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20 de abril de 2024

Portada del libro 'Antifascism: The Course of a Crusade'

Portada del libro Antifascism: The Course of a Crusade

Antifascistas después del fascismo

Una obra de la que se concluye que «en el ámbito cultural, los antifascistas de hoy son radicales de un modo para el que no existen precedentes históricos»

Cuando los periodistas le preguntaron si el fascismo llegaría a Estados Unidos, se dice que Huey Long: «Por supuesto que el fascismo llegará a Estados Unidos, pero aquí lo llamaremos antifascismo». En 2020, activistas «antifa» vestidos de negro se amotinaron y desataron una violencia a una escala jamás imaginada por los diversos y minúsculos «movimientos protofascistas» estadounidenses que disfrutaron de efímeras vidas en la década de 1930. Estas acciones, sin embargo, se llevaron a cabo en oposición al «racismo sistémico» y al supuesto «fascismo» de Donald Trump. El actual movimiento «Antifa» representó la culminación del activismo contra el «fascismo» promovido por los antifascistas desde la destrucción del fascismo en 1945, activismo que el célebre historiador de las ideas Paul Gottfried (hijo de refugiados del Holocausto) designa como una «cruzada». El antifascismo se ha extendido y hecho más agresivo a medida que el mundo se aleja más y más del fascismo genuino y cuantos menos fascistas verdaderos hay, si es que queda alguno.
Antifascism: The Course of a Crusade es la continuación de Fascism: The Career of a Concept (2016), que fue el mejor libro sobre fascismo aparecido en una década o más. El libro anterior analizaba la naturaleza original del fascismo histórico europeo, el propio término y la historia de sus variados usos. Durante muchos años, «fascismo» ha sido el adjetivo peyorativo político más polivalente y extendido, en parte porque carece de un significado original claro, lo mismo que otras palabras comunes como «liberal», «conservador» o «socialista». Inicialmente deriva del fasces o haz de lictores de la antigua República romana, un símbolo de «unión» que a principios del siglo XX fue un adjetivo común para referirse a los grupos políticos radicales italianos, inicialmente más de izquierdas que de derechas. Los ultranacionalistas Fasci Italiani di Combattimento de Benito Mussolini, fundados en 1919, se transformaron dos años después en un movimiento de masas, el Partito Nazionale Fascista. Sus miembros fueron los fascistas originales y el adjetivo fue usado tanto por amigos y como por enemigos en relación a la dictadura que implantaron (1925-43).
Entre los primeros antifascistas había portavoces comunistas soviéticos e italianos que percibieron correctamente que los fascistas italianos habían adoptado las tácticas del bolchevismo ruso, así como algunos aspectos de su doctrina. Naturalmente, se sorprendieron de que lo que habían calificado de «movimiento burgués» mostrara tal audacia y osadía. La Internacional Comunista no tardó en desarrollar una doctrina del «panfascismo», según la cual prácticamente todas las fuerzas no comunistas y anticomunistas tendían al fascismo, por lo que lo más conveniente era denunciarlas como variantes del fascismo, ya fueran «liberales», «conservadoras» o «socialfascistas». Este uso polémico en las décadas de 1920 y 1930 anticipó la amplia aplicación del término después de 1945. Estas tácticas comunistas binarias, que dividían el espectro político completo entre el comunismo revolucionario y un fascismo por lo demás omnipresente, también contribuyeron significativamente a la catástrofe política alemana de 1933 y al triunfo del mucho más poderoso movimiento análogo al fascismo, el nacionalsocialismo (aunque los nazis, evitando la terminología italiana, nunca se llamaron a sí mismos fascistas).
Tanto la política antifascista de la Comintern como la diplomacia soviética habían fracasado a finales de la década de 1930, lo que condujo al impresionante cambio de rumbo de Stalin con el pacto nazi-soviético y a la alianza tácita de 1939. La justificación de este cambio de rumbo consistía en calificar al régimen alemán no como fascista, sino como antagonista radical de las «plutocracias» capitalistas occidentales y, por tanto, facilitador de la política revolucionaria soviética. De este modo, los soviéticos pudieron emprender una amplia agresión militar junto a Alemania en 1939 y 1940.
Durante el devastador conflicto consiguiente, las democracias occidentales tendieron a hablar de guerra contra el «fascismo», aunque con ese término se referían principalmente al nazismo e, inicialmente, se habrían contentado con ignorar a Mussolini si éste se hubiera mantenido al margen de la guerra. Pero incluso después de la invasión alemana de la Unión Soviética, Stalin se negó a adoptar esta terminología y mantuvo durante mucho tiempo una cierta ambigüedad en su Realpolitik soviética, cortando finalmente todo contacto con la Alemania nazi sólo en 1944, después de que la victoria soviética estaba asegurada. La ambigüedad soviética fue sin duda uno de los factores que garantizaron la masiva ayuda militar y económica de los Aliados, indispensable para el triunfo soviético, así como el amplio apoyo diplomático que la acompañó. Todo esto se ha detallado recientemente de forma admirable en Stalin's War: A New History of World War II, de Sean McMeekin. Sin embargo, una vez que el fascismo fue completamente destruido, el antifascismo se convirtió en el banderían de enganche oficial de la Unión Soviética y sus estados satélites.
A finales del siglo XX los historiadores tendían a concluir que, a efectos de análisis comparativo, un «fascismo genérico» podía identificarse con los movimientos nacionalistas revolucionarios activos en Europa durante la generación de 1920-45, aunque las expresiones concretas de esta tendencia variaran enormemente. En 1933-34, por ejemplo, la polémica política y doctrinal entre el fascismo italiano y el nacionalsocialismo alemán había sido durante un breve periodo de tiempo muy intensa, casi tanto como la existente entre el nazismo y el comunismo.
Lo que hizo al fascismo genérico algo históricamente distinto no fue ni el autoritarismo ni la violencia (ambos en un primer momento incluso más característicos y más extremos en la Unión Soviética), sino su énfasis en el objetivo cultural y moral de una «revolución antropológica» radical. En Alemania este objetivo adoptó una forma racial, pero todos los movimientos fascistas hicieron hincapié en la creación de un «hombre nuevo» movido por el espíritu y la voluntad más que por la razón. Los fascistas rechazaron el materialismo y el igualitarismo en favor de doctrinas de vitalismo, nacionalismo y primacía de la fuerza de voluntad. Su otro rasgo más distintivo fue una doctrina «terapéutica» de la violencia, que sostenía que la violencia del tipo adecuado era un bien moral positivo que estimulaba la valentía, el autosacrificio, la lealtad y la autodisciplina como normas permanentes de la existencia humana. En el comunismo también podían encontrarse variantes de estas doctrinas, pero el fascismo se diferenciaba de este último en que aceptaba una propiedad privada significativa, rechazaba el igualitarismo, hacía hincapié en el nacionalismo más que en el internacionalismo y, en el caso alemán, promovía un virulento y explícito racismo y antisemitismo.
La agresiva expansión militar de las potencias fascistas las condenó a la destrucción total, mientras que el Holocausto de Hitler desacreditó el nacionalismo entre los países occidentales. La ideología fascista nunca pudo ser revivida de ninguna manera real en una era de materialismo, hedonismo, democratización parcial e igualitarismo cada vez más radical.
Sin embargo, el término nunca ha muerto, ya que su sonido sibilante y siniestro, junto con su propio significado indeterminado, lo hacen ideal para estigmatizar indiscriminadamente, aunque al precio de convertirse en un «significante vacío», desprovisto de cualquier contenido preciso que no sea el rechazo. Su uso posterior tiene pues poco que ver (en última instancia, nada) con el fascismo histórico, más allá de la más vaga referencia simbólica que se pueda concebir. Desde 1945 han ido apareciendo varios grupos auténticamente neofascistas, pero estas iniciativas se han ido debilitando cada vez más con cada década que pasa. El Movimento Sociale Italiano, un importante partido minoritario, parecía en su día el mejor candidato para la etiqueta del neofascismo, pero se fue moderando y mutó continuamente para ganar votos. En la década de 1990 se había transformado en Alleanza Nazionale, un grupo parlamentario de centro-derecha relativamente estándar y anodino. Una regla empírica válida es que cuanto más importante es un grupo extremista, menos verdaderamente neofascista es. Y a la inversa, cuanto más auténticamente neofascista, más pequeño, más aislado y condenado a la irrelevancia.
No obstante, «fascista» ha seguido siendo un epíteto popular porque no se asocia tanto con Mussolini, el fascista original, como con Hitler y el Holocausto, una asociación que le confiere un poder imprecatorio especial. La asociación con Hitler implica algo no sólo malo, sino positivamente demoníaco y que hace referencia a una fuerza metafísica o espiritual negativa. Como escribió Yuri Slezkine en 2004, de un modo perverso y autodestructivo Hitler ganó la «batalla de conceptos» contra Stalin estableciendo el «culto a la etnicidad» y un «enfoque focus en la demonología», de modo que «el modo más duradero en que la Segunda Guerra Mundial transformó el mundo fue que dio a luz un nuevo absoluto moral: los nazis como mal universal».
Ese absoluto moral es tanto más importante en el siglo XXI, a medida que la política progresista asume cada vez más un tono redentor y salvífico, como una especie de religión sustitutiva. El fascismo entendido como nazismo ofrece un blanco ideal, irreductible en su maldad adamantina, y otorga a las víctimas de Hitler un lugar de honor negado a las igualmente numerosas víctimas de Stalin o Mao.
Gottfried repasa las interpretaciones del fascismo de los teóricos liberales y de izquierdas durante la era fascista original, y luego dedica una breve atención al movimiento antifa más reciente. El prototipo de antifa fue la Antifaschistische Aktion, una organización de activistas callejeros formada por el Partido Comunista alemán en 1932 como una iniciativa de «frente unido» para ir más allá de su ya numerosa milicia. Esa milicia, la Roter Frontkämpferbund (Liga de Combatientes del Frente Rojo), tenía un uniforme y una apariencia más estrictamente militares que el de los propios camisas pardas nazis (SA).
Más tarde, el antifascismo revolucionario, quizás más que el marxismo-leninismo, serviría como mito fundacional de la Alemania Oriental comunista. El Muro de Berlín, construido por las autoridades de Alemania Oriental para frenar la oleada de emigración a Occidente, fue bautizado por sus constructores como la «Muralla de Protección Antifascista». El término se introdujo en el mundo angloparlante con la formación de Antifascist Action en el Reino Unido en 1985 y posteriormente pasó a los Estados Unidos.
Gottfried describe las doctrinas antifascistas como el motivo definitorio de la política progresista radical en el Occidente contemporáneo, una «doctrina en la sombra que se activa cuando es necesario». Los teóricos de la Escuela de Frankfurt que desarrollaron la Teoría Crítica, con su tesis de que la democracia occidental y su capitalismo desarrollado como principal nuevo caldo de cultivo del «fascismo», desempeñaron un importante papel desde el principio. Estos emigrantes alemanes propusieron su propia «doctrina terapéutica» del fascismo, considerándolo el producto de personalidades aberrantes y de trastornos psíquicos que podían erradicarse mediante la reeducación selectiva y la expresividad sexual. Gottfried traza la influencia de su «Escala F» (la «personalidad autoritaria») en la práctica terapéutica estadounidense de la segunda mitad del siglo XX.
El antifascismo ha sustituido el viejo desafío de la Comintern de los años 30 (o bien revolución violenta o bien fascismo) por un credo binario que promueve la transformación izquierdista radical como única alternativa al, una vez más, «fascismo». En los años 30 había fascistas reales, una amenaza real en varios países, y la alternativa marxista-leninista estaba muy clara, al menos hasta 1935. En el siglo XXI, la izquierda post-marxista ha sustituido la clásica lucha de clases por nuevas doctrinas de lucha de razas y géneros que rechazan el nacionalismo en favor del enfrentamiento de géneros y etnias y del culto a la víctima.
El antifascismo se ha convertido en un principio rector, especialmente para Alemania, que ha ido mucho más allá de la «reeducación» impuesta por las potencias ocupantes de la posguerra para adoptar una política penitencial permanente, acompañada de una «historiografía penitencial» semioficial que rechaza toda asociación con el pasado reciente de la nación. Esto requiere un control tanto del discurso como de las iniciativas políticas, ya que Alemania vive bajo una permanente «democracia guiada» que regula la política y la cultura. Casi todo el discurso político alemán está alineado con el antifascismo militante. Así, aunque la mayoría de las acciones políticas violentas en Alemania son cometidas por izquierdistas o yihadistas, el gobierno de Merkel dedicó no hace tanto 116 millones de euros a una «Kampf gegen Rechts» (Lucha contra la derecha), una campaña oficial para frenar no sólo a los que se dicen neofascistas, sino toda actividad política de derechas en Alemania, aunque muy pocas de estas últimas mostraban indicios de fascismo. Ningún otro país ha llegado a tales extremos para expiar crímenes del pasado, a veces hasta el punto de incluir en una lista negra meras expresiones de patriotismo alemán. Alemania casi ha alcanzado el objetivo progresista contemporáneo de ser una nación penitente y desnacionalizada, un estatus que quiere extender, mutatis mutandis, a todos los países occidentales.
El término «fascista» ha sido aplicado a los movimientos populistas surgidos en el siglo XXI, pero Gottfried no encuentra similitudes significativas entre el fascismo y este tipo de movimientos políticos, ya que ninguna de sus expresiones ofrece una alternativa clara a la democracia occidental. Las propuestas de reforma de estos movimientos son casi sin excepción más moderadas que las de la izquierda.
El principal objetivo del progresismo contemporáneo no es, por supuesto, derrotar a cualquier fascismo inexistente, sino demonizar cualquier residuo de tradición, religión, cultura y gobierno constitucional histórico que aún permanezca, hasta el punto de eliminar un sentido básico de la realidad. En los esfuerzos por imponer la ideología transgénero, por ejemplo, vemos que el Estado es utilizado como un instrumento de transformación cultural e institucional en algunos aspectos más ambicioso que las transformaciones intentadas por los propios Estados fascistas y comunistas clásicos.
Algunos críticos conservadores contraargumentan que este progresismo radical es en realidad el nuevo fascismo, pues habría adquirido varios de los rasgos distintivos del fascismo. Por supuesto hay paralelismos, como sucede en los casos de todos los movimientos radicales o revolucionarios. El progresismo contemporáneo busca una revolución antropológica, aunque bastante diferente de la que buscó el fascismo: no nacionalista, virilista y vitalista, sino transgénero y transhumanista. En 2020, algunos exponentes del progresismo defendieron la conveniencia de una violencia terapéutica, aplicada sin embargo, principalmente, contra los símbolos y la propiedad, pero no contra seres humanos. El progresismo es cada vez más coercitivo, como resulta casi inevitable en cualquier movimiento que se proponga imponer una igualdad radical, pero descansa sobre una base filosófica de personalismo radical y autoindulgencia subjetiva.
Una parte importante del análisis de Gottfried es su disección de la revolución cultural para la que el antifascismo sirve a menudo de cobertura retórica. Llega a la conclusión de que «el antifascismo contemporáneo es, en algunos aspectos, más radical que el fascismo (o también que el comunismo), sobre todo en lo que respecta a la revolución antropológica».
En la última parte del libro, Gottfried reflexiona sobre la interpretación del fascismo presentada hace más de medio siglo por el historiador políticamente incorrecto Ernst Nolte, que planteó la interpretación más rompedora propuesta por cualquier historiador alemán de la segunda mitad del siglo XX. Nolte había caracterizado originalmente al fascismo filosófica y metafísicamente por su «resistencia a la trascendencia». George Mosse cuestionó esta caracterización alegando que el fascismo proponía su propia forma de trascendencia. Gottfried, sin embargo, concluye que Nolte estaba en lo cierto.
El fascismo histórico hacía hincapié en la preservación de una comunidad ancestral y en lo que consideraba la naturaleza esencial del hombre (como criatura de instinto, tanto o más que de razón) y se concentraba en la lucha contra un enemigo colectivo. Nolte subrayaba correctamente que el fascismo pretendía liberar energías e impulsos que tanto la educación cristiana tradicional como los modelos sociales reformistas posteriores intentaron reprimir, objetivos esencialmente regresivos más que trascendentes.
Puede parecer que la cultura y la política del antifascismo, tal y como las define Gottfried, descansan sobre múltiples contradicciones, pero es el propio autor quien subraya que ésta ha sido una de las fortalezas del antifascismo, ya que se trata de una ideología de constante crítica negativa y perpetua asertividad que, al igual que el fascismo primigenio, requiere impulso para mantener la iniciativa. El control generalizado del sistema educativo y de los medios de comunicación le permite ignorar y excluir las críticas, mientras que una nueva alianza con el capitalismo corporativo (otra aparente contradicción) le abre la puerta a una financiación masiva, algo de lo que históricamente no han disfrutado ni comunistas ni fascistas.
Gottfried concluye que una función importante del antifascismo como doctrina es crear una historiografía ideológicamente revisada para imputar así los crímenes del fascismo (es decir, del nazismo) al enemigo principal, a saber, a la civilización cristiana occidental, redefinida durante la última generación como la principal responsable mundial de la opresión racial y, por tanto, del propio Holocausto.
El antifascismo resulta así clave para reforzar una interseccionalidad radical que logre una revolución permanente más continuada en el tiempo y, en algunos aspectos, más profunda que cualquiera de los sueños del marxismo-leninismo o de la «revolución cultural» de Mao. En comparación, el viejo comunismo era anquilosado y conservador. Su muy restringido feminismo y su rechazo total de la reasignación sexual deban como resultado un mantenimiento de los roles sexuales de una manera aborreciblemente reaccionaria para estos nuevos radicales, e incluso para los progresistas moderados. Así, en su fase post marxista-leninista, Rusia y China son marcadamente conservadoras y nacionalistas en comparación con el Occidente contemporáneo.
Algunos lectores pueden estar en desacuerdo con Gottfried cuando presenta el antifascismo como el rasgo definitorio del progresismo radical occidental del siglo XXI. Ciertamente, la ideología radical dominante en nuestra época es compleja, ha pasado por diferentes fases de desarrollo y hace énfasis en diferentes aspectos con cada década que pasa. Esta ideología no sólo es la primera gran ideología revolucionaria que se ha originado en gran medida en los Estados Unidos, sino que también es la primera que no tiene un único nombre formal, de modo que los comentaristas y críticos han empleado una serie de distintos términos, desde la «corrección política» derivada del maoísmo hasta el énfasis actual en el «wokismo». Cada uno de ellos es una forma de sinécdoque, que toma una parte por el todo. Seguramente Gottfried tiene razón al sostener que el antifascismo es un recurso retórico indispensable que ha demostrado ser más ubicuo y eficaz que cualquier otro en su uso político moderno.
Aunque el antifascismo contemporáneo no es ni fascismo ni marxismo, Gottfried juzga que en algunos aspectos es más radical que ambos, sobre todo en la dimensión clave de la revolución antropológica, en la que el progresismo radical ha alcanzado un lugar único. De ahí sus palabras finales de que «en el ámbito cultural, los antifascistas de hoy son radicales de un modo para el que no existen precedentes históricos».
Antifascism: The Course of a Crusade
Paul Gottfried
Northern Illinois University
216 páginas
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