
Cuadro representado el Pecado Original
El segundo pecado original
Fue una rebelión prometeica; quizá eufórica en sus inicios, pero cuyos lodos escépticos resultan imposibles de ignorar a estas alturas
No hace falta creer en Dios para constatar que el hombre está hecho a su imagen y semejanza. Salta a la vista que este primate erguido y lampiño no es meramente un primate erguido y lampiño: tiene un algo de otra parte, cierto acento extranjero y una rareza tan acusada que es capaz de espantar a los perros verdes. Incluso aquellos que se afanan en equipararnos al resto de los seres vivos demuestran en su esfuerzo una clara singularidad, un signo inequívoco de su diferencia, como si alguien, convencido hasta las trancas de la imposibilidad del movimiento, defendiera su idea con mucha diligencia, yendo de aquí para allá, sofocado, sudando y sin parar quieto. Por su imprecisión, el hombre puede ser o no ser muchas cosas; pero no cabe duda de que estamos conformados a la hechura de Dios, y en esto convendrán conmigo hasta los ateos. Dios existe, pero aun en el caso de que no existiera, seguiríamos estando hechos a su imagen y semejanza.
Esta impronta se manifiesta particularmente en dos atributos: la voluntad y el intelecto. Gracias a lo primero somos libres y las ligaduras del instinto se debilitan en nosotros. Disfrutamos de un alto grado de elasticidad, de indefinición, como si cada uno de nosotros estuviera en bruto, abocado a perfilarse. «No te he hecho ―escribió Pico della Mirandola, poniéndose en la piel de Yahvé― ni celeste ni terreno, ni mortal ni inmortal, con el fin de que tú, como árbitro y soberano de ti mismo, te informases y plasmases en la obra que prefirieses». En segundo lugar, gracias al intelecto somos seres racionales, capaces por tanto, aunque no de forma infalible, de abstraer conceptos y comprender la realidad por medio del cribado de la experiencia. Y dado que estamos dotados de voluntad, aspiramos al bien, y dado que estamos dotados de intelecto, aspiramos a la verdad. Estas son nuestras inclinaciones, nuestros verdaderos instintos; instintos metafísicos sin los cuales el hombre no sería humano del todo.
Pero tan evidente resulta que estamos hechos a imagen y semejanza de Dios como que esa imagen se encuentra desleída, emborronada por algún motivo, y tampoco aquí se requiere ningún convencimiento religioso para corroborarlo; este, sin embargo, ayuda a datar la catástrofe. Fue bien pronto. En el Edén. Corrían los tiempos de Adán y Eva. La historia es conocida y el eco de aquel mordisco aún se oye en cualquier parte a nada que se guarde silencio. Bajo el árbol de la ciencia del bien y del mal, y con la serpiente por medio, malmetiendo, nuestros padres quisieron desligar la voluntad de su modelo y dador. Como consecuencia la libertad quedó desde entonces medio escacharrada. En lo sucesivo la atracción del bien se atenuó, y en los casos en que la atracción permanece, el discernimiento se embarulla, y en los pocos casos en que el discernimiento se aclara, nuestros pasos remolonean, se desvían y acaban por llevarnos quién sabe dónde.
Hasta aquí lo consabido. Sin otro ánimo que el metafórico, me gustaría ahora proponer la idea de que hayamos cometido un segundo pecado original; no tan original como el primero, lógicamente, pero cuya comisión y consecuencias se antojan hasta cierto punto comparables. Aquel menoscabó nuestra voluntad, este hizo lo propio con el intelecto y, en consecuencia, con nuestras posibilidades de indagar en la verdad de cuanto existe. Fechar esta segunda caída resulta más problemático a causa de la cercanía. Hay quien señala algunas células cancerosas en la filosofía del siglo XIV, otros hablan de 1492, otros del desastre luterano. Como sea, lo seguro es que su principal efecto fue la secularización, un proceso por el cual Occidente ha ido despojándose del sentido religioso, procurando que todo lo humano se afianzase en sí mismo sin necesidad de remitir al plano celeste. Consistió, por tanto, en una apuesta a favor de la soledad, en el intento de comprender y manejarse por la creación como si nadie la hubiese creado. Clamamos por la orfandad, y la orfandad nos fue concedida. «Dame la parte de la herencia que me corresponde», que dijo aquel.Así, si el primer pecado original atentó contra el bien en la búsqueda de la autonomía moral, este atenta contra la verdad en la búsqueda de la autonomía del conocimiento. A partir de cierto punto ―de nuevo controvertido, pero que sin duda ya había tenido lugar a la altura de Bacon y Descartes― se rompe el matrimonio tomista entre la razón y la fe, considerando a esta como un conocer deficitario, ilusorio e infundado, como de pajaritos en la cabeza. Al igual que la voluntad en su día, el intelecto se emancipa de Dios para sucumbir a la tentación de un engañoso enaltecimiento. Con rudimentos exclusivamente humanos, el hombre procurará dilucidar el mundo desde una perspectiva exclusivamente mundana, de espaldas a la verdad revelada en la figura de Cristo.
Fue una rebelión prometeica; quizá eufórica en sus inicios, pero cuyos lodos escépticos resultan imposibles de ignorar a estas alturas. Nunca habíamos dispuesto de tantos conocimientos ni nunca nos habíamos sentidos tan alejados de la verdad, tan desorientados. Desde que la filosofía, por ejemplo, se separó de Dios, devino una especialista en propagar oscuridades, en desgarrar, como Eduardo Manos Tijeras, aquello que buscaba aprehender. Desde que quiso asentar sus pies en la tierra, la filosofía parece una lunática. Y esto sucede porque la razón misma es un acto de fe, y en su intento de hallar una primera evidencia sin ella, la modernidad se asemeja al Barón de Münchhausen, que quiso sacarse de una ciénaga tirando de su propia coleta.
De este modo vuelve a manifestarse el movimiento paradójico del pecado, que siempre acaba por arruinar el objeto de su deseo. Pretendimos arrebatar a Dios la realidad, y esta se nos desmenuzó entre las manos, porque sin salirse de las coordenadas racionales, la realidad no se comprende. Lo sobrenatural no es un revestimiento ni un pegote, sino el esqueleto del mundo, aquello que lo sostiene; y al tiempo que lo sostiene, lo tensiona, hacia atrás por el vago recuerdo de lo que perdimos, hacia adelante por la esperanza de alcanzar el núcleo casi indescifrable de nuestros anhelos; y esa tensión de lo sobrenatural afina lo natural como si fuera la cuerda de un violín. Sin la luz del otro mundo, este mundo enmudece, nada dice ni nada significa.
Por eso vivimos tiempos insignificantes, desencantados, donde Dios parece no existir o, al estar sumido, cuando menos, en un profundo letargo. Y al igual que el perfume del Edén se fue disipando tras la expulsión hasta la llegada del diluvio, también en los últimos siglos hemos presenciado un progresivo apagamiento de la Gracia, de esa Gracia que inundó el mundo con la Redención y la venida del Espíritu Santo bajo cuyo aliento surgió la Cristiandad, un bosque fantástico e increíble, lleno de ardor y prodigios. Nada, salvo tristes monumentos, queda de aquello en nuestro Occidente, apóstata, hijo pródigo de la Cristiandad. Por eso escasean los milagros, porque cuando Cristo volvió a Nazareth ―que, como Occidente, fue su casa―, apenas pudo sanar a un puñado de enfermos debido a la incredulidad de sus paisanos. Bastaría, no obstante, una pizca de fe, no mucha, un tanto así, como un grano de mostaza, para que los ciegos vean, se estremezcan las montañas, resuciten los muertos y los monjes levanten el vuelo como una bandada de palomas.