también se llevaba algo consigo: tras él dejaba su razón, consigo llevaba su fe; si no hubiera procedido así nunca habría partido, porque habría pensado que todo aquello era absurdo». En síntesis, ambos pensadores —el uno influenciado por el otro— incurrieron en la misma equivocación de separar razón y fe.

A juicio de Kierkegaard, la fe se vive apasionadamente, pero no se razona. Esto llevó a Unamuno a vivir «de tal modo que merezcas a tu propio juicio y a juicio de los demás la eternidad», pero sin creer en ella, puesto que la consideraba irracional. Por eso, al concluir que «la razón es antivital», huyó de la racionalidad y se arrojó en brazos de la vida, para vivir su existencia con pasión; algo propio de la filosofía vitalista de Henri Bergson y Arthur Schopenhauer, pero con una intención manifiestamente distinta, habida cuenta de que Unamuno, al menos, incardinó su modus vivendi a un malogrado ideal cristiano.

En consecuencia, Unamuno, al entender que «la razón es antivital», apostilló que «la verdad es lo que hace vivir, no lo que hace pensar». Por ello, precisamente, ubicó el mundo de los sentimientos por encima del mundo de la razón; algo que explicitó en estos términos: «el hombre, dicen, es un animal racional. No sé por qué no se ha dicho que es un animal afectivo o sentimental». Otra de sus citas más representativas al respecto dice así: «Piensa el sentimiento, siente el pensamiento (…) Lo pensado es, no lo dudes, lo sentido». Yo, por mi parte, creo que el hombre ya es un animal de por sí, véase un ser sentimental, por lo que decir de él que es un «animal sentimental» me resulta una redundancia. De hecho, lo que precisamente nos diferencia de los demás animales es el uso de la razón (amén de la existencia del alma), motivo por el cual la definición de «animal racional» me parece mucho más atinada.

En otras palabras, además de incurrir en esa falacia fideísta que divorcia a la fe de la razón, cayó en la vieja trampa romántica del sentimentalismo, al ensalzar una hegemonía de los sentimientos sobre la razón; en contra de una de las máximas de la escolástica de santo Tomás de Aquino, esa que aclara que el entendimiento es previo a la voluntad y la voluntad, una necesaria prolongación del entendimiento. Es cierto que los escolásticos admiten que los sentidos constituyen una parte elemental de la persona, y que, a través de estos, llega la información a nuestro cerebro; pero, aunque los sentidos actúen primero en este proceso y el intelecto después, la actividad intelectual goza de hegemonía, puesto que es la que estructura lo filtrado mediante los sentidos, y, por consiguiente, la que nos diferencia de los animales.

Imbuido de esta heterodoxia sentimentalista, Unamuno situó a la literatura por encima de la filosofía pura, de la filosofía entendida como un ejercicio de la razón. Esto le condujo a afirmar que el lenguaje es la base de nuestro pensamiento, y no que el pensamiento precede al lenguaje. Por esto, en su obra El Cristo de Velázquez, sostenía que las «paradojas, parábolas y apólogos» nos permiten comprender mejor la realidad que esos «pedruscos lógicos» llamados «silogismos».

En sintonía con lo expuesto en el párrafo anterior, considero pertinente traer a colación el siguiente fragmento de Unamuno: «pues abrigo cada vez más la convicción de que nuestra filosofía, la filosofía española, está líquida y difusa en nuestra literatura, en nuestra vida, en nuestra acción, en nuestra mística, sobre todo, y no en sistemas filosóficos. Es concreta…».

En torno a la hegemonía que Unamuno le otorga a la literatura sobre la filosofía, coincido en que colocase a las paradojas por encima de los silogismos, pero, desde mi punto de vista, esto no se debe a que la literatura supere a la filosofía, sino, precisamente, a que todo ejercicio literario lo considero como una manera de filosofar; porque entiendo la literatura como un apéndice de la filosofía, como un instrumento de transmisión de esta, además de como una de sus hijas predilectas. Separarlas es, a mi juicio, un error garrafal, un auténtico crimen intelectual.

Por otro lado, la paradoja me parece una de las dimensiones más profundas de la filosofía, además de lo contrario a la contradicción. Parafraseando al pensador católico G.K. Chesterton, la verdad es paradójica; y por ello, a mi juicio, lo paradójico no puede ser contradictorio. Ahora bien, Unamuno entendía la paradoja como un recurso literario alejado de la razón filosófica, amén de como una contradicción; y, por ello, vivir en la contradicción le parecía un acierto, por ser algo que estaba íntimamente conectado con «el sentimiento trágico de la vida» en el que se basaba su pensamiento.

Fruto de este enaltecimiento de la contradicción, brotaron de sus labios los siguientes juegos de palabras: «oye mi ruego, tú, Dios que no existes»; «la oración del ateo»; «mi religión es buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad»; así como «luchar por la vida y vivir en la lucha».

Si Unamuno y yo —salvando las distancias— convergemos en nuestra fascinación ante la paradoja, él las adora porque piensa que es lo mismo que la contradicción, y yo, porque las concibo precisamente como lo contrario a la contradicción. Si Unamuno emancipa a la fe de la razón, para unir fe con sentimentalismo, yo soy favorable a que la razón se encuentre supeditada a la fe y que los sentimientos guarden una íntima avenencia con ambas. Si Unamuno sitúa a la literatura y al lenguaje por encima de la razón filosófica, yo percibo que tanto la literatura como el lenguaje son dos de los grandes vehículos de la filosofía. Y, por último, si a Unamuno le gustaría creer en Dios y en el más allá, yo sí que creo.

A esto, he de añadir que si Unamuno —y el resto de los existencialistas— veían el absurdo y el vacío en la esencia para arrojarse en brazos de la existencia, yo, por el contrario, identifico numerosos absurdos y huecos en vivir una existencia alejada de la esencia, esencia en la que no veo ninguna absurdez ni cavidad sin rellenar (aunque muchas cosas excedan a nuestra limitada capacidad de entender, lo cual es otra cosa).

Como colofón, he de reconocer que Unamuno, incluso en su error, nos hace partícipes de un argumento muy poderoso a favor de la religión, que es que, a todos, en el fondo, nos encantaría creer en Dios, al considerar que es un deseo connatural al hombre; puesto que «todo ser tiende a permanecer en su ser», y, por consiguiente, «el verbo hecho carne quiere vivir en la carne, y cuando le llega la muerte sueña en la resurrección de la carne».

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