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25 de abril de 2024

José Víctor orón semper

El bumerán de los castigos

El educando sabe que el castigo es algo desagradable, también sabe que el educador sabe que es desagradable para el educando

Actualizada 04:37

El castigo suele ser el recurso que usamos cuando sentimos la impotencia para actuar y, debido a nuestra pobreza educativa, recurrimos al castigo para pedirle a una cosa (el castigo) que haga el trabajo de una persona (el educador). Esto nos da pistas tanto del ridículo del castigo, como de la alternativa.
Cuando castigamos, pensemos que se hace con la mejor intención posible, solo queremos hacer algo meramente práctico y organizativo. No se quiere el mal de nadie, sino precisamente se quiere evitar un mal que puede depararle el futuro y no es visto por el educando. Se puede castigar con muy buenas intenciones, pero como se comentó en el bumerán de los premios, se puede matar con muy buena intención.
Es posible que el alumno no sea consciente de cómo se le complicará la vida si empieza a suspender. Puede ser que no entienda que la sociedad actual impone, eso sí injustificadamente, un ritmo fuerte pidiendo saber leer y escribir con seis años. Y lo mismo ocurre en otras edades que se presiona para cumplir con ciertas exigencias sociales estandarizadas que no está claro que haya que pedirse.
El ridículo del castigo está en su efecto bumerán y para ello necesitamos entender un poco la naturaleza del castigo. Imaginemos que hay una acción, por ejemplo, entregar un trabajo, que el educando se niega a hacerla. El educando parece que no se mueve y se le empuja con un posible castigo para que salga de su inmovilismo. Otro contexto en que aparece el castigo es cuando el educando hizo algo que consideramos disruptivo, por ejemplo, romper algo o enfadarse y, para que conozca lo inadecuado de eso, se le castiga. En el primer caso el castigo se anticipa a la posible acción problemática y en el segundo se aplica si ya pasó.
El castigo suele consistir en propiciar algún tipo de mal a los ojos del educando. Se le puede castigar haciendo más deberes, arreglando su habitación o quitándole algo que le gusta. Si nos fijamos, la relación entre la acción (supuestamente merecedora de castigo) y el castigo es puramente artificial. De romper algo o de no cumplir con un deber no se deduce naturalmente que se le castigue no saliendo o teniendo que irse a la habitación a leer. La conexión entre ambas acciones es artificial pues la crea el castigador.
El educando sabe que el castigo es algo desagradable, también sabe que el educador sabe que es desagradable para el educando. El educando también sabe que la conexión entre acción disruptiva y el castigo es artificial y está conectado solo por la voluntad del educador. Esto lleva de forma natural a que, el educando huye del educador y no del comportamiento disruptivo. Pues dicho comportamiento en verdad solo es disruptivo para el educador, no para el educando. El educando se siente, no solo ignorado en su interioridad, sino maltratado, pues se le da algo que todo el mundo sabe que es desagradable. El educando ve que el educador es insensible o perverso, y con el tiempo así será el educando. El efecto bumerán, y de ahí el ridículo, es que el educador quiere que se aparte del comportamiento disruptivo y lo que consigue es que se separe del educador.
Además, al castigarlo con, por ejemplo, ir a su habitación a leer, hemos convertido en malo algo en principio bueno (leer en la habitación). Acabamos de estropear la lectura.
Algunos educadores quieren naturalizar el castigo pensando en anunciar lo que pasará antes de que pase. Piensan que así el castigo ya no es una consecuencia artificial, sino consecuencia natural. Este ridículo es aún mayor, pues a la artificialidad se añade una amenaza. Se presupone que el educador piensa que en el educando hay una mala intención antes de actuar. La relación queda totalmente viciada. Menudo desastre.
Además, los castigos se centran en evitar comportamientos disruptivos o en querer que ciertos comportamientos acontezcan, entonces, el educando podría preguntarse: «Pero ¿a alguien le preocupa lo que vivo?». Pues no importan las razones, lo que pasó, y todo lo que aconteció, solo importa que «eso no se hace».
Si tu hijo suspende, ciertamente tendrá que estudiar para aprobar, pero eso no implica que el padre o madre se separe de él. Eso es añadir un problema más grande a un problema menor. Educar es comprometido. Pero ¡qué más bello que compartir tu vida con el educando!
Los castigos no se quitan sin más, sino que desaparecen cuando se descubren innecesarios pues se descubre la importancia de lo que se hace y de la vida compartida. Educador, no le pidas al castigo que haga tu trabajo, haz tú una propuesta de valor atractiva en sí y acompaña al educando.
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