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Humphrey Bogart y Katharine Hepburn, en La reina de África

Humphrey Bogart y Katharine Hepburn, en La reina de ÁfricaGTRES

Cine

El tormentoso rodaje de 'La reina de África': whisky, fiebre e ingenio

Durante el rodaje de la película, todos cayeron enfermos por beber agua contaminada, excepto Humphrey Bogart y John Huston. La razón es simple: solo bebían whisky

Hay anécdotas que se convierten en mitos porque definen mejor a un personaje que toda su filmografía. La de Humphrey Bogart y John Huston rodando La reina de África (1951) en medio de la selva africana es una de ellas. Dos hombres, un barco, mosquitos, calor, disentería, serpientes y un equipo técnico cayendo como moscas. Todos enfermos. Todos menos ellos. El secreto, según contaron después: no probaron ni una sola gota de agua. Solo whisky. A veces puro, a menudo sin recordar cuántos habían bebido. Huston decía que el alcohol era su «profilaxis personal». Bogart lo resumió mejor: «Nunca confié en el agua. No tiene color ni sabor. Sospechosa desde siempre».

Era la clase de cinismo que solo podía salirle natural a Bogart, un tipo que parecía haber nacido con una copa en la mano y una ceja levantada. El hombre que hizo del escepticismo una forma de elegancia. Mientras el equipo enfermaba, él seguía imperturbable, fumando, bebiendo, soltando frases como puñales y rodando una de las películas más incómodas del Hollywood clásico. Porque La reina de África no fue precisamente un rodaje civilizado. Huston, aventurero profesional, había convencido al estudio para filmar en plena jungla del Congo belga, una decisión que hoy parecería suicida. El calor era insoportable, los insectos hacían del equipo su banquete diario, y Katharine Hepburn escribía a sus amigos desde su tienda de campaña diciendo que aquello era un verdadero «infierno».

Mientras tanto, Huston pasaba las tardes cazando elefantes. Literalmente. En sus memorias reconoció que lo hizo porque le aburría dirigir sin matar algo. Bogart lo acompañaba a veces, aunque prefería quedarse en el campamento, botella en mano. «Yo no cazo animales —decía—, cazo resacas». El contraste era delirante. Mientras los técnicos sufrían diarreas y delirios, Huston y Bogart seguían bebiendo como si la selva fuera un bar de Los Ángeles. Y sobrevivieron. No por milagro, sino por alcohol. El whisky, en esa historia, no fue un vicio: fue un escudo. La medicina del desengaño y del talento.

Hepburn, horrorizada por el espectáculo, intentó mantenerse al margen. Era puritana, disciplinada, incapaz de entender cómo dos hombres podían dirigir y actuar con el hígado en llamas. Pero Huston no necesitaba sobriedad, necesitaba caos. Era uno de esos directores que creían que el arte nace del desorden. Y Bogart, con su gesto cansado y su voz rota, era su reflejo perfecto. Dos tipos que no fingían ser héroes, pero acababan pareciéndolo.

La película salió adelante entre fiebres, discusiones y litros de whisky. Bogart ganó el Oscar, por cierto, el único de su carrera. Y cuando se lo preguntaron, dijo algo que resume toda su filosofía: «Lo gané porque nadie más hubiera soportado ese rodaje sobrio». Huston, por su parte, siguió bebiendo, cazando y filmando hasta que el cuerpo le dijo basta. Era un hombre que parecía empeñado en vivir cada rodaje como una guerra santa. A veces ganaba, a veces salía herido. Pero siempre había algo épico en su manera de enfrentarse al cine.

Vistos desde hoy, Bogart y Huston pertenecen a una raza extinta. No solo por el tabaco o el whisky, sino por su relación con el trabajo y el riesgo. El cine, para ellos, no era un producto; era una aventura. Había sudor, enfermedad, vida de verdad detrás de cada plano. Nadie pedía aire acondicionado, ni dietas macrobióticas, ni psicólogos para superar el rodaje. Había improvisación, talento y un desprecio absoluto por la comodidad.

Eran tiempos crueles, sí, pero también románticos. El artista no era un empleado del estudio, era un explorador.

Hoy todo es más limpio. El cine se rueda en cromas, el peligro se simula en posproducción, los actores hacen yoga antes de filmar y el whisky se sustituye por agua alcalina. Es todo mucho más sano, más correcto, más profesional. Pero uno se pregunta si la verdadera esencia del cine no se ha perdido por el camino. Bogart nunca fue un santo —ni falta que le hacía—, pero representaba una autenticidad que el cine actual apenas recuerda. No había filtros ni discursos, solo ese aire de hombre cansado que entendía que la vida es un bar a punto de cerrar. Huston, su cómplice, era igual de incorregible: un jugador, un narrador de almas rotas, un tipo que se emborrachaba de vida y de whisky a partes iguales.

Esa historia en la selva, más que una anécdota, es un retrato de lo que el cine fue cuando todavía olía a riesgo. Cuando la ficción y la vida se mezclaban sin permiso. Cuando el alcohol no era un escándalo, sino un compañero de viaje. Bogart y Huston sobrevivieron porque no bebieron agua. Pero, sobre todo, porque vivían en un tiempo donde el cine se hacía con instinto y coraje, no con normativas ni protocolos. Y quizá por eso, medio siglo después, seguimos hablando de ellos. Porque a veces —solo a veces—, el talento también necesita un trago.

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