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19 de marzo de 2024

El carácter españolAmando de Miguel

El carácter español y la ética del esfuerzo

La decisión de empujar la voluntad debe ser una constante para mejorar el puesto en la inevitable competición de la vida

Actualizada 04:30

En España, resulta muy socorrida la alusión a la famosa consigna de Churchill para ganar la guerra: «Sangre, sudor y lágrimas». Mas, la cita es manca. El político inglés, realmente, sentenció: «Sangre, sudor, lágrimas y esfuerzo (toil)». Entre nosotros, tiene mala prensa eso de «esforzarse» sin decir para qué. Ahí, está el secreto. La decisión de empujar la voluntad debe ser una constante para mejorar el puesto en la inevitable competición de la vida («espíritu de superación») o, simplemente, con un ánimo deportivo. La desazón está en que se contemple su lado negativo: la fatiga, el esfuerzo vano. El honrado trabajador de antaño se nos ha convertido en «currante».
Hace más de un siglo, Max Weber arguyó que la clave de la revolución industrial capitalista se encontraba en la extraordinaria ética del esfuerzo de ciertas minorías protestantes. Ramiro de Maeztu le replicó, en seguida, que ese mismo espíritu enaltecedor del trabajo se podía rastrear en los empresarios vascos, que bien católicos eran. Por tanto, había que aislar la idea del esfuerzo cotidiano de su contexto religioso.
Es un hecho indiscutible que las dos o tres últimas generaciones de españoles han conseguido instalar la revolución industrial en nuestra nación. Es patente el contraste entre ese ejercicio colectivo y la «abulia» (como, antes, se decía) de nuestros antepasados contemporáneos. Ahora bien, un análisis cuidadoso de las actitudes dominantes de nuestra particular «ética del esfuerzo» revela que es una cualidad un tanto rara para nosotros. Se mantiene en la minoría de los deportistas profesionales. Sin embargo, no se ha conseguido mucho en el mundo de la enseñanza e, incluso, en el de la selección del funcionariado («oposiciones»). Fuera del deporte profesional, la acción de «competir» la ven muchos españoles actuales con un deje negativo, como si fuera algo insolidario o deshumanizado.
Subsiste, todavía, la asociación del «esfuerzo» con la fatiga y, no tanto, con el resultado de la mejora individual y colectiva. No digamos si a ese término le acompaña una «ética».
Supongamos que la hipótesis de Max Weber es la correcta (nadie la ha rechazado en bloque). Se podría avanzar, entonces, que la curva del extraordinario desarrollo económico español de las dos o tres últimas generaciones ha llegado a la asíntota. Es decir, nos aproximamos a la estabilidad, incluso, con algunos posibles retrocesos. Un ejemplo podría ser la escasa dedicación de muchos activos en sus puestos profesionales. Esa sería la razón por la que se confía más en el aumento de la productividad que introducen los procesos tecnológicos o informáticos en las empresas o las oficinas públicas. Sin embargo, todavía, sigue contando el factor humano.
Ahora, es moda la creencia de que «no hay que matarse a trabajar», puesto que el éxito depende de muchos factores aleatorios; la suerte, vaya. Empero, la auténtica «ética del esfuerzo» no se fija, tanto, en la competición con los demás, sino con uno mismo. Esto es, el triunfo o el éxito no son metas primordiales, sino algo tan antiguo como «la satisfacción del deber cumplido». No hay por qué renegar de las fórmulas valetudinarias, por muy «progresista» que uno se considere. Por cierto, la ubicua ideología del progresismo, prevalente en España, es, casi, el reverso de la «ética del esfuerzo». Pero, esa es otra historia.
La «ética del esfuerzo» significa la disposición a dejar a un lado, de momento, las muchas retribuciones de la vida, para concentrarse en las tareas cotidianas. Determinados fenómenos demográficos recientes, como la inusitada reducción de la fecundidad en las mujeres españolas, dependen mucho de la pérdida del valor del esfuerzo. En su lugar, se alza su contrario, el disfrute de la vida, el placer inmediato.
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