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29 de abril de 2024

cartas de la ribieraArmando Zerolo

La boda negra de 'El País' con la eutanasia

No sabemos pararnos, no estamos educados para contemplar. Tenemos que juzgar y actuar, salir satisfechos de nosotros mismos sabiendo que hemos hecho todo lo que podíamos. Narcisismo autocomplaciente

Actualizada 09:42

Así estaba ella, «maquillada, perfumada, con un ramo de flores». Cuentan que en la casa había un ambiente casi festivo, y en el salón se oían besos, deseos, agradecimientos y abrazos muy apretados. Ella, nos cuenta emocionado el doctor Medina, estaba «espléndida, vestida con un pijama blanco y una bata de flores». La escena, por su emotividad, su lirismo y la lágrima contenida, recuerda a la celebración de una boda.
Y así sería si no fuese porque el titular ya nos pone en contexto: «Una mañana de luz blanca: relato de un médico tras su primera eutanasia» (El País, 23 de junio). Poesía de la muerte, elogio de una luz que parece aclarar, pero que en realidad proyecta sombras muy alargadas.
Yo no soy quién para juzgar el deseo de vida de nadie, ni su sufrimiento, ni las razones últimas que abrazamos en el último instante de conciencia. He sido educado para no entrar a juzgarlo. Siempre se me ha dicho que eso forma parte del misterio, y que del amor seremos juzgados por el amor. He visto también a muchos deseosos de hacerse con las llaves del infierno, y de cerrarlo por fuera para que los que allí se cuecen al fuego lento de sus rencores, no salgan jamás. Sabemos, porque forma parte de nuestra tradición cristiana, que ni el cielo ni el infierno nos pertenecen.
Pero sí sé que el amor no es solo una sonrisa, ni una lágrima emocionada, un abrazo emotivo o un ramito de flores. El amor es la compasión más profunda por el destino del otro.
Hay una dinámica de la compasión, de la necesidad que llama a la caridad, de la caída que clama por el rescate, y del grito que se abre a la respuesta, que es sobrehumana. Es el logos «juánico», el amor que llama al amor.
Y hay un insulto, una ofensa a la necesidad más profunda de sentido, al grito que nace del dolor, que es negarle su condición de petición. «Comienza la sedación, y ella no pierde la sonrisa». Como los malos guías de museo, el doctor Medina pone la atención sobre lo menos importante, la sonrisa, y nos saca del cuadro. No le culpo, nuestra sociedad se ha vuelto imbécil a fuerza de emotivismo.
La pena es que no se fije en lo más importante de la escena que describe: «El marido es el miembro más frágil de la familia». ¡Era el marido a quien tenías que mirar, doctor, y no a las florecitas de los nietos! No te has enterado de lo que supone la muerte porque te has quedado en las sonrisas, las florecitas y los gestos teatrales, pero no te has hecho cargo de la pérdida.
Como en las obras maestras de Caravaggio, Tiziano o Velázquez, la clave suele estar en un personaje secundario que mira hacia otro lado, mientras los demás se distraen con el brillo, los reflejos o las zonas demasiado luminosas. Mirar al marido, al «más frágil», detenerse ante el misterio de su pérdida, ¡y callar! ¡Callar ante el misterio de su fragilidad! ¡Callar como callaba él y no atreverse a hablar antes que él! Pero no sabemos pararnos, no estamos educados para contemplar. Tenemos que juzgar y actuar, salir satisfechos de nosotros mismos sabiendo que hemos hecho todo lo que podíamos. Narcisismo autocomplaciente.
Me pregunto qué reflejaría la cara del marido al que le dicen que acude como a su boda a la muerte de su mujer. Me pregunto cómo hubiese cambiado el elogio a la eutanasia si el doctor hubiese prestado más atención al «más frágil» de la escena.
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