Fundado en 1910
Ignacio Crespí de Valldaura

Las paradojas cristianas, más racionales que las síntesis y las contradicciones ateas

El pensador católico es capaz de diferenciar lo puramente racional de lo puramente sensorial, pero sin negar la imprescindible complementariedad e influencia mutua entre ambas realidades

En varias de mis publicaciones, he defendido, con un extenso abanico de ejemplos, que las paradojas que nos brinda el catolicismo son lo contrario de las contradicciones, por muy contradictorio que lo paradójico pueda parecer.

Porque la fe católica nos enseña que Cristo murió por todos nosotros, pero no para morir en sentido estricto, sino con el fin de resucitar. En esta paradoja, no cabe atisbo de contradicción, puesto que sigue una secuencia lógica: para renacer es imprescindible fallecer antes. Con esto, Jesús nos quiso alentar a que muriésemos a nosotros mismos para resucitar como hombres nuevos en su nombre.

También, la Palabra de Dios nos desvela que la verdadera esperanza necesita, en algún momento, forjarse en el fuego del sufrimiento bien entendido, porque una esperanza que no es capaz de mantenerse incólume en los verdaderos pozos de dolor no es una esperanza sincera. Así pues, «esperar contra toda esperanza» es aquello que nos permite asumir el consabido «sin mí no podéis hacer nada» de Jesús, para depositar un abandono y una confianza sin reservas en que el poder de Dios puede rescatarnos de cualquier abismo. Cabe destacar que esta paradoja, también, sigue una secuencia lógica, por lo que no media atisbo de contradicción.

El elenco de ejemplos al respecto, más que ser extenso, es infinito. A los desarrollados en los dos renglones anteriores, me gustaría añadir el hecho de que la venida de Cristo al mundo trajese consigo, como decía Oscar Wilde, «ojos para los ciegos, oídos para los sordos, y un grito en los labios de quienes tenían la lengua atada». Estas paradojas, también, siguen una secuencia lógica, puesto que ofrece una fe que es capaz de percibir las cosas incluso aunque tengamos «los ojos cerrados», tal y como puntualiza el escritor Enrique García-Máiquez; porque «lo esencial es invisible a los ojos», en palabras de Antoine de Saint-Exupéry (autor de El Principito). Ya nos lo reveló San Pablo en estos términos: «las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas» (2, Cor 4,18).

Como he dicho con anterioridad, la floresta de ejemplos al respecto es infinita; y considerando que muchos de ellos ya los he desarrollado con parsimonia en otras de mis publicaciones, ahora, me voy a centrar en contrastar esta racionalidad de las paradojas cristianas con la irracionalidad de las síntesis y las contradicciones ateas.

Circula un vídeo en internet en el que sale un señor alegando que hay que tener demasiada fe para ser ateo, porque supone creer en una existencia que proviene de la nada, en un orden originado por el caos y en una razón que no hubiese brotado del intelecto de una inteligencia superior. Aquí, también, se esbozan tres paradojas, pero con una diferencia elemental: ninguna de ellas sigue una secuencia lógica. Más bien todo lo contrario: todas ellas carecen sentido. Son diametralmente contradictorias.

No hay manera racional de armonizarlas, a contrario sensu de las paradojas que nos ofrece el catolicismo: donde para resucitar hay que morir antes; donde para alcanzar una esperanza sin reservas es necesario pasar por «puertas estrechas», en aras de ser capaces de «esperar contra toda esperanza»; y donde Cristo nos obsequia con su voz a los silenciados, con sus ojos a los ciegos y con sus oídos a quienes sufren de sordera. En este caso, sí que se produce una armonía, una reconciliación, una secuencia lógica, y no una contradicción; ni una solución intermedia a un conflicto entre ideas.

Dicho esto, procedo a desarrollar las diferencias entre las paradojas cristianas y las síntesis modernas; estas últimas consistentes en la búsqueda de una solución intermedia a un conflicto entre ideas. En este sentido, cabe considerar que mientras el catolicismo reconcilia pareceres aparentemente contrapuestos y los armoniza en una secuencia lógica y coherente, algunos pensadores heterodoxos intentan solucionar este dilema con una regla de medir: bosquejan una solución intermedia que, más que armonizar y reconciliar dichas ideas, cristaliza en una síntesis contradictoria -e incluso conflictiva- entre tales ideas; y en la escolástica (o vertiente filosófica del catolicismo), no existe tal relación de conflictividad, sino de armonía, de reconciliación, de complementariedad.

Procedo a esgrimir un ejemplo que considero bastante esclarecedor: un intelectual heterodoxo, ante el conflicto entre una serie de virtudes y de pecados, buscaría una solución intermedia, cuyo resultado sería un conjunto de virtudes a medias o de medias verdades, véase el triunfo de los pecados con una menor graduación que los pecados iniciales (algo así como la victoria del lobo, pero con piel de cordero, con un cariz más sibilino).

En esto, consiste el idear una síntesis moderna. En contraposición, el pensador católico recogería los frutos de las virtudes sembradas y aprovecharía los pecados para extraer un bien mayor de éstos a través del arrepentimiento y del aprendizaje por los errores cometidos. Su solución no sería la de una síntesis intermedia a un conflicto, sino la armonización virtuosa de las realidades en pugna, su justa complementariedad; y, además, articuladas en una estructura coherente, sin atisbo de contradicción. Por todo esto, no hemos de confundir la búsqueda del equilibrio con la gestación de una síntesis (dos conceptos antagónicos que pueden ser confundidos como iguales con bastante facilidad).

De hecho, el pensador Friedrich Hegel fue un experto acreditado en la fabricación de síntesis heterodoxas, al calor de su tríptico tesis-antítesis-síntesis. Según este modus operandi hegeliano, la tesis sería lo que hay; la antítesis, una realidad antagónica que le oponemos a la tesis; y la síntesis, el resultado del conflicto entre la tesis y su antítesis; y tal síntesis pasaría a ser la nueva tesis (y, así, sucesivamente). Sobre esta quimera, el filósofo Sir Roger Scruton nos advirtió, en su ensayo Breve historia de la filosofía moderna, de que corremos el riesgo de que a la existencia (como tesis) se le oponga la nada (a modo de antítesis) y ello traiga consigo un avance moderado de la nada (en forma de síntesis); algo muy similar, por no decir idéntico, a lo que he desarrollado en el párrafo anterior sobre el resultado de alumbrar una síntesis entre la virtud y el pecado.

Hegel, al paraguas de su trípode tesis-antítesis-síntesis, llegó a la conclusión de que, en el mundo antiguo o precristiano, la tesis era la época de la mitología; su antítesis fue el descubrimiento de la razón (véase el tránsito de los mitos al logos); y la síntesis de ambas realidades en conflicto, la venida de Cristo al mundo (donde, en su relación de fe y razón, la fe sería el mito y la razón, el logos). Por muy astuta y convincente que pudiese parecer esta teoría hegeliana, alberga un error fundamental: la fe y la razón del catolicismo no es el resultado de enfrentar ambas dimensiones para llegar a un punto intermedio (como si de unas capitulaciones o de un armisticio se tratase), sino que la fe es entendida como un estadio superior de la razón, como supra-razón (en palabras de Santo Tomás de Aquino); por lo que no es fruto de una síntesis tras un conflicto entre la fe y la razón, sino la razón elevada a un estadio superior, véase un reforzamiento y evolución de ésta, una ampliación de sus límites, de sus lentes, de su mirada (y no una cesión de lo racional en favor de lo irracional para llegar a un punto intermedio entre estas dos realidades).

Aquí, volvemos a ver la diferencia entre lo que supone una síntesis moderna (basada en la búsqueda de una solución intermedia entre dos realidades en conflicto) y la armonización propia del catolicismo (donde la fe es supra-razón y la razón está en consonancia con la fe). La escolástica -o vertiente filosófica del catolicismo- vuelve a reconciliar dos dimensiones aparentemente contradictorias, a trabar una relación coherente y complementaria entre ambas, y no a enfrentarlas entre sí para llegar a un acuerdo incoherente ante semejante enfrentamiento. Por algo, diría Chesterton que los ríos de la filosofía y la mitología se encuentran en el mar de la cristiandad.

Un ejemplo adicional de la diferencia entre síntesis moderna y armonía católica lo podemos ver en la siguiente discrepancia filosófica entre Immanuel Kant y los escolásticos (o filósofos católicos).

A juicio de Kant, no existe nada que no pueda ser encuadrado o clasificado en las dimensiones espacio-tiempo (un postulado extremadamente empirista), para, justo después, llegar a la conclusión de que la realidad exterior no goza de existencia, ya que es nuestra mente la que permite que exista al ordenar las cosas espacio-temporalmente dentro de la misma (una visión excesivamente idealista, lo contrario del empirismo previo que le ha llevado a tal idealismo; en resumen, una contradicción en toda regla). Tras leer esto con detenimiento, es lógico que nos preguntemos lo siguiente: si nada existe, según Kant, fuera de la mente, ¿Cómo es posible que necesite percibir las cosas espacio-temporalmente antes de ordenarlas como tal en su cabeza? Ante esta incoherencia, el célebre filósofo respondería que lo que habita fuera de nuestra mente es un «caos de sensaciones» que la mente se encarga posteriormente de ordenar (en otras palabras, le echó un poco de jeta para salir airoso de esta contradicción y que no se desmoronase su teoría).

Sin embargo, los escolásticos fueron capaces de armonizar lo racional con lo empírico (lo que hay dentro de nuestra mente y fuera de ésta) sin caer en los ismos del empirismo ni del idealismo; y sin incurrir en ninguna contradicción. Según la escolástica, la razón prevalece sobre los sentidos, puesto que es lo que nos diferencia de los animales y lo que nos permite realizar procesos de abstracción, pero, a su vez, reconoce que todo lo que llega a la razón es previamente filtrado por los sentidos (algo recogido en el aforismo latino Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu). En otras palabras, el pensador católico es capaz de diferenciar lo puramente racional de lo puramente sensorial, pero sin negar la imprescindible complementariedad e influencia mutua entre ambas realidades.

Tras todo lo dicho, me reafirmo en mi teoría: la paradoja cristiana es lo contrario de la contradicción; y más racional que las síntesis y contradicciones ateas.

comentarios
tracking

Compartir

Herramientas