La mejor manera de honrar la memoria de Charlie Kirk
Pongámonos el siguiente objetivo: perdonar a cualquier imbécil que nos haya hecho daño, por indecible que sea el agravio; y, por supuesto, sin atrevernos a dudar de regalar nuestro perdón a quién haya tenido un feo con nosotros de menor envergadura
La viuda de Charlie Kirk ha obsequiado al mundo con un testimonio propio de los santos: el de ser capaz de perdonar al asesino de la persona que más quieres de la faz de la tierra; algo de lo que deberíamos de tomar ejemplo de inmediato en nuestra vida cotidiana, en las cosas pequeñas de cada día, dado que seremos juzgados por cómo nos desenvolvamos con éstas (y no tanto por nuestras grandes gestas). Las Sagradas Escrituras no pueden más explícitas a este respecto: «El que es fiel en lo poco, también en lo mucho es fiel; y el que en lo poco es injusto, también en lo mucho es injusto» (Lucas 10, 16).
Así pues, en este preciso -y precioso- instante, solidaricémonos con Erika Kirk a base de ponernos el siguiente objetivo: perdonar a cualquier imbécil que nos haya hecho daño, por indecible que sea el agravio; y, por supuesto, sin atrevernos a dudar de regalar nuestro perdón a quién haya tenido un feo con nosotros de menor envergadura.
Sobre todo, porque, si lo piensas detenidamente, quien le guarda rencor a alguien, no le está aplicando justicia alguna a esa persona (nada va a cambiar para ella), pero sí que te estás perjudicando a ti mismo, por perderte una oportunidad inédita para pegar un salto de gigante en tu vida cristiana. Detente unos segundos a pensarlo. Hazlo por Charlie Kirk; y por San Juan Pablo II, quien tuvo la heroica deferencia de perdonar a Ali Agca en persona, aquel terrorista que le descerrajó unos tiros con el objetivo -fallido- de matarle.
A la sazón, amar a quienes nos aman está fenomenal, puesto que es un gesto imprescindible para el desarrollo de nuestra vida cristiana (además de una muestra encomiable de cortesía, correspondencia y buena educación). Ahora, quedarnos en eso, no ir más allá, ¿qué mérito tiene? Si Jesucristo hubiese venido al mundo tan sólo para ofrecer su amor a quienes le hubiesen correspondido, no hubiera amado a casi nadie (ni siquiera a San Pedro, quien le negó tres veces, para después redimirse con su profundo arrepentimiento).
En síntesis, si Cristo se dejó crucificar por culpa -y por la redención- de todos nosotros, ¿quiénes somos nosotros, culpables de semejante atrocidad, para negarle el perdón a alguien? ¿Acaso perdonar hasta a aquellos que no son amables -como diría Chesterton- no es la mejor manera de imitar el ejemplo de la crucifixión? Detente unos segundos a pensarlo.
Como decía William Shakespeare, en su obra de teatro Hamlet, «si a los hombres se les hubiese de tratar según merecen, ¿quién escaparía de ser azotado?». En otras palabras, si a todos nos fuese aplicada la justicia en toda su desnudez, sin ningún atisbo de misericordia, ninguno de nosotros se libraría del azote divino. Por esta razón, precisamente, carecemos de todo derecho para negarle el perdón a alguien. La humildad es la única virtud que nos reviste de la capacidad de entender este mensaje. Ser reacio a comprenderlo -y a asumirlo como propio- no es otra cosa que una exhibición de soberbia y majadería.
En el Padrenuestro, le rogamos a Dios que perdone «nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden»; es decir, que nos será aplicado el perdón en la medida que nosotros lo hayamos suministrado con el prójimo. Por lo tanto, cuanto más generosos seamos a la hora de perdonar (hasta el punto de considerarnos tontos o buenazos), más desprendido será el Señor a la hora de juzgarnos cuando nos llegue la hora, «porque con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados, y con la medida con que medís, se os medirá» (Mateo 7, 2).