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Ignacio Crespí de Valldaura

¿Leer te hace mejor? Un católico responde a María Pombo

Leer libros robustece nuestra capacidad de análisis y penetración, dado que aprendemos a visualizar los múltiples ángulos y dimensiones de las cosas tal y como lo hacen las mentes privilegiadas. Es como recibir una clase particular de uno de los escritores más eximios de su época.

La celebérrima influencer María Pombo ha tenido la osadía de sentenciar que alguien no es mejor porque le guste la lectura. Por un lado, no me parece muy atinado -ni conveniente- realizar semejante afirmación; sobre todo, en la sociedad de nuestro tiempo, la cual está escasamente congraciada con los libros. Sin embargo, por otra parte, he de reconocer que leer en sí mismo, véase practicar «el leer por el leer», es cierto que no tiene por qué aportarnos crecimiento alguno; incluso, en determinadas ocasiones, puede llegar a atrofiarnos el cerebro.

Así pues, considero pertinente analizar esta cuestión desde tres ángulos, que son el verbal-imaginativo, el filosófico-intelectual y el moral-espiritual.

El primero de los ángulos citados versa sobre lo concerniente a estimular la imaginación y a enriquecer el acervo lingüístico, sobre lo cual pienso que leer siempre -o casi siempre- nos ayuda a mejorar en tales sentidos, por muy frívolo que sea un libro (mejor si no lo es, naturalmente).

El segundo trata sobre lo atinente al crecimiento intelectual, véase a ensanchar los horizontes de nuestro razonamiento abstracto o filosófico, sobre lo cual creo que un libro puede bien, espolearnos a exprimir nuestro intelecto hasta límites que jamás hubiéramos podido imaginar, bien, dejarnos como estábamos (sin más), o bien, pudrirnos el cerebro con perogrulladas de alto voltaje.

El tercero y último estriba en el hecho de si nos hace crecer en el plano moral y espiritual, ante lo cual he de admitir que puede haber excelsas obras de la literatura que, ante cierta falta de discernimiento por nuestra parte, nos inoculen ideas poco convenientes o incluso siniestras (por mucho que nos beneficie la lectura de dichas obras en los dos estadios anteriores).

De esta guisa, yo respondería al comentario de María Pombo -sobre si leer nos hace mejores- en base al tríptico de criterios esbozado con anterioridad. Hecha esta aclaración, ahora, voy a esgrimir una serie de razones para animar a esta hermosa, bondadosa y simpática influencer a aficionarse a la lectura; pero, antes, procedo a recomendarle dos obras cortas, didácticas y con un encomiable contenido cristiano para iniciarse -por la puerta grande- en este hábito: El Principito (de Antoine de Saint-Exupéry) y La paz interior (del teólogo Jacques Philippe). Dicho esto, expondré mi retahíla de motivos para leer en los renglones ulteriores.

Leer libros enriquece el lenguaje, algo que ensancha los horizontes de nuestro pensamiento, puesto que nos permite dar nombre a aquello que ronda nuestra cabeza; lo cual robustece nuestra capacidad para adquirir consciencia de lo que no somos conscientes y de lo que se aloja en nuestro subconsciente.

Leer libros coadyuva a que seamos más capaces de establecer categorías, de identificar lo común y lo diferencial de las ideas entre sí, es decir, los elementos que unen y los matices que separan.

Leer libros robustece nuestra capacidad de análisis y penetración, dado que aprendemos a visualizar los múltiples ángulos y dimensiones de las cosas tal y como lo hacen las mentes privilegiadas. Es como recibir una clase particular de uno de los escritores más eximios de su época.

Leer libros amplía nuestra capacidad para relacionar cosas; como ensartar una cita de un autor con una reflexión personal o un patrón de conducta con el comportamiento de un personaje novelesco.

Leer libros exprime nuestra creatividad y nos facilita ilustrar nuestras reflexiones con alegorías y metáforas, de tal modo que sean más comprensibles.

Leer libros fortalece la virtud de la paciencia; sobre todo, en esta era de la velocidad, de la ‘cronopatía’ (o enfermedad del tiempo); donde parece que es anatema dedicar una porción significativa de tu tiempo a actividades de corte artístico e intelectual.

Tras lo dicho, animo a los lectores a que practiquen, con mayor asiduidad, el intus legere (leer dentro), es decir, que traten de penetrar en la mente del autor para identificar qué es lo que nos quiere comunicar, en vez de reducirlo todo a quedarse en la historia y en los detalles que nos narra (lo cual, también, es importante, pero no la esencia, la tesis, la finalidad última de un libro).

En relación con esto, el detective Herlock Sholmès -una imitación demasiado osada y explícita de Sherlock Holmes, ideada por el novelista Maurice Leblanc, para enfrentarlo contra su personaje Arsène Lupin, el célebre ladrón de guante blanco- decía que mientras lo común es recopilar una serie de hechos para, a través de éstos, llegar a conclusiones, él se inclinaba por escudriñar, primero, la mente del enemigo y, a partir de ahí, dotar a los hechos particulares de un sentido.

Así pues, a mi juicio, lo mismo hemos de hacer al leer un libro: bucear hasta las esencias, hasta los mensajes ocultos, subyacentes, y no simplificarlo todo a escrutar las particularidades; porque, en palabras de El Principito, «lo esencial es invisible a los ojos»; y, como nos reveló San Pablo, «nosotros hemos puesto la esperanza no en las cosas que se ven, sino en las que no se ven, pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas» (2 Cor, 4, 18).

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