Fundado en 1910
Ignacio Crespí de Valldaura

¿Es Pedro Sánchez, en realidad, mala persona?

No me atrevo a responder -a mi propia pregunta- con una seguridad implacable, pero sí que tengo una fe resuelta en que sería bastante mejor persona (lo cual no es demasiado complicado, huelga matizar)

Act. 24 ago. 2025 - 07:32

Soy plenamente consciente de que el encabezado de este artículo va a estremecer a más de una persona. Lejos de ensalzar la figura de este personaje tan nefasto para la historia latente -y candente- de España , me voy a permitir una osadía de lo más impertinente (por no decir imperdonable): ¿Sería Pedro Sánchez un villano si no estuviese metido en política?

No me atrevo a responder -a mi propia pregunta- con una seguridad implacable, pero sí que tengo una fe resuelta en que sería bastante mejor persona (lo cual no es demasiado complicado, huelga matizar). De hecho, pudo ver, a través de interné, alguna entrevista que le hicieron al presidente del Gobierno antes de que ocupase el cargo; y vi a un Pedro Sánchez que comía carne (e incluso chorizo), que partía amablemente con un carnicero, que daba a entender que su mujer - Begoña - cocinaba más y mejor que él… Es decir, pude percibir que, detrás de su máscara de déspota progresista, se escondía una persona relativamente normal.

También, he sido testigo, a base de surcar los océanos de interné, de cómo Yolanda Díaz era capaz de sonreír, de mostrarse simpática, de reconocer que bebía alcohol, que se preocupaba por su familia y que podía tener amigos con una manera distinta de pensar a la de ella.

¿A dónde quiero llegar con tales apreciaciones? Pues, lisa y llanamente, a que la obsesión con la política envilece al hombre, dado que saca de las interioridades de nuestro Doctor Jekyll a nuestro infame Mr. Hyde; porque nos sumerge en una realidad virtual -véase irreal- resabiada de utopías, ensoñaciones y odios, que le alejan a uno de vivir la cotidianeidad con normalidad, responsabilidad y bonhomía; es decir, que nos disuade de preocuparnos por lo que de verdad importa: la familia, la bondad, el trabajo, las aficiones, la lectura… Y nuestra relación con Dios, por qué no decirlo…

Es más, me atrevo a decir que los personajes citados no destilarían tanto rechazo hacia la Religión Católica de no estar intoxicados por un exceso de politiqueo; ni serían tan proclives al wokismo , ni a su consiguiente neolengua, de no ser por su obsesión con el estructuralismo ideológico. Serían mucho más normales de lo que aparentan ser: puesto que el endiosamiento de la política, el hecho de vivirla como una idolatría, a modo de religión pagana, desnaturaliza a las personas, para sumirlas en una especie de realidad virtual que poca relación guarda con lo real… con lo tangible… con el pan de cada día…

Decía Adam Zagajewski, en su formidable ensayo Solidaridad y soledad , que un exceso de ideología nos apea de tres de las cosas más importantes de nuestra vida: el cultivo de la alegría, el dolor (bien entendido) y el luto; debido a que, como acaba de decir, nos sumergimos en una realidad virtual que poco tiene que ver con el pan de cada día, con nuestras preocupaciones y responsabilidades cotidianas…

Verbigracia, el pensador y periodista germano Alexander Grau, en su obra Hypermoral , acuña la noción de «humanitarismo abstracto», entendida como esa tendencia contemporánea a desgastarse en la contemplación de los grandes males planetarios mientras se descuida lo próximo, aquello que verdaderamente está a la mano; es decir, se sacrifica el «humanitarismo concreto». Grau subraya cómo hemos dejado de atender al prójimo inmediato para abrazar ideales grandilocuentes en torno a la humanidad entera. Así, relegamos a los ancianos a residencias por resultar incómodos para nuestra rutina, mientras nos prodigamos en marchas y proclamas por la justicia universal. Y no es casual: la sacralización de la política nos ha conducido inexorablemente a esta paradoja.

Fiódor Dostoievski refrendó esta idea con la lucidez implacable que lo caracteriza, al dejar escrito en Los hermanos Karamazov: «Cuando más amo a la humanidad en general, menos amo a la gente en particular». En la misma sintonía, se expresó Alexis de Tocqueville, cuando advirtió: «Dios no piensa en el género humano en general. Ve separadamente a todos los hombres, y percibe a cada uno de ellos con los parecidos que lo acercan a todos y con las diferencias que lo separan».

Benedicto XVI nos previno con insistencia del riesgo de elevar la política por encima de Dios. Recordaba, a modo de ejemplo, cómo Poncio Pilato sometió a plebiscito la elección entre salvar a Cristo o a Barrabás, y cómo el pueblo, seducido por la figura de un supuesto mesías social, prefirió al bandido y entregó al Hijo de Dios a la muerte. En otras palabras: la multitud optó por el indulto de un caudillo terreno y rechazó al Mesías divino.

Este difunto Papa precisaba, además, que en el Evangelio de Juan, Barrabás aparece designado como un «bandido» (Jn 18,40), término que, en la Palestina convulsa de entonces, podía equivaler a «luchador de la resistencia». San Marcos añade que participó en una revuelta y que fue acusado de homicidio (Mc 15,7). La figura de Barrabás, pues, no era la de un vulgar delincuente, sino la de un agitador político exaltado y vociferante.

Benedicto evocaba también que uno de los motivos de la persecución de Herodes contra el Niño Jesús fue la sospecha de que se tratase de un rey rival. Cristo vino al mundo como Rey en un tiempo en que los emperadores eran deificados, con el propósito de quebrar esa idolatría del poder para devolver la soberanía únicamente a Dios.

Como colofón, el de afirmar que la historia moderna, cada vez que se ha intentado destruir la fe en Dios, el Estado ha querido ocupar su lugar. El auge de los totalitarismos ateos constituye la evidencia más brutal de ello. Parafraseando a GK Chesterton, a falta de fe en Dios, el Estado tiende a transfigurarse en su sustituto…

comentarios
tracking

Compartir

Herramientas