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Desinformación

Desinformación, un debate sesgado

El debate es necesario –nos jugamos nuestra salud mental y nuestra salud democrática– pero actualmente se presenta de forma parcial e interesada. Hay que reivindicar el valor de la verdad por sí misma, al margen del uso que pueda hacerse de ella

Siempre ha habido desinformación. Lamentablemente, la mentira, el engaño y la manipulación nos rodean desde tiempos inmemoriales; como también la ignorancia y el error forman parte de la condición humana. De ahí que la cultura occidental más elevada tradicionalmente se haya marcado como meta la búsqueda de la verdad. Una búsqueda desinteresada de la verdad por la verdad misma, más allá de que sirva, o no, a nuestros intereses y creencias. Más allá de que sea útil, o no, para la acción, o de que apoye nuestras causas políticas.

Esta es una de las cosas que parecen haber cambiado en las últimas décadas: ya no nos importa la verdad, salvo que nos ‘sirva’. Otra diferencia más, que afecta decisivamente al debate, es la pérdida de influencia de quienes habían sido habituales prescriptores de opinión: los periodistas, los analistas, los profesores… más recientemente, los artistas. Y una tercera transformación, no menos importante: la irrupción de una novedad tecnológica radical, internet primero y las redes sociales después, que, si bien abre una oportunidad desconocida antes de acceso a todo tipo de información y recursos, ha trastocado de forma preocupante nuestra relación con el conocimiento.

Empezaré por realizar dos afirmaciones que aparentemente podrían parecer contradictorias, pero no lo son: el debate sobre la desinformación es imprescindible -nos van nuestra salud mental y democrática en ello- pero, actualmente, se trata de un debate sesgado. Si me permiten una pequeña maldad, podríamos incluso sugerir que el modo como se presenta hoy este debate puede verse, en sí mismo, como una forma de desinformación.

Vayamos por partes. Una reciente publicación auspiciada por la Universidad de Valladolid ‘Guía contra la desinformación. Claves para navegar en la era de la polarización’, obra de Itziar Reguero y Pablo Berdón, ofrece un muy completo y serio acercamiento académico a esta cuestión. El libro es breve, pero enjundioso, y concluye con una serie de recomendaciones finales de ‘autodefensa’ de gran utilidad. En este ensayo queda claro que la desinformación es una práctica extendida que afecta a todos los actores de la vida social: instituciones, gobiernos, empresas, asociaciones, partidos, personas relevantes… Sin embargo, por razones que ahora intentaremos analizar, cuando se habla de desinformación en el debate cotidiano siempre se piensa en los engaños de las redes sociales, las mentiras difundidas por particulares intoxicadores, o la actividad misteriosa de peligrosos agentes extranjeros dispuestos a torpedear nuestro país.

Esto es porque la desinformación que ocupa el principal nivel en la jerarquía de la preocupación de las élites actuales, y de quienes representan sus ideas, es justamente aquella que cuestiona su visión del mundo. Preocupan menos las mentiras que les afirman. Porque es innegable que en el fondo de todo esto late una lucha de poder. Estamos ante una manifestación más de la famosa batalla cultural. Lo que está en juego es la capacidad de abrir nuevos debates o nuevas visiones sobre la realidad, o de cerrar la discusión en nombre del consenso. O, como se argumenta tanto ahora, en ‘defensa de la democracia’.

El comienzo de todo

Vayamos al comienzo de todo: la inesperada primera victoria electoral de Donald Trump, en 2016, que se vivió, con buenos motivos, como un shock. La izquierda llevaba varias décadas construyendo laboriosamente una hegemonía cultural que se proyectaba (y se proyecta) sobre periodistas, profesores de Universidad, artistas… Que todos ellos sintonizaran, en mayor o menor medida, con una visión del mundo aseguraba una capacidad de influencia social que terminaba traduciéndose en el voto. No de forma automática, por supuesto, pero sí de forma significativa. Como mínimo, había un cierto ‘consenso’ en torno a una forma de interpretar la realidad. Desde ese marco mental era absolutamente imposible que Trump ganara unas elecciones en las que, precisamente porque su discurso se desmarcaba del ‘consenso’, prácticamente todos los medios importantes (salvo la cadena de televisión Fox) habían desautorizado radicalmente al candidato republicano. La victoria de Trump era imposible, pero sucedió, y se activaron todas las alarmas. También, la búsqueda de justificaciones.

La primera, por supuesto, fue que el pueblo norteamericano había votado mal. Y que lo había hecho por la perversa influencia de un nuevo poder, las redes sociales, así como de una red de medios alternativos que habían resultado más eficaces e influyentes que los medios informativos profesionales. En el relato maniqueo oficial, los medios alternativos habían mentido sin pudor, mientras los medios serios habían realizado con seriedad su trabajo de mediadores y analistas de la realidad. Pero ¿de verdad habían ocurrido las cosas de esa manera? Pocos se pararon a pensar que a lo mejor lo que habían supuesto como ‘consenso’ no era tal. O era un consenso de ciertas élites, pero no una visión de las cosas compartida por la sociedad de a pie.

Permítanme una digresión en este momento. Los periodistas, por deformación profesional, tendemos a sobrevalorar la importancia de la verdad ‘factual’, los famosos ‘hechos’, mientras que la gente común es muy sensible a cosas más genéricas como el ‘engaño’. Entonces, como hoy, muchos profesionales se agarran a los hechos falsos, convirtiéndolos en un criterio absoluto, pero el engaño, el ocultamiento de la realidad, el desprecio de la experiencia real de las personas, son asuntos percibidos como una ‘desinformación’ más importante por los afectados. Por eso, la denuncia de videos o noticias falsas sobre un asunto-pongamos la inmigración- no se considera como una desautorización definitiva si la ciudadanía (no digamos nada los directamente afectados por el problema) creen que esas mentiras particulares no afectan a la verdad de fondo.

Si uno lee ‘Guerra de la información’, de Richard Stengel, miembro de la administración Obama, recibirá la impresión de que los medios informativos y las noticias falsas componían una gigantesca armada a la que a duras penas pudieron enfrentarse las fragatas de medio pelo de la información oficial. Pero esto está muy lejos de aproximarse a la realidad ni siquiera un poco.

La sociedad oculta

Sin negar la fuerza e influencia de los nuevos medios, en 2016 la izquierda norteamericana había construido un monumental ‘matrix’, del que formaban parte también películas y series de televisión, que ignoraba olímpicamente, o cuestionaba abiertamente, a esa parte de la sociedad norteamericana que terminó dando la victoria a Trump. Una sociedad ‘atrasada’, de ‘deplorables’, errores de la historia, gente a la que, por tanto, no había que dar voz ni visibilidad, salvo para desautorizarlos. Porque, a juicio del progresismo oficial, eran personas que defendían argumentos sin relación con la realidad. Las elecciones demostraron quiénes estaban realmente desconectados.

Hay que decir que el progresismo norteamericano sigue instalado ahí, en una confortable ‘caverna’ sociopolítica, en la que se pueden permitir el lujo de ignorar a la mitad de su país. Como en la premiada serie ‘Hacks’, sin ir más lejos, habitada en su práctica totalidad por personajes que podemos identificar como probables votantes demócratas en sus variantes moderadas o más radicales. Instalarse en ‘Hacks’ es instalarse en un universo libre de republicanos, en el que tan sólo un ejemplar aparece y es tratado como si fuera un jabalí que irrumpe en la carretera. Ese progresismo había construido una visión del mundo, y un sistema de interpretación, ajeno a la realidad y preocupaciones de la mitad del país. El choque estalló con Trump, luego con el Brexit, y nuevos movimientos sísmicos lo han replicado en Europa. La estrategia siempre es la misma, y la hemos visto en Torre Pacheco: negar las razones de fondo y culpar a las ‘mentiras’.

Todo el mundo miente

El problema es que aquí todo el mundo miente. Y algunas mentiras son peores que otras. Varios ejemplos, en relación con el siempre imposibilitado, y cancelado, debate social sobre la inmigración. Uno. La conexión entre inmigración, delincuencia y conflictividad social es un hecho estadístico constatado (al margen de cómo se interprete luego), y quienes niegan la relación, desinforman. Dos. Comparar el problema de la inmigración ilegal con la experiencia emigrante de los españoles en Alemania y en otros países es mailinformation, esa forma de desinformación que utiliza algo cierto para provocar una visión errónea. Los españoles no sólo fueron con contrato, reclamados por el gobierno y las empresas, y con plazos para aprender el idioma de su país de acogida, sino también con la espada de Damocles de la expulsión si no se comportaban adecuadamente y cometían delitos o altercados. Entonces, estas cosas, que hoy se presentan como ‘fachas’, eran naturales y comprensibles.

Vivimos, por tanto, rodeados de desinformación. Y hay que decir, con toda claridad, que, a menudo, quienes más desinforman son los que más acusan a los demás de desinformar, como hemos visto durante el último año con las apelaciones al ‘fango’ y las mentiras de los ‘pseudomedios’ por parte de un Gobierno que querían tapar hechos que hoy están en los tribunales. Como ocurrió también, por cierto, en la campaña electoral estadounidense de 2020, cuando redes sociales entonces ‘buenas’, como Twitter y Facebook, así como la mayoría de los medios ‘profesionales’, censuraron las primeras informaciones sobre los delitos del Hunter Biden, el hijo del candidato demócrata. Había que impedir que circularan ‘bulos’ que ‘desnaturalizaran’ el proceso democrático. Pero la única ‘desnaturalización’ fue la de quienes privaron a los votantes de conocer hechos relevantes confirmados luego por los tribunales.

El apogeo del Covid

En España, el apogeo de la desinformación y de la manipulación gubernamental se vivió con la epidemia de Covid. Incluso podría sospecharse que es el momento en el que se constituye la división de opinión sincronizada de la izquierda, por la necesidad del Gobierno de justificar su poco prudente actuación frente a la epidemia, especialmente en los primeros momentos.

A menudo cuando se habla de este periodo en relación con la desinformación se citan las muchas informaciones erróneas o imprecisas que circularon por las redes en torno a las vacunas, por ejemplo. Me cuento entre quienes defendieron la vacunación y entre quienes están convencidos de que fue esencial para detener la expansión del virus y revertir el proceso. Pero hay que reconocer que algunas de las cosas que se denunciaban, como, por ejemplo, la aparición de más efectos secundarios de lo esperable, han sido corroboradas por investigaciones posteriores. He aquí un buen ejemplo de por qué no es buena idea censurar lo que nos parecen mentiras, pues incluso ese magma confuso puede ser terreno propicio para que la verdad se abra paso.

En cualquier caso, permítanme recordar dos ejemplos flagrantes de desinformación institucional. Uno. En el momento en el que España ascendía al primer puesto mundial en número de contagiados por número de habitantes -que es el modo correcto de comparar estas realidades- el telediario de Antena 3 prefería usar cifras absolutas para contarle a sus espectadores que el país con mayor número de casos era el Estados Unidos de Donald Trump. No mentía, desde luego, pero es un buen ejemplo de malinformation, una verdad que induce a hacerse una idea equivocada de la realidad. Hay que aclarar que no fue sólo un problema de Antena 3: ninguna televisión dio el dato cierto.

Un segundo ejemplo. Cuando terminó la cuarentena y volvimos a la realidad ‘más fuertes’, la presidenta madrileña Isabel Diaz Ayuso decidió regalar a sus vecinos unos paquetes con mascarillas FFP2. La iniciativa fue rotundamente desautorizada por el ministro de Consumo de entonces, Alberto Garzón, que la acusó de ser poco menos que un peligro público. El ministerio, con ayuda de una asociación de Medicina Familiar de la que nunca más se supo, intentaba explicarle a la ciudadanía que esas mascarillas eran peligrosísimas, y egoístas, porque protegían al portador, pero no a quienes le rodeaban. Eran la perfecta metáfora del liberalismo salvaje de Ayuso, según la imaginativa visión de la izquierda. No había nada de cierto en ello, y unos meses después esas mascarillas las usaba todo el mundo con normalidad, pero el Gobierno propagó y difundió una mentira con la que, además, atacó, injustamente en este caso, a un rival político. Hay que aclarar, además, que para encontrarse con estas mentiras institucionales no hacía falta adentrarse en ninguna catacumba, a diferencia de lo que ocurría con otros bulos.

En su libro, Stengel defiende, en la más pura tradición socioliberal, que las democracias dependen del debate abierto. Pero no tarda mucho en afirmar que «no existen dos caras de una mentira», por lo que, en línea con lo que son los discursos progresistas hoy, ciertas formas de ver el mundo no merecen ser objeto de discusión. Es más, protesta porque los nuevos medios están logrando reabrir debates sobre hechos que se habían dado por aceptados, como si esto fuera algo necesariamente negativo.

La desinformación de los relatos

En esta revisión crítica de la desinformación conviene añadir, además, otra vía cada vez más extendida: el uso de los relatos narrativos -especialmente las series de televisión- para colocar mensajes, visiones del mundo o incluso propaganda explícita. Esta forma de ‘desinformación’ es probablemente la más eficaz porque el espectador a menudo ni siquiera es consciente del mensaje recibido, que, sin embargo, se ha grabado en su memoria como una especie de conocimiento natural.

Les pondré un ejemplo reciente. En la serie ‘Yellowstone’, de la que hemos hablado positivamente aquí por otros motivos, hay una escena en la que uno de los personajes, la profesora nativa Mónica Dutton, da una clase de la Historia de América. En su lección reproduce un fragmento de un diario de Colón en el que el descubridor habla de la inocencia y sencillez de un pueblo indígena con el que se ha encontrado. La profesora extrae de ese texto, real, la conclusión de que toda América era una zona pura e idílica hasta que llegaron los europeos con su voracidad. Ignora premeditadamente que ya estaban ahí dos imperios, el azteca y el inca, especialmente crueles y que ejercían una explotación abusiva de los pueblos a los que sometían. Sin embargo, el espectador de la serie asumirá de forma natural que la conquista de América fue un desastre y comprenderá que los jóvenes woke derriben las estatuas de Colón y otros hombres de la Conquista.

Los dos riesgos reales

Dicho todo esto no podemos terminar el artículo sin explicar que la desinformación actual de las redes es un problema real por dos motivos de raíz tecnológica. El primero, el algoritmo, que proporciona al usuario contenido afín a sus ideas alimentando la polarización y reduciendo el contraste de perspectivas. Siempre es más grato que nos den la razón a que nos cuestionen. Pero debemos abrirnos a opiniones contrarias, aunque sólo sea para poner a prueba las nuestras y estar seguros de su solidez.

El segundo problema real es la viralidad, que nos coloca, a poco que nos descuidemos, en una forma muy impulsiva de relacionarnos con el conocimiento, pendientes del retuit (a veces también obsesionados con el ‘éxito’ de los likes). Uno de los indicios más claros de las fake news es su tendencia a confirmar nuestros prejuicios, alentando nuestra indignación. Se busca una respuesta rápida, no mediada por el filtro de la razón.

En consecuencia, hay dos recomendaciones principales para afrontar los riesgos de las redes. La primera, tomárselo con calma, no reaccionar de forma impulsiva, pararse a mirar las costuras de ese mensaje que ha atrapado nuestra atención justamente porque parece ser la prueba definitiva de que tenemos razón. Reprimir el dedo, sería el primer mensaje.

La segunda es invitar a los lectores a desafiar al algoritmo buscando puntos de vista distintos y opuestos de los nuestros. El contraste ayudará a enriquecer nuestra visión de la realidad y nos ayudará, además, a cometer menos errores y a tragarnos menos mentiras. Para los más exigentes, o para los profesionales, ‘Guía contra la desinformacion’ aporta algunos recursos tecnológicos que pueden ayudar. Así, por ejemplo, para detectar una foto falsa puede usarse la búsqueda inversa de Google (que nos muestra los sitios web donde ha sido publicada, lo que nos permite ver si la versión que nosotros estamos viendo está alterada) o programas como FotoForensics o TinEye. Para verificar videos falsos puede usarse InVid Verification Pugin. Y para calcular correctamente los asistentes a una manifestación, Mapchecking.

Todo ello, claro, en el caso de que la verdad nos importe y que no participemos nosotros también de la tentación de defender sólo los hechos

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