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28 de abril de 2024

El retorno del hijo pródigo de Rembrandt

El retorno del hijo pródigo de Rembrandt

El Debate de las Ideas

Apología del hermano mayor

Este artículo se propone, quién sabe si quijotescamente, salir al paso de las calumnias sufridas por el vilipendiado hermano mayor de la parábola del hijo pródigo

Si acudimos al Diccionario de la Lengua Española, el término «apología» se define como «un discurso hablado o por escrito, en defensa o alabanza de alguien o algo». A tenor de la acepción, si todavía hoy la retórica clásica ejerce alguna función sobre nuestra memoria, su razón –su logos– oscila entre el género judicial y el epidíctico. Bien lo supo Platón al poner en boca de Sócrates su defensa ante los jueces de Atenas, con una mezcla de apasionada y lúcida ironía.
Este artículo se propone, quién sabe si quijotescamente, salir al paso de las calumnias sufridas por el vilipendiado hermano mayor de la parábola del hijo pródigo (Lc.15, 11-32). Por ser una causa dudosa, y por dudosa polémica, me conformaría con que reflejase la sencilla precisión que el Tesoro de la Lengua Castellana (1611) de Sebastián de Covarrubias atribuía a una apología: «Vale defensión, excusación, respuesta y satisfacción».
No pretendo justificar el comportamiento del hermano mayor. Celos, envidia, soberbia u orgullo, y también rivalidad mimética, se le pueden reprochar con motivo. Hasta Henri Nouwen, autor del delicioso comentario El regreso del hijo pródigo, pasa como de puntillas, con un indudable malestar, por esta figura en la que, si somos honrados, no podemos dejar de reconocernos en muchas ocasiones. ¿Acaso cualquiera de nosotros al menos no suspiraría al ver readmitido con trompetería al indeseable compañero de trabajo que nos dejó tirados en el peor momento para irse con una parte de nuestros proyectos a la competencia? Además, ¿no sorprende que quienes se muestran tan misericordiosos con el hermano pequeño se vuelvan acusadores furibundos del hermano mayor?
La parábola del hijo pródigo versa sobre el perdón y el amor. Aunque sólo fuera por ello, ¿no resulta de verdad sospechoso que el padre que perdona y ama de manera incondicional al hijo que los abandonó y que vuelve dispuesto a persuadir y a seducir haciéndose el digno con una frase ensayada, en cuanto tiene la ocasión abronque o ponga en su sitio, con más o menos delicadeza, a su otro hijo? ¿No será conveniente leer de nuevo pausadamente el pasaje evangélico, atendiendo a los detalles que quizás se nos hayan escapado en una lectura apresurada?
El padre no reprocha, no recrimina, no culpa al hermano mayor. Eso sería lo fácil. El padre llega mucho más allá: le revela todo el amor que siente por él, único y singular. La voluntad del padre no se rige por la soberanía. Ni indulta generosamente al hermano pequeño, ni le recuerda al mayor quién imparte la justicia. Se expresa por la gracia. Esta es la tesis escandalosa.
Regresemos al texto. El paso del tiempo es un elemento clave de la historia en el que quizás no se haya reparado suficientemente. En el famoso cuadro de Rembrandt, que representa el abrazo del padre, el hijo pródigo sigue siendo un joven, mientras que el hermano mayor, a la derecha, ricamente ataviado, es un hombre entrado en años. ¿No pudo ser de otra manera?
He estado dándole vueltas a los adjetivos con que el pasaje evangélico designa a sendos hermanos. La Vulgata utiliza «adulescentior» y «senior». El original griego, «neóteros» y «presbíteros». Ambos son comparativos, sin establecer oposición entre ellos. ¿Sería traicionar el sentido del texto constatar que, al principio del relato, el pequeño era más joven y que, al final, el mayor era más maduro, más «viejo»? ¿Por qué aceptar sin más que el lapso del tiempo ha sido relativamente corto?
A veces tengo la impresión de que en la simpatía por el hijo pródigo interviene la condescendencia que solemos sentir por el crápula irresponsable que descubre que está a tiempo de rectificar después de haber cometido un error mayúsculo. Me parece que la parábola apunta una trama mucho más delineada en términos también psicológicos.
Se marchó de la casa un joven arrogante y endiosado que no esperaba tener que volver. Contaba con todas las riquezas que se había podido llevar. Después de años, regresaba un vicioso desengañado, con un resto de decencia, dispuesto a admitir el precio humano de su derrota. Las entrañas del padre se conmueven porque, más allá de otra consideración, el hijo ha decidido volver, como repite a los criados y al hijo mayor: «Estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y ha sido encontrado».
Medítese ahora en el otro hermano. Él también sufrió una pérdida, no sólo económica, sino humana. Durante años ha intentado compensar y consolar a su padre siéndole lo más fiel posible. Conoce el peso de la ausencia y la respeta. Desconcertado por la música, siempre hay alguien (un compañero, un «servus», un «paídos») que, aparentemente neutras, dice las palabras que puedan herir más: «ese hermano tuyo»… «tu padre está feliz de haberlo recuperado sano». Ni tan siquiera le han esperado para comenzar el banquete. ¡Cómo no encenderse de indignación!
Las respuestas del padre a cada hijo son mucho más matizadas de lo que a simple vista pudieran parecer. Se abalanza sobre el hijo que regresa, pero no cruza con él ni una palabra. Se le echa al cuello, lo besa y no atiende a lo que va a decirle. Sin duda, al dar instrucciones a los sirvientes sobre la organización de la fiesta, exulta de alegría, pero en su silencio también está comunicando al hijo una profunda verdad sobre sus sentimientos. ¿No nos ha pasado nunca que, cuando medio a regañadientes alguien nos haya pedido perdón, nuestra respuesta haya sido una mirada, una palmada y un breve comentario, completamente sincero, que da a entender que está bien que todo esté resuelto y miremos adelante tomándonos un café?
¡Qué diferente la relación con el hijo mayor! El padre también sale en su busca, pero empieza a hablar con él. La Vulgata dice que le «rogaba». El texto griego emplea el verbo «paracalein»: le invitaba, le consolaba, le exhortaba, le suplicaba, hasta se disculpaba. Quienes somos padres, sabemos que nuestros hijos a veces se enfadan con sus motivos y se encabezonan. En esos momentos nada hay más contraproducente– y también injusto- que cantarles las cuarenta y exigirles que no nos pongan en evidencia.
La paciencia del padre con su hijo mayor da lugar a un diálogo brevísimo de una prodigiosa intimidad y confianza mutuas. Mientras enumera los agravios, ¿es posible imaginar al hijo secándose con el dorso de las manos el sudor mezclado con las lágrimas de un niño que requiere saber de su padre si de verdad le han importado algo todos esos años de sacrificio y entrega sin esperar nada a cambio? Bajo los antipáticos reproches al otro hermano, se refleja también una verdad íntima y desnuda que conmueve tanto las entrañas del padre hasta hacerle exclamar: «Hijo, tú siempre estás conmigo; todo lo mío es tuyo».
Con ese punto de ternura en que «hijo» incluye el sentido de «muchacho», pues los años no impiden que los padres sigamos viendo en el fondo de nuestros hijos los niños que ya no son, el padre está invitándole a compartir hasta la raíz los sentimientos de su corazón. El uso de la adversativa tajante en la traducción puede confundir: «pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse», como si le estuviese recordando quién al final es el que manda. Es evidente que pone un límite a la queja del hijo, ahora bien, para reconducirla a su plena e impensada satisfacción. ¿No es acaso Cristo mismo, uno con el Padre, el modelo perfecto al que debiera tender el hijo mayor?
No sabemos si al final entró en la casa, como tampoco si el hermano menor se había apresurado a salir para abrazarse con él. Como en tantas otras ocasiones el Evangelio nos deja abierta la puerta de la casa paterna para tomar una decisión y actuar. En ese umbral ojalá nos sigamos reencontrando los unos con los otros.
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