
El eternauta (Netflix)
Angustias y comedias
No quiero ver El Eternauta. A tenor de la sinopsis y de las imágenes que rulan por ahí, es seguro que la serie azuzaría los pensamientos funestos que me rodean
Entre las plataformas que pago y aquellas en las que entro de polizón; e ignorando por un momento, a modo de ejercicio mental, las preferencias indoblegables de mi mujer; cada noche puedo encender el televisor para ver lo que me venga en gana. Y digo puedo en el sentido de que es factible: basta con darle a la lupa y pespuntear sobre el alfabeto; solo que a la vez no puedo en el sentido de que mi estado de ánimo restringe mucho las opciones, hasta el punto de que escasos son los títulos que puedo permitirme últimamente. Sucede con El Eternauta, la serie de Ricardo Darín. Puedo verla porque tengo Netflix; pero al mismo tiempo no puedo, a menos que desee levantarme a los diez minutos como un resorte, apagar la tele con un espasmo y recorrer el piso a grandes zancadas, acelerando en el intento de hacer la de Superman: invertir la rotación de la tierra en busca de un punto del pasado en el que no haya visto esos malditos diez minutos.
No quiero ver El Eternauta. A tenor de la sinopsis y de las imágenes que rulan por ahí, es seguro que la serie azuzaría los pensamientos funestos que, desde el comienzo de la primavera, me rodean como una nube de moscas. Callaré las razones de mi desasosiego, entre otras cosas porque no las tengo muy claras. Quizá no sea más que eso, la primavera, este año más hermosa que de costumbre ―puede que demasiado hermosa―, y lo tontas que se ponen las moscas con el presentimiento del verano. No quiero, pues, ver El Eternauta… Solo que al mismo tiempo quiero verla, ya que ningún género me interesa como el apocalíptico, el más plausible de los géneros, diría que un género casi costumbrista. No es lo mismo, por ejemplo, ver El exorcista creyendo en el diablo que sin creer en él; y yo creo en el apocalipsis, quiero decir: estoy bastante seguro de que el final de nuestra raza, o al menos una crisis que la mengüe de manera radical, nos pillará con el corazón aún en funcionamiento. «Estadísticamente es casi imposible que nos toque», dicen, pero eso es justo lo que dirá la última de las generaciones sobre la tierra, la nuestra probablemente.
Pero que esté convencido no implica que esté conforme. De poder elegir, elegiría que la humanidad, la estirpe de Caín, entretenida como pocas, perviviera todavía durante milenios, sobre todo por mis hijos, y sus hijos, y los hijos de sus hijos. Así, para ver una peli sobre una invasión alienígena o sobre un meteorito que ha cruzado las vastedades cósmicas para dirigirse con envidiable puntería a la ciudad de Nueva York, requiero cierta entereza. Y como en mi caso la entereza nunca es estoica sino derivada de la alegría de vivir, y como la alegría de vivir depende de la esperanza, y como tengo la esperanza magullada y paticoja, está claro que no es momento de ver El Eternauta.
Ya le llegará la ocasión; aunque no parece que vaya ser pronto porque esta vez está dándome fuerte. Pasan las semanas y no mejoro. Los días los tengo más o menos controlados, pero en cuanto el sol se pone, se entenebrecen los pensamientos. Al sentarme en el sofá para la cena, algo envarado y en actitud defensiva, solo puedo digerir comedias tontorronas, de esas que protagonizan los de La que se avecina, de las que aseguran que la vida no va del todo en serio y que, en cualquier caso, siempre acaba bien. Sin embargo, ya no basta: ahora necesito que el arrullo me acompañe hasta el mismo interior del sueño. Por eso hemos comprado un artilugio, un brazo que se agarra al cabecero de la cama y sirve para sostener el móvil. Con los ojos entrecerrados por miedo a reparar en la angustia erguida en la esquina de la habitación, me quedo frito mientras Jennifer Aniston y Adam Sandler se embarcan en las aventuras más inverosímiles.
En anteriores crisis ―denominadas en el ámbito familiar como fatiguitas existenciales―, era suficiente la radio si estas revestían carácter puntual; en cambio, si se prolongaban, me veía obligado a seguir un protocolo muy similar al que ahora practico cada noche. En Corea, a un mes de reunirme con mi mujer embarazada y totalmente convencido de que el avión de vuelta se estrellaría a la altura de Ulán Bator, capital de Mongolia, recurrí a The Office, con diferencia la serie que más felicidad me ha aportado hasta la fecha. Entre Michael Scott y sus cosas, Dwight Schrute y las suyas, y la odisea de Jim Halpert para regresar a los brazos de Pam Beesley, pasé mal que bien aquel diciembre, solo, angustiado y en las antípodas. Por los viejos tiempos he procurado regresar a The Office en este nuevo brete, pero la serie ha adquirido con los años un cariz melancólico que empeora la situación. Además resulta un poco demasiado inteligente. La crisis actual precisa comedias que sean estúpidas sin remisión, comedias de baba caída, capaces de embotarte hasta sumirte en un estado comatoso, sonriente a intervalos de pura sandez.
A menudo me despierto en mitad de la noche, por lo común a las cuatro de la madrugada. Poner otra comedia a esas horas sería de lunáticos, y aquí nos preciamos mucho de estar en el bando de los cuerdos, en el que quedamos cuatro cabezas mal contadas. Tanto leer como escuchar la radio no distraen lo suficiente: dejan resquicios por los que pueden acabar manando los ácidos mentales. Cabría rezar, pero temo que al invocar por ejemplo el nombre de María, o al repetir aquello de «Jesús, hijo de David, ten compasión de mí», que en otro tiempo me acompañó como un latido, la oscuridad y la duda se ciernan sobre mi pobre fe, de la que tanta necesidad tengo. De modo que, como habría sucedido en el caso de ver El Eternauta, me levanto buscando algo que no acierto a definir, recorro los pasillos con prisa, bebo agua de la botella, me acuesto, saco una pierna fuera del edredón y, sin saber cuándo ni de qué manera, me quedo finalmente dormido.
Me doy cuenta de ello al día siguiente, al despertarme. En el tejado del vecino se mecen cuatro espigas de trigo, y me pregunto cómo se las habrán averiguado las semillas para llegar hasta allí. La luz que penetra en el dormitorio es vivificante. Irrumpen los niños en la habitación, bulliciosos, más primaverales incluso que la misma primavera, tan hermosa este año. Preparo el desayuno y envuelvo los bocadillos en papel albal. Los varones se preparan en un instante mientras las niñas dirimen si el día está para trenza, felpa o coleta. Peinaditos y con la mochila preparada, se despiden en el umbral.
Apenas pasan unos segundos cuando la madre, llevada por un recuerdo súbito, sale apresuradamente al balcón: «¡Madre mía…!», grita. Y los niños, sin dejar de bajar la calle en dirección al colegio, contestan con musical desgana: «… no te alejes, tu vista de nosotros no apartes, ven con nosotros a todas partes y solos nunca nos dejes». «¡Sagrado Corazón de Jesús…!», grita de nuevo Matilde con los niños a punto de doblar la esquina. «… en Vos confío». «¡¡Dulce Corazón de María…!!», se desgañita. Y las lejanas voces de cuatro niños que ya no se ven responden: «… sed la salvación nuestra y la de todo el mundo». Son las nueve de la mañana: en doce horas volverá a oscurecer.