
Trabajo en una granja ecológica.
El trabajo, ¿es de verdad humano?
Lo bueno de Cincinato es que, en realidad, nadie pretendió emular su ejemplo
El trabajo es uno de los temas que, por término general, ha sido peor tratado por parte de los filósofos. La gente que se ha dedicado a pensar, en demasiados casos, le ha hecho ciertos ascos a la labor, aunque algunos le hayan prestado elogios falaces. Dentro de los romanos se supone que Cincinato era un arquetipo moral; un señor que, cuando la República le requirió para salvar a la nación, dejó el arado de sus campos y capitaneó a la comunidad asumiendo la potestad suprema. En cuanto concluyó su tarea, y al contrario que un Pedro Sánchez cualquiera, renunció a los cargos y dignidades, y regresó a su finca, a seguir cultivando con sus propias manos. Lo bueno de Cincinato es que, en realidad, nadie pretendió emular su ejemplo. Los Cicerón y Séneca amaban la vida rústica, o a veces presumían de ello, pero no continuaban el modelo de Laertes, el padre de Odiseo que, despojado de autoridad, se había retirado a una huerta y unos viñedos del cerro, y con guantes protegía sus dedos de las zarzas mientras arreglaba los sembrados.
Hay un célebre poema de Horacio —beatus ille— que alude a este tópico de la agricultura como modelo de vida virtuosa y honorable. Horacio habla de labrar las tierras heredadas de los padres —no ser un jornalero de otro que fuera el dueño del terreno— con bueyes también propios. Pero, como sucede a menudo en Horacio, es un poema irónico, y su misma métrica ya nos da pistas, confirmadas con el giro final de sus versos. Unos versos que nos suenan parecidos al soneto castellano que se lamenta: «‘Mañana le abriremos’, respondía, para lo mismo responder mañana». En una de sus Epístolas, el poeta de Venusia muestra una querencia por el campo con un actitud más propia de turismo rural que de auténtica dedicación labriega. Y no lo oculta, sino que nos desgrana algunos de los ingredientes de un tópico literario que simula quejarse del artificio de la urbe —cara, ruidosa, hipócrita, como insistirán Marcial y Juvenal— y ensalzar las pretendidas nobles virtudes de la vida pueblerina: «Capataz de mis bosques y de la quinta en que me reconforto… Veamos quién saca las espinas con más fuerza, si yo de mi corazón, o tú del campo… Para mí es feliz quien vive en el campo, para ti el de la ciudad. Para quien gusta de la suerte ajena, la propia suele resultarle odiosa… Prefieres la ciudad, las diversiones, las termas… El burdel y la taberna grasienta te inyectan el ansia de ciudad».
Siglos antes que Horacio, Hesíodo dejó escrita una suerte de manual de tareas del campo e incluso del mar. Trabajos y días es un compendio de saber práctico que incluye consejos sobre la edad de casamiento —cerca de los dieciocho años para ellas, y de los treinta para ellos— y las disputas con vecinos o hermanos, junto con las épocas del año en que centrarse en cada actividad específica. Quizá por su mentalidad de campesino autónomo, Hesíodo quiere ver a Zeus como la deidad suprema que «fácilmente confiere el poder y fácilmente hunde al poderoso, fácilmente rebaja al ilustre y engrandece al ignorado, fácilmente endereza al torcido y humilla al orgulloso» (trad. Aurelio Pérez Jiménez y Alfonso Martínez Díez en Gredos, 1978). En Certamen, un poema muy posterior, cuya forma definitiva parece cristalizar en tiempos del emperador Adriano, se contrapone Homero a Hesíodo, y este último resulta vencedor, pues, en vez de la guerra, la espada, la excelencia en la lucha, «exhorta las bondades de la paz y del cultivo de la tierra».
Cabría pensar que el filósofo por antonomasia de las izquierdas —algunos dirán que es Engels— por fuerza debió consagrar parte de su pensamiento a encomiar el trabajo. Pero más bien encontramos en Marx una interpretación negativa del trabajo, en tanto que elemento que genera, de manera intrínseca, alienación. Marx y Engels no sólo sentían fruición por la dicotomía —trabajo frente a capital— y por el enfrentamiento humano como motor de la historia. Además, partían de un humus cultural luterano. Quienes aseguran, imitando a Weber, que la «ética protestante» ha sido el combustible del progreso y del crecimiento económico deberían replantearse por qué varias de las regiones más prósperas de Alemania son de mayoría católica, como Baviera o Renania. Se entiende que la doctrina calvinista, con su fatalismo predestinado, conduce a la sociedad hacia un comportamiento puritano y hacendoso. Lo cual, en cierto modo, explicaría el êthos estadounidense, en donde los católicos italianos e irlandeses no han logrado equilibrar la actitud rigorista e implacable de los protestantes.
Desde el lado específicamente católico, los planteamientos acerca del trabajo han sido variados. Por una parte, la divisa ora et labora («reza y trabaja») de san Benito. Una de las facetas de la espiritualidad benedictina —que han heredado otras órdenes religiosas— es su identificación con el trabajo. Para ganarse el sustento, los monjes trabajan. El trabajo más originario, el primigenio, es el agrícola —seguido del ganadero—, símbolo de toda dedicación y raíz del concepto de civilización —«el campo cultivado por la mano e industria del agricultor cambia por completo su fisonomía: de silvestre, se hace fructífero; de infecundo, feraz», dice León XIII en Rerum novarum (1891)— y de construcción de la propia personalidad, forja del carácter. Con el trabajo no sólo hacemos germinar el trigo de nuestro pan, y no sólo nutrimos a las ovejas, vacas y cerdos que nos darán de comer, sino que practicamos las virtudes, la paciencia, la constancia, y nos convertimos en fruto elaborado de nuestra determinación. Pulimos nuestra habilidad, y todas nuestras cualidades pasan «de silvestre a fructífero, de infecundo a feraz».
La actitud benedictina —y de la vida en común, que eso significa cenobio— pretende centrarse en lo que es específicamente humano. Por eso aspira a la oración, sin descuidar el trabajo —al contrario de lo que escribió León Bloy: «El trabajo es la oración de los esclavos; la oración es el trabajo de los hombres libres». Y por eso procura que nuestra mente y nuestro cuerpo, nuestro corazón y nuestro ánimo, se enfoquen en la actividad de cada momento. «Haz lo que debes y está en lo que haces», dejó escrito un santo español del siglo XX que fundamentó su mensaje en la conexión entre filiación divina y vocación universal al trabajo. Pues, a fin de cuentas, la mirada y actitud ascética, el empeño por la excelencia y la tarea bien hecha, el apremio por el adecuado conocimiento técnico, el afán por ofrecer el mejor producto o servicio, son rasgos inherentes al modo como un cristiano entiende el trabajo, ya sea un monje o un laico. Decía Charles Péguy: «Me gusta trabajar, me gusta trabajar bien, me gusta trabajar mucho».
Para comprender mejor lo que significa el trabajo, resulta acuciante inspeccionar hasta qué punto forma parte de la naturaleza humana. Según el Génesis, Dios creó el mundo y los seres vivos mediante su Palabra: «¡Hágase!». Sin embargo, a la hora de crear al ser humano, Dios se dice a sí mismo: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza». Y acomete esta labor como un artesano, como un alfarero que moldea el barro pringándose las manos. Según el relato bíblico, la pretensión de Dios, al crear al hombre, es que sea el gobernador del mundo y los animales. Lo coloca en mitad del Paraíso, «para que lo trabaje y lo custodie». De modo que el ser humano, desde su dimensión espiritual, mental, corporal, domina la Creación mediante su trabajo y su intención de preservar y conservar lo que de Dios ha recibido. Es un plan anterior a la Caída. Y, contemplado desde fuera de una perspectiva cristiana o judía, la realidad no es otra que la entidad física del ser humano: vivimos en el mundo como seres con carne y hueso, necesitados de sustento y de protección ante las inclemencias del entorno en que nos hallamos. Por tanto, y como no estamos acabados por la naturaleza, no nos queda otra opción que el trabajo.
Sin embargo, y como decíamos al comienzo, a lo largo de la historia el trabajo se ha interpretado de maneras muy variadas. Se ha asumido que el trabajo era el trabajo físico, y que nos asimila más con las bestias y la fuerza bruta que con aquello que nos separa de los animales irracionales. Desde los filósofos antiguos y su concepto de otium hasta nuestros hidalgos castellanos —como aquel talludo Alonso Quijano que decidió un día armarse caballero y salir por esos campos manchegos haciéndose llamar Don Quijote—, se ha partido de la convicción de que la tarea manual no es responsabilidad de quienes son cabeza, de quienes aportan a la sociedad el empleo de su cerebro. Arremangarse y tostarse al sol era de plebeyos. Y también era poco noble dedicarse a la banca —luego dejó de serlo— e incluso al Derecho y la medicina, por no hablar de la sastrería, de la confección o del remiendo del calzado. Aunque Shakespeare pone en boca de un medieval rey Enrique: «Este día se llama fiesta de san Crispín, y aquel que sobreviva a este día y retorne al hogar… cada año durante la víspera convidará a sus vecinos y dirá: «¡Mañana es san Crispín!», y entonces se subirá las mangas, mostrará sus cicatrices y dirá: «¡Estas heridas las recibí el día de san Crispín!»». Los súbditos, hermanados con el monarca en la hazaña, se arremangarán para exhibir su auténtica nobleza. «La virtud es patrimonio común de todos los mortales, asequible por igual a altos y bajos, a ricos y pobres», dice Rerum novarum.
Jorge Manrique, en su célebre elegía, habla de quienes «por no tener, con oficios no debidos se mantienen». Es decir, de aquellos que, por penuria económica, pierden su condición social al tener que dedicarse a los negocios —el negotium es el nec–otium, el «no–ocio». Se pierde la nobleza al convertirse uno en burgués. Con la extinción de los valores medievales y el triunfo de los valores modernos, la burguesía y su dinero constituirán la nueva aristocracia. El poeta, al hablar del poder igualador de la muerte, se refiere a «los que viven por sus manos y los ricos». En España, hasta hace un par de generaciones, se consideraba pobre a quien debía trabajar para vivir; en Atraco a las tres (1962), un personaje, director de sucursal bancaria, exclama resignado: «El trabajo es la única lotería que tenemos los que trabajamos». Esa actitud excluía al «proletariado» de la hidalguía más auténtica, que es la moral. Sin embargo, los madrileños medievales intuían que eso era un embuste, y por eso escogieron como patrón —patrono de la salud de las almas— a un labriego: Isidro. Un nombre que no deja de ser la forma vulgar de aquel santo intelectual de la España visigoda en la que el culto Bizancio puso el pie.
Resulta significativo que Manrique, al ensalzar las gestas bélicas de su padre, emplee la palabra «trabajar», en el sentido de «esforzarse, empeñarse, fatigarse». Porque lo «trabajado» equivale a lo «agotador, costoso, sufrido».