Emilio Boronat es profesor en la Universidad Abat Oliba CEU, en Barcelona, y fue director del colegio Cardenal Spínola. «Conozco bastante bien el mundo de las trincheras en la educación», asegura: de ello se sienta a hablar esta semana en El Efecto Avestruz, el programa de entrevistas de la Asociación Católica de Propagandistas (ACdP).
–En España contamos con unos 2.000 colegios de identidad cristiana –según la organización Escuelas Católicas– y con 14 universidades. ¿Hay una desproporción entre el número de instituciones educativas religiosas y sus frutos?
–Bueno, llama la atención. ¿Por qué hay tan pocas vocaciones sacerdotales? ¿Por qué caen la confesionalidad y la práctica religiosa? E incluso peor: ¿por qué tantos alumnos nacidos en instituciones educativas católicas adoptan como suya una visión del mundo y una práctica cotidiana casi diametralmente opuesta a la cristiana? Creo que sí, ha habido un fracaso de la educación cristiana en España, y la causa más grave del mismo es el deterioro de la enseñanza y la instrucción.
–¿En qué sentido?
–Las nuevas pedagogías han creado en los maestros una sospecha sobre la importancia que tiene la transmisión del saber. El hombre solo puede mirar a lo sobrenatural cuando tiene un conocimiento recto y ordenado de lo natural –es decir, de la realidad–, cuando toma conciencia de sí mismo y cuando descubre el abismo entre lo que es y lo que anhelaría ser. Conocer la biología o las leyes matemáticas nos ayuda a hacernos las preguntas últimas sobre el por qué del orden del universo, o de la belleza de la vida. Pero hoy la importancia de la transmisión del saber como descubrimiento de la realidad ha decaído.
–Esto apunta al centro de un debate pedagógico muy actual, sobre el papel del esfuerzo o la memoria en el aula.
–Recuerdo que cuando se implantó la LOGSE vinieron los predicadores de las nuevas reformas educativas a ridiculizar todo lo que nosotros hacíamos en el colegio, porque presuponían que lanzábamos «cubos de saber» –eso dijeron– a los alumnos, a ver qué aprovechaban. Esta ha sido la doctrina oficial en la formación del profesorado, y ha acabado generando –como decía– una sospecha sobre el saber. En cambio, se ha puesto el énfasis en las metodologías, que parten del supuesto de que el profesor no puede transmitir, sino favorecer que el alumno dirija sus intereses hacia aquello que le es más –diríamos– necesario para su deseo de adaptarse al entorno. Esta es la causa principal del fracaso de los colegios católicos, aunque hay otras.
Emilio Boronat
–¿Por ejemplo…?
–También está que ha desaparecido la vida de piedad, no se vive una atmósfera religiosa. San Juan Bautista de la Salle hablaba de la escuela como el alumno y el maestro compartiendo una experiencia de vida bajo la atenta y presente mirada de Dios –la presencia constante de lo sobrenatural penetrando lo natural–, pero hoy todo se vive en función de lo inmediato.
–¿Estos nuevos modelos pedagógicos que comenta asumen también una cierta visión antropológica?
–Sí, y el fundamento de toda la pedagogía contemporánea está en Rousseau: «El hombre es bueno por naturaleza, la sociedad lo corrompe». El filósofo francés consolida esta idea de la bondad natural del hombre, negando el pecado original y la tendencia al desorden. Esta es la base para afirmar después que la cultura es mala, que la familia es una institución artificial, que la autoridad es sospechosa… Para Rousseau la naturaleza es casi una fuerza absoluta de carácter panteísta, pero si pasamos su teoría por el cedazo materialista del siglo XIX nos queda la mera biología: el hombre resulta –como el resto de seres– un ser instintivo.
–¿Cómo se pasa de aquí a la pedagogía?
–El neurólogo y pedagogo Édouard Claparède introdujo esta psicología materialista y biologista, y su discípulo Jean Piaget –a quien se predica más en los colegios hoy en día que al Sagrado Corazón– desarrolló su teoría. Para Piaget, el niño construye sus esquemas interpretativos de la realidad a partir de sus experiencias: en este marco la interferencia del maestro transmitiendo conocimientos resulta naturalmente contrario al desarrollo natural del niño. De ahí la pérdida de autoridad, la ridiculización de lo académico o el desprecio del esfuerzo para comprender objetos sin utilidad inmediata.
–De vez en cuando se conocen casos de profesores sancionados por lo que enseñan en clase. ¿Ve una relación entre esta pérdida de autoridad y la cultura de la cancelación?
–Cuando el alumno no tiene una experiencia de autoridad como portadora de un bien –cuando no es capaz de ver la verdad a través del profesor antipático, o que te pone un examen–, ya está servida la sospecha sobre toda autoridad. Y si el hombre no está regido por algo mayor que su inmediatez o el poder político, no es capaz de distinguir entre mandatos justos e injustos. Dicho simple: cuando no hay Dios, algo ocupa su lugar. Y este suele ser el más aprovechado, el más embustero, el más hábilmente sofista… o todo junto, que es lo que constituye el poder cuando no se funda en el bien, la verdad y la justicia. Yendo a tu pregunta, la cultura de la cancelación está calando tan hondamente en las gentes precisamente porque han perdido la capacidad de juzgar. Y entonces entra el poder, que exige una neo-Inquisición y un control social de todo sobre todos.