Javier Sartorius, durante su estancia en Estados Unidos
La «brutal» conversión de Javier Sartorius en Perú, donde llegó «con su aparato de música y Nike último modelo»
Joven, carismático y deportista, Javier dejó el éxito para buscar sentido en su vida, y su primo William, misionero en Perú, lo vivió de primera mano: «No le importaba el dinero ni de qué iba a vivir, solo quería entregarse a Dios por completo»
Pasó de tenerlo todo a desprenderse de todo, para seguir solo a Cristo. Quienes conocieron a Javier Sartorius Milans del Bosch coinciden en recordar a un hombre «muy especial», cuya vida breve y radical dejó una huella tan profunda, que ha sido llevada a la gran pantalla con la película Solo Javier, estrenada el pasado 12 de septiembre. Extrovertido, apuesto, carismático y deportista de élite, parecía tener asegurado un futuro prometedor en Estados Unidos, donde estudiaba becado gracias al tenis y trabajaba como entrenador personal en Los Ángeles, en la época dorada del sueño americano.
Pero tras esa imagen de éxito, Javier experimentaba una inquietud interior que le impulsó a iniciar una «búsqueda espiritual», inicialmente de forma algo 'desordenada', asistiendo a meditaciones orientales y ayudando a personas sin hogar en las calles de Venice Beach.
Detrás de la imagen de chico guapo, rubio y exitoso, esa búsqueda finalmente lo llevó al corazón de los rincones más olvidados del mundo: la cordillera de los Andes de Perú, donde descubrió «la verdadera riqueza»: la fe, la oración y la entrega total a Dios.
Un viaje inesperado a los pobres de Perú
Fue su primo hermano, William Hartley Sartorius, quien sirvió 4 años como misionero en Cuzco con los Siervos de los Pobres del Tercer Mundo, quien recibió una llamada inesperada desde Los Ángeles: «Oye, Billy, llevas ya un año y medio de misionero, ¿qué haces ahí?». William le explicó las actividades que realizaba con esta obra de la Iglesia, la profunda vida de oración diaria y el servicio a los pobres,
«Javier me dijo: De todo lo que me has contado, lo que más me atrae es ayudar a los pobres», recuerda William en un vídeo para Mater Mundi. Es así que su primo habló con el padre Giovanni Salerno, el fundador de la misión, quien aceptó su llegada con la condición de que respetara las normas y no hiciera proselitismo. «Yo trasladé esto a Javier y me contestó: “Perfecto, voy para allá», relata.
«Cuando llegó a Perú, lo recuerdo perfectamente: venía de Venice Beach, rubio, fuerte, morenazo, con su aparato de música enorme y unas Nike último modelo», recuerda sonriente su primo, y añade que, a pesar de su apariencia superficial, «estaba muy abierto y decidido a entregarse a todo lo que hacíamos».
Pronto, aquel joven que parecía encarnar el éxito mundano comenzó a transformarse. William recuerda que, al principio, compartían cuarto y él se levantaba a las 4 de la mañana para meditar, sentado frente a una pared blanca con una manta sobre los hombros. Javier comenzó a implicarse enseguida en lo esencial: se ganaba a los niños pobres con su alegría, jugaba con ellos y los hacía reír, de tal forma que, asegura, «los niños lo adoraban».
Una conversión «brutal»
La vida con los misioneros tenía una exigencia clara: oración diaria, sacramentos y entrega total a los más necesitados. Aunque al inicio Javier mantenía sus propias rutinas de meditación, «no estaba cerrado a nada». De hecho, no pasaría ni siquiera un mes desde su llegada hasta que se fue acercando a la vida 'de capilla'. «Recuerdo que quiso leerse la Biblia entera, como si fuese una novela. Y se apasionó con la Imitación de Cristo. Se estaba empapando de todo, buscaba sin poner barreras», explica William.
Ese proceso culminó en una confesión que su primo describe como «una catequesis» con el padre Giovanni, que se prolongó durante dos días, hasta que «se descargó de todos sus pecados de los últimos años», remarca. «Fue muy bonito, porque cuando recibió la absolución lo celebramos en comunidad. Se vistió de blanco y lo vivimos como la vuelta de la oveja perdida a la casa del Padre», narra.
«Tuvo una conversión brutal. A partir de ese momento, sin saber donde Dios le iba a llamar posteriormente, lo que tenía claro es que su vida pasada era el pasado y que ahora tenía una nueva vida. No le importaba el dinero o de que iba a vivir, solo quería entregarse a Dios por completo», asegura William.
Radicalidad y obediencia
La búsqueda de Javier no se detuvo en Perú. Tras casi un año, decidió ingresar en el seminario de los Siervos de los Pobres en Toledo. Aunque le costaba la idea del sacerdocio —«se sentía indigno por su vida pasada y temía los estudios»—, vivía con intensidad cada paso. Su cuarto estaba lleno de frases espirituales pegadas en las paredes, y pasaba largas horas de oración de rodillas, hasta «tener unos callos impresionantes».
Más tarde, anhelando aún mayor radicalidad en su vida de fe, partió al santuario de Lord, en los Pirineos, donde encontró silencio, trabajo duro y oración constante. El prior lo acogió y él era feliz con esa vida pero, tiempo después, por obediencia, aceptó continuar con los estudios en el seminario, esta vez en catalán, lo que representaba otra dificultad añadida. Para él, «la obediencia era el camino para llegar a Dios». Javier dejó una profunda huella en sus compañeros por su humildad, sencillez y corazón abierto.
Años después enfermó gravemente de una úlcera sangrante. Fue hospitalizado en Barcelona y buscó tratamientos alternativos, pero nunca se quejó. «Ni en las cartas ni en las llamadas escuché un reproche, jamás un ‘¿por qué a mí?’. Todo lo vivía con paz, con una sencillez que incluso contagiaba a las enfermeras que lo cuidaban», afirma William. Su muerte llegó de forma inesperada, joven todavía, a los 44 años.
Hoy está abierta su causa de beatificación, promovida por su obispo y por quienes lo conocieron. Para William y tantos que compartieron con él, no hay duda —y aunque subraya que el tiempo y la Iglesia tendrán la última palabra—: «Javier era excepcional. Quería solo hacer la voluntad de Dios. Si la santidad es cumplir la misión que se nos da en esta tierra, entonces Javier fue un santo».