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24 de abril de 2024

El sacerdote chileno Lucas Prieto en su entrevista en El efecto Avestuz

El sacerdote chileno Lucas Prieto en su entrevista en 'El efecto Avestuz'Guadalupe Almonte

Cómo saber si Dios llama a ser cura: el sacerdote Lucas Prieto cuenta su propia experiencia

«La pregunta '¿tengo que ser sacerdote?' está mal formulada», asegura el sacerdote al programa de la ACdP El Efecto Avestruz

En el camino que se abre ante la posibilidad de ser llamado a se cura, «la pregunta «¿tengo que ser sacerdote?» está mal formulada», asegura el sacerdote Lucas Prieto en el episodio más reciente de El Efecto Avestruz, el programa de entrevistas de la Asociación Católica de Propagandistas (ACdP). En él, Prieto reflexiona sobre vocación sacerdotal y sobre cómo discernir la voluntad de Dios para la vida de uno.
El joven religioso nació en Chile y lleva más de una década viviendo en España. El padre Prieto es miembro de la Hermandad de hijos de Nuestra Señora del Sagrado Corazón, ligada a Schola Cordis Iesu, y actualmente estudia un doctorado en la Universidad de Navarra, en Pamplona, desde donde atiende a El Efecto Avestruz.

Profundizar

–¿Cómo y cuándo descubrió que Dios le llamaba al sacerdocio?
–Cuando tenía 16 o 17 años, me empecé a preguntar mucho las cosas. Por diversos motivos, me alejé mucho de Dios y perdí bastante la fe, pero una noche Dios me tocó el corazón. Fue un momento muy concreto, recuerdo perfectamente que comprendí que la vida valía la pena con Cristo, y que sin Él no valía la pena vivir. A partir de ahí, fue un camino paso a paso.
–Un proceso progresivo.
–Sí. Este momento que te digo fue un viernes o un sábado; el domingo comprendí que tenía que ir a misa, estar con Cristo, y fui sin enterarme mucho. Luego entré en la universidad a estudiar Filosofía, y allí empecé a visitar la capilla, a orar, a leer libros de espiritualidad… Iba a misa también entre semana a veces, rezaba el rosario, que al principio se me hacía dificilísimo… y me iba dando cuenta de que tenía ese deseo de profundizar más en lo que el Señor me había dado.
–¿Cómo tomó la decisión de entrar al seminario?
–Este proceso duró tres años, y en un momento me dije: «Bueno, ¿qué es lo que el Señor quiere para mí?», y el sacerdocio, entregarle mi vida, me pareció como un paso natural. No me lo pensé mucho. Un amigo mío, que había sido seminarista, me invitó a conocerlo, y empecé a ir a lo que se llamaban jornadas vocacionales. El año siguiente entré al seminario –aún estaba en Chile– y empecé este camino, con toda sencillez. De hecho, tuve una novia entre medio y ella ahora es benedictina. Son caminos distintos, pero… [ríe].

Llevar el amor

–Se ordenó en 2015. ¿Cambió su percepción de la vocación?
–Bueno, tampoco tenía un modelo sacerdotal concreto… para mí el sacerdocio se configura a partir de la amistad con el Señor. Siempre vi la vocación como esa invitación de Cristo a estar con Él, como ese deseo de tener un corazón indiviso para pertenecerle. Y me hacía mucha ilusión celebrar la misa: siempre concebí como una gracia tremenda poder hacerlo; la Eucaristía siempre ha sido el pilar fundamental en mi relación con el Señor. Con todo, sí recuerdo algo que me sorprendió: un par de semanas después de ordenarme tuve que ir a reemplazar a otro sacerdote, y me puse en el confesionario. Me quedé muy sorprendido de ver cómo las personas que venían no me conocían ni sabían que estaba recién ordenado y que no tenía experiencia; recurrían a mí por el hecho de ser sacerdote, porque esperaban esa mediación de Dios. Comprendí un poco que el sacerdote está puesto para servir a la gente, para poder llevarles el amor de Dios. Y no por sus estudios o sus cualidades; únicamente porque el Señor le ha instituido como mediador.
–Debe vivirse como una gran responsabilidad, también.
–Sí, es una responsabilidad muy grande, pero también es bonito caer en la cuenta de que el sacerdote no deja de ser humano. Yo soy consciente de mis debilidades y mis pecados, de que nunca estaré a la altura de lo que tendría que ser un sacerdote, porque nuestro modelo es Jesucristo. Y a pesar de todo, el Señor te ha elegido para que en ese momento puedas hacer de representante suyo.

Tomar la decisión

–A veces parece que el sacerdocio sea algo alienígena o reservado a personas extraordinarias. ¿Falta naturalidad al plantearse esta vocación?
–Efectivamente, creo que tiene que haber cierta naturalidad al plantearse la vocación, pero la pregunta no es si tengo que ser sacerdote, o formar una familia… La pregunta «¿tengo que ser sacerdote o no?» está mal formulada: si uno quiere tomarse en serio la vida cristiana, la pregunta es «¿en qué estado de vida podría alcanzar realmente la santidad?». Todo joven cristiano tendría que plantearse su vocación al sacerdocio, igual que al matrimonio, pero la pregunta es cuál es el camino donde puedo cumplir la voluntad de Dios. Piensa, por ejemplo, en las carreras universitarias.
–¿En qué sentido?
–Antes de empezar una carrera, hay un planteamiento, ¿verdad? Pues al determinar el estado de vida es lo mismo. Hoy vamos un poco a tontas y a locas, arrastrados… «Conocí a una chica, me enamoré y lo que toca es casarse, ¿no?». Puede ser así en muchos casos, pero creo que sería necesario, antes de tomar una decisión que marcará toda tu vida, preguntarte de verdad qué es lo que el Señor espera, y cómo puedes cumplirlo.

Una certeza moral

–Desde esta naturalidad, ¿qué le diría a alguien que esté planteándose el sacerdocio?
–San Juan Pablo II decía que la vocación sacerdotal es un don y un misterio, y es bonito darse cuenta de que no hay fórmulas. Cada vocación es una llamada particular, y cada uno tiene que hacer su recorrido. La clave es tener una rectitud de intención muy clara ante Dios, para no resolver la vocación haciendo cosas torcidas, y entender que uno nunca tendrá una certeza de, digamos, dos y dos son cuatro. Es una certeza moral: veo ciertos indicios, cosas que me cuadran, y con rectitud de intención y la capacidad de juicio que puedo tener en ese momento digo «pues vamos adelante».
–¿Tienes algún consejo práctico para este discernimiento?
–Sin duda, recomendaría hacer unos ejercicios espirituales ignacianos: en ellos, san Ignacio tuvo una luz muy particular para que el ejercitante ponga su alma frente a Dios y –quitada toda afección desordenada– pueda encontrar Su voluntad. Es un modo muy concreto de tener ese momento de pausa, en medio del ritmo acelerado de nuestra vida.
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