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Ignacio Crespí de Valldaura

Increíble experimento entre un vagabundo y un atleta

Que nadie, ávido de orgullo y soberbia, se crea virtuoso e invencible, porque su virtud y reciedumbre, a falta de un Dios que las sostenga, flaquearían en lo que tarda en cantar un gallo

Venerable lector, el experimento que cito en el titular de esta columna semanal forma parte de un cuento breve -o relato corto de ficción- que llevo días ideando; razón por la cual será un placer inenarrable narrártelo en los renglones ulteriores. Se trata de una fábula con una moraleja de un valor cristiano incalculable, que puede cambiar la percepción que tienes tanto de ti mismo como de otras personas. Se abre el telón:

Érase una vez un atleta y un vagabundo que decidieron ofrecerse como voluntarios para un experimento sociológico de gran envergadura, decisivo para entender una parte elemental del comportamiento humano. El estudio en cuestión había sido cavilado -y sería pergeñado- por el inspector Pepone, un detective especializado en resolver casos a base de bucear hasta las primeras causas de las cosas. El método que aplicaba en sus pesquisas no podía tener un cariz más escolástico.

El sabueso de Don Pepone ofreció una pastilla roja y otra blanca al atleta y al vagabundo, respectivamente. Esta medicación experimental tardaría un máximo de veinticuatro horas en hacer efecto y los voluntarios tendrían que tomársela nada más que cada tres días. A los seis meses, ambos estarían convocados para volver a reunirse con el inspector (y artífice de este experimento), con el objetivo de que le contasen, con pelos y señales, el desarrollo de los acontecimientos vividos hasta la fecha en cuestión.

El atleta, quien se caracterizaba por ser una persona bastante diestra, ducha y avezada en casi todos sus quehaceres (lo que popularmente se conoce como ser ‘un domperfecto’), vio cómo su talante virtuoso fue entrando en barrena. La implacable fuerza de voluntad y determinación que le caracterizaban decayeron hasta límites que no conocen órbita. Su floresta o amplia gama de resortes motivadores no le sirvieron de nada para levantar el vuelo y volar como lo hacía antes. Su ardiente vitalidad había quedado extinguida. No podía encontrarse más embotado, entumecido y abotargado. Se hallaba huérfano de todo empuje, arrojo, denuedo y ahínco. Un purasangre había sido derrotado.

Al vagabundo, por su parte, le sucedió todo lo contrario. Su vida había dado un giro copernicano. Sufrió una purificación interior sin precedentes, una catarsis tan insólita como paradigmática. Se había forjado un hombre nuevo. Esto no significa que dejase de costarle esfuerzo alcanzar sus metas, pero notaba que estaba revestido de una fuerza especial que le empujaba -como si de una mano invisible se tratase- a perseguir, sin desfallecer, todos sus sueños.

En resumen, la pastilla roja había inhibido al atleta en sus facultades, y la blanca consiguió despertar al vagabundo de su letargo. Con esto, el inspector Pepone quería demostrar lo dependientes que somos de la ayuda de Dios, a pesar de nuestra libertad de obrar.

Lo que Don Pepone quería decir es que a alguien que es muy virtuoso, si le quitas de un plumazo los dones y la estabilidad emocional que Dios le ha dado, es casi seguro que pierda todas sus virtudes; mientras que a alguien que es un poco desastre, si Dios le regalase los dones y la estabilidad emocional que le otorgó al virtuoso, es muy probable que remontase. En base a esto, a pesar de que tengamos una libertad de obrar, no sabemos hasta qué punto ésta se encuentra auxiliada por aquellos bienes que el Señor nos ha concedido.

Don Pepone, tras escuchar sendos testimonios con deleite y parsimonia, sentenció: «En todos estos meses, habéis aprendido una impagable lección de vida. Nadie es verdaderamente independiente, por libre y responsable de sus actos que sea. Cualquier persona, por virtuosa que parezca, depende mucho más de lo que piensa de los dones y la estabilidad emocional que Dios le ha dado. A fuer de este experimento, hemos podido comprobarlo desde las dos caras de la moneda».

Tras hacer una breve pausa y limpiar el sudor que perlaba su frente, agregó: «Por un lado, quien parecía que era implacable, a falta de una muleta sobre la que sostenerse, ha sido derrotado. Por otro, el que aparentaba ser alguien sin redención, ha resurgido de las cenizas como un ave fénix, gracias a la ayuda que le ha sido proporcionada. Por consiguiente, no cabe duda de que todos estamos en manos del Señor. Por mucha libertad personal que nos haya sido obsequiada, no sabemos hasta qué punto dicha libertad se encuentra auxiliada por el poder de Dios».

Después de surcar el firmamento con la mirada (con una mirada luminosa), apostilló: «En base a la lección aprendida, que nadie, ávido de orgullo y soberbia, se crea virtuoso e invencible, porque su virtud y reciedumbre, a falta de un Dios que las sostenga, flaquearían en lo que tarda en cantar un gallo. Y a quien se le ocurra juzgar a una persona por la carestía de su virtuosidad y entereza, que se detenga a pensar que podría estar en su lugar a falta de los dones y la estabilidad emocional que le han sido otorgadas desde lo alto».

Fin del cuento.

En lo que respecta a nuestra manera de ver al vagabundo del relato, me parece imprescindible aludir al siguiente pasaje de San Mateo (7, 1-5): «En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 'No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque seréis juzgados como juzguéis vosotros, y la medida que uséis, la usarán con vosotros. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: 'Déjame que te saque la mota del ojo', teniendo una viga en el tuyo? Hipócrita: sácate primero la viga del ojo; entonces verás claro y podrás sacar la mota del ojo de tu hermano'».

En lo concerniente a la manera que tiene un virtuoso domperfecto -como el atleta- de verse a sí mismo, me gustaría concluir con la siguiente cita del Padre Pío, el santo de Pietrelcina: «Todo el bien que hay en mí me lo ha prestado Dios; glorificarme de lo que no es mío sería una locura».

Por todo lo dicho, cuando paso por etapas en las que me veo más desastre (como el vagabundo del relato), no caigo en la desesperación, sino que le rezo a Dios con esperanza en que Él me saque del agujero en el que me hallo inmerso; y, por el contrario, cuando me encuentro en un momento de gloria y esplendor (como le sucede al atleta de la fábula), procuro no caer en la vanagloria ni en sentirme autosuficiente, sino que le pido al Señor que me sostenga. En síntesis, que el éxito no se nos suba a la cabeza, ni el fracaso nos toque el corazón. Abandonémonos y confiemos sin reservas en el Altísimo, tanto en los episodios de vacas flacas como de vacas gordas.

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