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Ignacio Crespí de Valldaura

Quien va de progresista, se convierte en alguien demasiado antiguo

No es de extrañar que quien se curva ante el yugo de la modernidad anticristiana, del progresismo laicista, más que progresar, termina retrocediendo a los bastiones y las quimeras de la era precristiana

Decía G.K. Chesterton que quien hace ímprobos esfuerzos por caminar diez minutos por delante de la verdad, termina yendo dos mil años por detrás. En este sentido, Oscar Wilde alertó del peligro de que uno fuese demasiado moderno, porque se acabaría transformando en alguien demasiado antiguo. De hecho, Friedrich Nietzsche, en su celo por ir más allá de la moral, por abrazar lo extramoral, admitió que ello le abocó a estabularse en lo premoral; en otras palabras, su afán por superar los límites del cristianismo bebía del paganismo precristiano (algo que él mismo reconocía).

Así pues, no es de extrañar que quien se curva ante el yugo de la modernidad anticristiana, del progresismo laicista, más que progresar, termina retrocediendo a los bastiones y las quimeras de la era precristiana. Más que avanzar, se retrotrae.

Una prueba fidedigna de ello es que las corrientes progresistas contemporáneas beben nada más y nada menos que de una teoría de Heráclito de Éfeso, un filósofo ubicado entre el siglo VI y V antes de Cristo, del periodo presocrático, anterior a que los griegos clásicos descubriesen la razón. En otras palabras, se trata de un erudito que pertenecía a una era que aún no había pasado del mitos al logos, es decir, en la que los pensadores basaban sus postulados en creencias mitológicas o cosmológicas, véase mágicas, fabuladas y supersticiosas, sin una base racional sobre la que sostenerse.

Dicha teoría de Heráclito de Éfeso es el fundamento de una parte elemental de la filosofía de Friedrich Hegel, uno de los padres intelectuales del progresismo contemporáneo (por no decir el padre). Esta creencia presocrática, anterior al tránsito del mitos al logos, véase previa a que el pueblo griego descubriese la razón, consiste en creer en una especie de progreso indefinido, que no posa la mirada atrás, que avanza hacia adelante sin tener en cuenta los elementos del pasado, como un fuego que lo devora todo a su paso y como una corriente de agua que no discurre dos veces por el mismo sitio. De ahí, la locución griega Pánta rheî («todo fluye» o «todo está en movimiento»).

En síntesis, la ideología progresista, además de estar fundada en una creencia mitológica e irracional, nos hace retroceder a los siglos V y VI antes de Cristo, época en la que Heráclito de Éfeso ideó esta teoría. De esta guisa, ¿No resulta rematadamente contradictorio confiar en un progreso indefinido basado en una filosofía tan sumamente antigua y anterior al descubrimiento de la razón?

Esto es así debido a que cuando uno se aleja del cristianismo corre el riesgo de retroceder a la era precristiana. Además de las citas de Chesterton y Oscar Wilde mostradas al inicio de este escrito, y de los ejemplos de Heráclito, Hegel y Nietzsche, la historia de la filosofía posterior a la escolástica -o filosofía católica- de Santo Tomás de Aquino lo corroboran con una clarividencia irrefutable. Es más, un ateo ilustrado -e intelectualmente honesto- lo reconocería sin temblores de muñeca; amén de que sería demasiado probable que su pensamiento filosófico estuviese cimentado bajo creencias anteriores a la venida de Cristo al mundo.

A la sazón, tras la ruptura con la escolástica de Santo Tomás de Aquino, la mayoría -por no decir todos- los eruditos heterodoxos que han hecho mella en la historia de la filosofía fundaron sus teorías en creencias precristianas.

René Descartes, por ejemplo, volvió la mirada a Platón al esculpir su «pienso, luego existo», por inculcar que existimos por nuestra consciencia mental al margen de nuestro cuerpo, algo muy parecido a creer en el alma de las personas sin tener en cuenta su identidad corporal; y, también, cayó en el pitagorismo al concluir que sólo podemos declarar como cierto aquella parte de la realidad avalada por la precisión matemática (teoría que, para más inri, estaba abiertamente inspirada en el geometrismo de Euclides, matemático ubicado en el siglo IV antes de Cristo).

Spinoza y Leibniz, por su parte, forjaron su pensamiento en el panteísmo, es decir, en la creencia de que Dios lo es todo (incluso nosotros, como si fuésemos un apéndice o extensión de Él); una idea que, por cierto, brotó del filósofo presocrático Parménides de Elea, quien ejerció su magisterio intelectual en el siglo VI antes de Cristo, lo que le convierte en coetáneo del citado Heráclito de Éfeso.

Jean-Jacques Rousseau, verbigracia, confiaba en el caos como el motor del orden, algo muy similar a lo defendido por el filósofo presocrático Anaximandro a través del concepto ápeiron; en virtud del cual la realidad estaría regida por la fuerza oculta de «lo ilimitado» o «lo indefinido». Rousseau, además, al identificar que los avances tecnológicos no contribuían al progreso moral de la sociedad (algo en lo que, desde mi punto de vista, alberga buena parte de razón), llegó a la conclusión rocambolesca de que había que volver la mirada a un mundo pretecnológico de corte ruralista (y, a mi modo de verlo, tribal), en el que cada persona pudiese llegar a ser un «buen salvaje»; al paraguas de su idea de que somos buenos por naturaleza y que, por consiguiente, la malicia que nos acecha se debe a que la educación recibida es su causa, pues adultera nuestra bondad natural de buenos salvajes.

Para Schopenhauer, verbigracia, la esencia del mundo no es racionalidad ni Dios, sino una «voluntad ciega e irracional», algo que se relaciona con la concepción hindú del deseo (kāma) y del ciclo del sufrimiento (saṃsāra) que nace del anhelo constante. En el hinduismo, Māyā es el velo de la ilusión que oculta la verdadera realidad (Brahman). Schopenhauer adoptó esta idea al afirmar que el mundo que percibimos es una representación, una construcción del sujeto. No conocemos las cosas en sí mismas (nóumeno), sólo sus apariencias.

En síntesis, si hacemos un recorrido por la historia de la filosofía, podremos cerciorarnos de que las corrientes heterodoxas posteriores a la escolástica de Santo Tomás de Aquino tienen su punto de partida en quimeras anteriores a Cristo. Los revolucionarios franceses hacían alusión a la diosa razón (una manera explícita de deificar y paganizar su racionalismo); los que piensan que la explicación de todo se encuentra determinado por el deambular de los átomos posan su mirada sobre el atomismo de Demócrito de Abdera, pensador ubicado en los siglos V y IV a.C., anterior a que los griegos descubriesen y apelasen a la razón; aquellos gafapasta que opinan que todo nuestro ser se limita a ser fuego, tierra, mar y aire son imitadores de Empédocles de Agrigento (también, situado cronológicamente en la quinta centuria previa a la venida de Jesús al mundo); etcétera, etcétera, etcétera…

No cabe duda de que quien va de progresista, se termina transmutando en alguien demasiado antiguo…

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