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Cautiverio tecnológico. Parte II
La «libre elección» es otra idea que ha encontrado asiento en todo el espectro ideológico. Los defensores del mercado justifican con ella la fabricación y venta de aquello que los consumidores desean
El progreso médico goza de un amplio consenso social, incluso cuando abarca áreas de investigación controvertidas. Entre 2018 y 2022, el Ministerio de Ciencia e Innovación aprobó 500 millones de euros para la investigación con células madre. Una de las líneas más discutidas es la de las células madre embrionarias. Algunos adversarios han apelado al «mejor funcionamiento» de las células madre adultas, sin atreverse a reconocer que destruir deliberadamente embriones humanos es un acto moralmente reprobable. No obstante, defender formas alternativas de investigación con estas células implica asumir ya el ideal del progreso médico. Algunos defensores del progreso adoptan cierto relativismo moral al aceptar que el mercado y, en última instancia, la industria determinan qué innovaciones tienen éxito. La innovación tecnológica se anuncia como fuente de prosperidad, creación de empleo y beneficios para el país que la impulsa. Aunque se reconozcan los posibles daños morales y culturales que encierran ciertas prácticas de mercado, se suele priorizar la rentabilidad frente a esas otras consideraciones. En este sentido, se mantiene la fe en el progreso sólo apoyada en la convicción de quienes lo defienden sin reservas. Los partidarios de los valores de la Ilustración enarbolan la ciencia y la búsqueda del progreso —uno de los caminos principales hacia la felicidad— como compromisos irrenunciables. Prueba de ello es el entusiasmo que este enfoque muestra por las tecnologías del mejoramiento humano: desde el aumento de la esperanza de vida y la manipulación de rasgos genéticos en los hijos, hasta el perfeccionamiento de capacidades como la memoria, la inteligencia o la fuerza física. En tal visión, el progreso no admite propósitos finales ni límites intrínsecos, salvo aquellos que impone la seguridad pública. El progreso médico y la aspiración de dominar científicamente la naturaleza se han situado siempre en el núcleo mismo de la modernidad.
La «libre elección» es otra idea que ha encontrado asiento en todo el espectro ideológico. Los defensores del mercado justifican con ella la fabricación y venta de aquello que los consumidores desean. La izquierda científica la utiliza para imaginar futuros prometedores. Y aunque algunos reconocen la necesidad de racionalizar los recursos sanitarios, lo que prevalece es una inquebrantable confianza en las técnicas de gestión y en la financiación de la investigación como vías para superar los dilemas morales y los económicos. El aumento de la esperanza de vida comenzó antes de que la medicina moderna resultara eficaz, si bien su consolidación ha contribuido a impulsarlo. Este fenómeno ha traído de la mano profundos cambios en los patrones del final de la vida. La muerte por enfermedades infecciosas, común en el pasado, solía ser rápida y, en muchas ocasiones, miserable; quienes lograban sobrevivir rara vez arrastraban secuelas. En contraste, la forma contemporánea de morir —a edades cada vez más avanzadas— tiende a ser lenta y precedida por años de deterioro progresivo y discapacidad. Suele olvidarse que el incremento de la esperanza de vida se ha debido en su mayor parte a la drástica reducción de la mortalidad materno-infantil. Por eso, el hecho de que hoy se pueda prevenir o retrasar la muerte de los ancianos plantea nuevos dilemas morales.
A pesar de sus notables éxitos frente a enfermedades mortales, la medicina moderna atraviesa una suerte de cisma interno, fruto de su ambigua postura frente a la muerte. Por un lado, el movimiento de los cuidados paliativos —centrado en el consuelo y alivio de los moribundos— asume la muerte como parte de la vida, y busca que ocurra de manera digna y serena. Por otro, la campaña orientada a erradicar toda enfermedad letal, concibe la muerte como un enemigo. Se confía en que dicha erradicación sólo requiere tiempo y financiación suficientes. Así, el ideal del mejoramiento humano tiende a tratar la muerte no como un destino inevitable, sino como una contingencia biológica, esto es, como una enfermedad curable. Pero ambas posiciones son incompatibles: o se acepta la muerte como parte inseparable de la vida o se rechaza como un accidente biológico a evitar. Para la mentalidad colectiva, retirar la mirada de la muerte sin dudar de la necesidad imperiosa de investigar su curación, resulta más cómodo que promover fórmulas de acompañamiento que permitan a los enfermos terminales morir en paz y evitar que queden atrapados en el «aparato» médico. Otro dilema distinto al que plantean los enfermos en fase terminal surge de aquellos que aún pueden ser «salvados», pero cuyas expectativas de salud son más que dudosas. Se han realizado grandes esfuerzos por definir conceptos como «ensañamiento terapéutico» o «futilidad médica», con relación a pacientes cuyo estado terminal desaconseja la aplicación de tratamiento. Sin embargo, el significado de estos sintagmas apenas puede discutirse hoy en la práctica clínica, dado el creciente grado de incertidumbre que arrastran. Como dice el escritor David Cerdá en El bien es universal: «hay más misterios, dilemas y vivas discusiones en la astrofísica que en la moral, sin que nadie dude por ello de la objetividad de la primera». Si se sustituyera la palabra astrofísica por la de medicina, la frase no perdería un ápice de su sentido. Al uso testimonial de esos términos contribuye la difusa frontera que separa vivir de morir, o la ambigüedad que existe entre un tratamiento que beneficia al paciente y uno que, en realidad, puede ser fútil o incluso arriesgado, reflejando la complejidad y dificultades éticas en la toma de decisiones médicas en escenarios de incertidumbre y terminalidad.