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Cura de Ars

Cura de Ars

San Juan María Vianney, el cura que derrotó al demonio confesando 18 horas en un pueblo perdido de Francia

Hoy, la Iglesia celebra la fiesta de un hombre que convirtió una pequeña aldea en un epicentro espiritual. Desde todos los rincones de Francia, miles viajaban a Ars con un solo propósito: confesarse con Juan María Vianney

No tenía títulos ni carisma aparente; apenas sabía leer cuando decidió que quería ser sacerdote. Fracasó una y otra vez en sus estudios, desertó del ejército napoleónico y pasó años escondido en las montañas. Aun así, Juan María Vianney —el célebre cura de Ars— se convirtió en un fenómeno espiritual que desbordó todos los márgenes.

Llegaban fieles de toda Francia solo para confesarse con él, en una aldea perdida donde aquel sacerdote pasaba hasta 18 horas al día en el confesionario, dormía tres, comía lo justo y seguía atendiendo almas sin descanso. El movimiento fue tal que las compañías ferroviarias ampliaron sus servicios para trasladar a los penitentes dispuestos a esperar lo que hiciera falta con tal de sentarse frente a un cura que, a simple vista, no parecía hecho para destacar.

Una fe a prueba de balas

Vianney nació en 1786, en Dardilly, cerca de Lyon. La Revolución Francesa estalló cuando él tenía tres años. Su familia vivió la fe bajo persecución: asistían a misas clandestinas, celebraban sacramentos con las ventanas cubiertas y descargaban carros de heno para evitar miradas indiscretas. Así recibió su primera comunión. A los 17 años, sintió la vocación al sacerdocio.

Pero su formación fue una carrera de obstáculos. Era hijo de labriegos, apenas sabía leer. Sus estudios fueron una odisea. Tropezaba con el latín, no entendía los manuales, suspendía los exámenes. Pero no se rindió. Una peregrinación pidiendo limosna al santuario de San Francisco de Regis marcó un punto de inflexión. Con el apoyo del abad Balley, logró recibir el sacramento del Orden con 29 años.

En 1818 fue enviado a Ars, un pequeño pueblo de 230 habitantes. Iba a ser un destino menor, casi de castigo. Acabó siendo el epicentro de una de las experiencias pastorales más intensas del siglo XIX.

Confesiones sin descanso

Allí empezó visitando casa por casa, compartiendo lo poco que tenía, fundando un orfanato y una escuela para niñas. Dormía poco, apenas comía, predicaba con sencillez y se pasaba días enteros en el confesionario. Se calcula que, en sus últimos años, atendía a unas 300 personas diarias. Su fama creció tanto que la compañía de trenes tuvo que ampliar las instalaciones de Lyon para acoger a los miles de fieles que llegaban.

Pero si por algo fue conocido Vianney, más allá de su caridad y su confesionario, fue por sus combates espirituales. Durante casi toda su vida en Ars, relató episodios de ataques demoníacos: golpes en la rectoría, muebles arrastrados, sábanas rasgadas, incluso su cama incendiada. A uno de los demonios lo llamaba le Grappin (el Garfio). No eran visiones: hay testigos de muchos de estos hechos, desde vecinos a agentes de policía.

La confesión fue el centro de su sacerdocio. Pasaba horas escuchando y acompañando almas, con una agudeza espiritual que sorprendía incluso a los propios penitentes, a quienes revelaba pecados o detalles olvidados de su pasado. Su fama creció, pero él no buscaba reconocimiento: varias veces intentó abandonar Ars, pero no lo logró. El descanso no le llegó hasta el final. A finales de julio de 1859 cayó gravemente enfermo, y tras una semana de postración murió el 4 de agosto, con 73 años.

En 1905 fue beatificado por san Pío X. En 1929, Pío XI lo canonizó y lo proclamó patrón de los párrocos. Hoy, más de medio millón de personas visitan cada año Ars. Lo hacen por lo mismo que iban entonces: no por ver a un personaje extraordinario, sino para descubrir qué puede hacer la gracia de Dios cuando encuentra un cura dispuesto a todo.

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