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17 de mayo de 2024

Ilustración: Irene Montero, infancia, niños, sexualidad

Lu Tolstova

El Debate de las Ideas

La ortodoxia del vicio

Algunos ejemplos son muy conocidos: a una menor de edad se le «prohíbe» el uso de alcohol, pero puede abortar sin conocimiento de sus padres

Día a día, hay noticias de agresiones sexuales, de actos de violencia y de crímenes abyectos, algunos casi inimaginables, de tan repulsivos. El escándalo es que todo eso no escandalice. Quizá porque esas noticias coinciden con un ambiente de despreocupación cínica respecto a la verdad en las relaciones humanas y, de modo especial, en la política.
Una parte de la filosofía y de la cultura posmodernas defiende que la verdad es un constructo social, cambiable y relativo. No es así en la mayoría de las experiencias humanas, donde, sin verdad, no habría avance de las ciencias, claridad en los negocios, eficacia en los diagnósticos médicos y en el amplio campo de lo cotidiano. Ningún filósofo posmoderno podrá convencer a quienes les toque el Gordo de Navidad que eso no es verdad, sino un constructo. Y cobran de verdad el premio y lo celebran de verdad.
Mézclese un cierto acostumbramiento a las noticias de agresiones sexuales y a la violencia en cualquiera de sus formas con la descoloración de la verdad y se tendrá un caso de decadencia moral. Esa decadencia se nota en el desuso del término y del concepto de pecado, del latín peccatum, con el sentido de delito, de acción culpable en la sociedad romana y, con diversos nombres, en cualquier cultura que ha sido estudiada, muchas de ellas primitivas. No tener en cuenta el pecado es una derivada de la negación, en la práctica, de una concepción objetiva de la moralidad, de la cual hay una pista en las más diversas culturas con la expresión «no quieras para los demás lo que no quieres para ti». Ahí hay un principio de alteridad. En cambio, para el individualismo egoísta la única norma sería «haz lo que quieras, si te apetece». Si es con otro u otra, eso sí, consentimiento. Como si consentir fuera algo mágico, cuando en realidad se pueden consentir tanto en realizar una gran obra en común como en perpetrar una masacre.
Cuando esto sucede en una sociedad, como ha ocurrido a veces en la historia, se puede hablar de degeneración. Un testimonio romano es el del Tito Livio: «al debilitarse gradualmente la disciplina, sígase mentalmente la trayectoria de las costumbres: primero una especie de relajación; después, perdieron base cada vez más y comenzaron a derrumbarse: hasta que se llegó a estos tiempos en que no somos capaces de soportar nuestros vicios ni su remedio». Esta decadencia moral puede coexistir con adelantos científicos y técnicos. Es más, algunos de esos adelantos pueden utilizarse para hacer daño, desde el caso extremo de las armas nucleares hasta el teléfono móvil. Los dos «progresos» han sido posibles gracias a algo tan avanzado como la física cuántica.
Al venir a menos la consciencia de pecado, se imposibilita o se debilita la consciencia del valor de la virtud. Por ejemplo, en el caso de las agresiones sexuales, las virtudes cuyo ejercicio las impedirían o al menos limitarían son la castidad, la moderación o templanza y la justicia. También la justicia, junto con la caridad y la misericordia, es el mejor entrenamiento para evitar la violencia. ¿Se enseña esto, virtudes, en millones de familias? ¿Y en los colegios? Porque la tónica usual en centenares de películas, series, cómics, páginas de internet es considerar, por ejemplo, la virginidad como una tacha, incluso objeto de burlas.
Pero hay una explicación más en profundidad: en cada sociedad se acaba dando un conjunto de creencias y de ritos que señala los comportamientos que se consideran correctos, a la vez que denuncia los incorrectos. En una palabra: una ortodoxia. Siempre acaba habiendo una ortodoxia. En muchas sociedades occidentales lo ortodoxo es una displicente tolerancia del vicio, una creciente deformación de la conciencia moral y una extraña combinación de hipocresía y de cinismo. Algunos ejemplos son muy conocidos: a una menor de edad se le «prohíbe» el uso de alcohol, pero puede abortar sin conocimiento de sus padres. En la llamada ley de bienestar animal se reconoce, antijurídicamente, derechos a los animales, cuando no hay derecho sin la contrapartida, por parte del mismo sujeto, de un deber. El deber es del ser humano hacia los animales. En cualquier caso, el animal recibe un tratamiento más favorable que el embrión humano.
No pienso que eso sea dominante socialmente, pero sí mediática y jurídicamente, porque, se quiera o no, las leyes, también cuando son defectuosas e injustas, suponen una cierta «moralidad», de la que muchos medios se hacen eco y las personas sin un mínimo de sentido crítico acaban aceptándola. Como se ha visto muchas veces, lo social se va haciendo poco a poco a los rasgos dominantes de lo mediático. La gente acaba haciendo lo que oye o lee que se dice hacer cada vez con más frecuencia. El ser humano puede adaptarse al bien, pero también a la mediocridad y al borreguismo. Y acaba respetando la ortodoxia del vicio.
  • Rafael Gómez Pérez es escritor y profesor emérito de Antropología Cultural (UCM)
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