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El Debate de las Ideas

Lectura y esfuerzo

En una conferencia pronunciada allá por 1978 en la Universidad de Belgrano, Borges, invocando a Montaigne («No hago nada sin alegría»), declara que «el concepto de lectura obligatoria es un concepto falso». Borges habla desde una concepción hedonista de la literatura. La literatura no tiene finalidad más alta que la de procurarnos placer: esto es lo que Borges sostiene. Cualquier otro rédito que logremos extraer de la lectura de un poema o una narración pertenece a un nivel subsidiario respecto de su función primigenia de proporcionarnos unos instantes de disfrute íntimo.

Borges –consumado orador, a quien en ocasiones no le importa bordear los límites de la demagogia si a cambio obtiene el premio de una frase redonda y lapidaria- sabe dar con la fórmula feliz que subyuga a su auditorio. Una construcción paralelística le sirve para aplicar a su tesis un broche fastuoso. Afirma: «Un libro no debe requerir un esfuerzo, la felicidad no debe requerir un esfuerzo».

Es muy bonito esto que dice Borges, sin duda, pero ¿es verdad? Al unir el libro a la idea de felicidad y afirmar que ésta no debe requerir un esfuerzo, la lectura exigente queda descartada como fuente de enriquecimiento personal. Y, sin embargo, ensanchar nuestra inteligencia y nuestro espíritu, que es justo lo que logramos al involucrarnos en la lectura de un libro «difícil», ¿no es acaso un motivo de alegría? ¿No obtenemos una recompensa tangible, aunque en ocasiones diferida en el tiempo, cuando el afán por penetrar en alguno de esos textos que reclaman de nuestra parte algo más que una descodificación instantánea nos permite acceder a espacios de nuestra interioridad desconocidos hasta ese momento?

Lo cierto es que, consciente o no de ello, Borges habla para un tiempo que ha entronizado lo lúdico como paradigma central del acontecer humano. De ahí que sus palabras aviven en nosotros un fondo de simpatía. Intuimos que sus afirmaciones son ciertas porque se pliegan de manera modélica al espíritu de la época. El espíritu de la época apuesta por lo liviano. Defiende que nuestro ocio debe dirigirse a actividades susceptibles de proporcionarnos una retribución fulminante. Frente a la serie televisiva del momento o al videojuego de moda, Dante u Homero, Garcilaso o Platón se antojan apolillados fósiles que, en el mejor de los casos, subsisten como vestigios de una cultura rancia y elitista. Una sociedad igualitaria, donde la forma de autorrealización personal consiste en que cada individuo aprenda a explotarse a sí mismo en parecidos niveles de alienación, exige que sus paréntesis de ocio se hallen saturados de artefactos grandilocuentes capaces de proporcionarnos gratificaciones inmediatas.

Pero la ideología de la emancipación, fundada en el entretenimiento ligero y la exaltación de lo banal, se vuelve pronto una nueva modalidad de sumisión. Las consecuencias acaban siendo de un cariz diametralmente opuesto a lo que se persigue. El sujeto de la sociedad festiva se transforma en siervo de su propio aburrimiento. Cada lapso de fugaz satisfacción representa un mero intervalo entre dos inmensos vacíos y, por tanto, el sentido de la existencia no puede sino limitarse a perseguir con ahínco, allá dondequiera que se encuentre, el siguiente microéxtasis de placer. Programado desde niño para eludir las formas de maduración que impliquen una cierta ascesis de atención y recogimiento, el individuo de la era tecnológica buscará siempre el camino más corto para alcanzar el grado óptimo de realización en sus propósitos evasivos.

Y es aquí donde se localiza la gran paradoja. Porque la persecución de un escapismo fácil aboca a una sociedad cada vez más exhausta. Pasar de un entretenimiento al siguiente, sin apenas solución de continuidad, nos está llevando a una sociedad de seres agotados en razón de su misma compulsión escapista. A medida que aumenta el porcentaje de personas que aceptan que la diversión es el valor máximo que debe regir una vida, crecen también los sectores de población aquejados por las secuelas de la patología emblemática que aflige a las sociedades ricas: el tedio.

Parte de nuestro malestar cotidiano se deriva del hecho de que vivimos encadenados a necesidades secundarias a las que nuestra imaginación ha elevado a un rango existencial. El hombre de este Occidente en decadencia identifica en el aburrimiento la huella de un fracaso privado, el estigma de su naufragio personal. Sin embargo, el aburrimiento puede también albergar tesoros ocultos. Puesto bajo el designio de un proyecto creativo y sostenido en el largo plazo, el aburrimiento depara sus propias bendiciones. Es en esta certeza en la que debemos apoyarnos a fin de sortear los frecuentes chantajes con que adolescentes y jóvenes intentan que cedamos a su ansia voraz de distracciones permanentes.

Debemos recordarnos a nosotros mismos que hacer bien las cosas requiere una determinación en la que se templa nuestra constancia. Se necesitan altas dosis de paciencia y una generosa inversión de tiempo para dominar los rudimentos de cualquier disciplina a la que uno decida consagrarse. De ordinario no hay diversión, o la hay muy raramente, en el sacrificio que implica extraer lo mejor de uno mismo en la aplicación a un dominio dado. Pero si estamos dispuestos a ello es porque hemos aprendido –nos han enseñado- que es en el espacio que separa lo bueno de lo mediocre donde asiduamente se decide el destino de una vida.

Ocurre igual con la lectura. Borges, en su conferencia en la Universidad de Belgrano, alude a una clase de felicidad que brota de manera espontánea. Y es verdad que, en ocasiones, la vida nos regala instantes de una plenitud que son como primicias de una dicha perfecta. Pero la mayor parte de las veces un trabajo oculto y silencioso, dilatándose a lo largo de los años, precede a la consecución de nuestros logros. Esto es lo que debería enseñarse a los estudiantes de literatura en cualquiera de los niveles de su formación. En lugar de decirles que leer es única y exclusivamente una fuente de placer asequible, y que no hay nada malo en abandonar a las primeras de cambio un texto que nos presenta algún obstáculo para su comprensión, deberíamos dotarlos de las destrezas necesarias para que puedan enfrentarse a un libro complejo con garantías de llegar a penetrar su sentido.

Es en los clásicos donde encontramos el depósito más hondo de nuestra identidad. Son ellos los que dibujan los contornos del marco civilizatorio al que seguimos perteneciendo. Sin los clásicos, nuestra cultura queda reducida a una exhibición trivial y epidérmica de las pasiones del momento. Acudimos a los clásicos no porque deseemos revestirnos con una pátina de prestigio social, sino porque en ellos hallamos luz al misterio que envuelve nuestra existencia.

Y hay algo más. En las etapas más críticas de nuestra biografía necesitamos modelos en los que descubrir que no somos especímenes extraños. Resulta muy saludable para la salvaguarda de nuestro equilibrio psicológico, en especial en aquellas fases de la vida en que nuestra identidad se halla en trance de definición, saber que otros antes que nosotros han experimentado angustias y dilemas, inseguridades y deseos análogos a los nuestros, y que además han acertado a expresarlo en el molde, estéticamente sublime, de unas cuantas fórmulas intemporales. Eso es lo que encontramos, muchas veces para nuestra misma sorpresa y deslumbramiento, en las grandes obras y personajes de la literatura universal. Allí resuena el eco de los eternos enigmas de nuestra conciencia, la maraña de conflictos que el ser humano arrostrará hasta la consumación de los tiempos.

Por desgracia, con demasiada frecuencia los referentes de la cultura popular sólo alcanzan a ofrecernos una versión muy disminuida, y a veces degradada o paródica, del universo de las pasiones que agitan la existencia. En cambio, la gran literatura, si no nos desanimamos en el esfuerzo inicial que supone adentrarnos en sus páginas, no sólo nos regalará instantes de consuelo y alivio, multitud de pasajes destinados a perdurar en nuestra memoria con la fuerza misteriosa de una revelación, sino que, en la medida en que nos conmine a una atención sin resquicios, se convertirá en el medio privilegiado de expandir nuestra capacidad de comprender y admirar los vastos dominios de lo real y, en consecuencia, nos permitirá ampliar, siempre más allá de lo esperado, nuestras posibilidades de disfrute del mundo.

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