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Miércoles de ceniza

Con la imposición de la ceniza empieza la CuaresmaCathopic

Cuaresma

¿Qué es el Miércoles de ceniza? Llamada a la conversión y recuerdo de la condición mortal del hombre

Si el domingo es para los cristianos el día central de la semana –la Pascua semanal en la que hacemos memoria de la resurrección de Jesucristo–, la Iglesia se dispone en estos días a iniciar el tiempo de preparación que le conducirá a la celebración anual y solemne de esa Pascua. Y este camino de preparación, la Cuaresma, se abre para todos con un signo elocuente: la imposición de la ceniza.

Como todos los signos que conforman la liturgia cristiana, encontramos su sentido más preciso en la Sagrada Escritura y en las palabras que acompañan al signo. El gesto de tirar ceniza sobre la cabeza o sentarse encima de ella aparece en la Biblia como uno de los símbolos más frecuentes para expresar la penitencia, el dolor y el arrepentimiento. Por eso, ya desde antiguo, la Iglesia aplicó este gesto al grupo de los «penitentes», es decir, aquellos cristianos que, públicamente y vestidos con un hábito austero, manifestaban su deseo de ser reconciliados del pecado en el Jueves Santo, al finalizar la Cuaresma, para ser incorporados de nuevo a la comunión eclesial y poder participar plenamente de la eucaristía en el gozo de la Pascua.

Cuando este antiguo rito de la penitencia pública fue cayendo en desuso, y, por tanto, desapareciendo el grupo de los penitentes, el Papa Urbano II extiende, al inicio del segundo milenio, la imposición de la ceniza como signo penitencial para todos los fieles cristianos. Todos inician con este gesto común ese tiempo de preparación que, por medio del ayuno, la abstinencia, la escucha más intensa de la Palabra de Dios y las obras de caridad, les conducirá a las fiestas pascuales, renovando su condición de hijos de Dios por medio del bautismo.

Pero el simbolismo de la ceniza tiene también alcance universal en su relación con la condición mortal del ser humano; incluso hoy, en que la incineración del cadáver se ha impuesto sobre la tradición cristiana de la sepultura. Su significación litúrgica encuentra de nuevo eco en la Escritura, donde se señala la frágil naturaleza del hombre, modelado «con polvo de la tierra» y destinado a volver a la tierra de la que había sido formado. En un mundo en que resulta incómodo y casi un tabú hablar de la muerte, la ceniza se muestra como un elocuente lenguaje simbólico y, a la vez, tremendamente realista.

Este doble significado de la ceniza, de llamada a la conversión y recuerdo de la condición mortal, aparece evidenciado en las palabras que acompañan su imposición sobre la cabeza. El Misal las recoge en dos frases:

Por un lado, convertíos y creed en el Evangelio; exhortación con la que Jesús mismo comenzó su predicación y con la que la Iglesia nos sigue hoy llamando, de manera especialmente intensa en el tiempo de Cuaresma, a centrar, con obras de penitencia, nuestra vida en Dios, apartando de ella el pecado que nos aleja de la verdadera fuente de vida que encontramos en Cristo y su Evangelio.

Por otro lado, acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás; pone ante nuestra mirada la realidad de nuestra frágil condición, como una invitación a la humildad y a la búsqueda sincera de Aquel en quien toda la realidad encuentra su origen y el ser humano alcanza una vida que va más allá de la frontera de su condición mortal.

La imposición de la ceniza no es sino el gesto simbólico inicial de un camino de purificación que conduce a la Pascua, donde el signo del agua manifiesta la meta a la que somos llamados. Si la ceniza mancha, el agua limpia; si la ceniza expresa la muerte, el agua produce la vida; si el pecado mata lo más profundo de nuestro ser, el bautismo nos hace partícipes de la vida Jesucristo, el Hijo de Dios, y nos introduce en el misterio de su muerte y su resurrección. En la celebración central del año cristiano, la Vigilia Pascual, los fieles renovarán solemnemente su condición de bautizados y serán asperjados con el agua consagrada, sobre la cual se ha invocado la fuerza del Espíritu Santo y por la que el hombre, creado a imagen de Dios y lavado del pecado por el bautismo, ha renacido a una nueva vida en Cristo.

El comienzo es la ceniza; el final es el agua. Si la ceniza nos recuerda hoy sin disimulos lo que somos; el agua nos recordará mañana con gozo aquello en lo que Cristo nos ha transformado –¡somos hijos de Dios!– y la semilla de vida eterna sembrada en nosotros por el bautismo. La Iglesia, por medio de la celebración litúrgica, nos conduce con su pedagogía maternal al corazón de nuestra fe cristiana, siempre luminosa y purificadora. Y todos somos llamados a emprender este camino.

  • José Manuel Rodríguez Morano es profesor de la Universidad Eclesiástica de San Dámaso
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