«Habitar una casa» compendia lo mejor del quehacer de Adolfo Cueto, al tiempo que conjuga las diferentes corrientes poéticas cultivadas en los últimos treinta años
Actualizada 08:58
El conjunto de la obra poética de Adolfo Cueto conforma una unidad de estilo, de asuntos en expansión temática y de recursos en progresivo perfeccionamiento. Este libro póstumo revela la madurez ya alcanzada en sus anteriores poemarios, sobre todo en Palabras subterráneas (Renacimiento, 2010) y en los galardonados con los premios Emilio Alarcos y Ciudad de Burgos, Dragados y construcciones (Visor, 2011) y Diverso.es (Visor, 2014). Habitar una casa compendia lo mejor de su quehacer, al tiempo que conjuga las diferentes corrientes poéticas cultivadas en los últimos treinta años.
Renacimiento / 129 págs
Habitar una casa en la era de Acuario
Adolfo Cueto
El yo poético estrecha la mano a la poesía de la experiencia, a la de la conciencia y a la entrometida; se hermana con la intensidad que irradia la poesía del silencio; abre barreras para encontrarse con la poesía pura y corre paralela con el ultraísmo personalísimo de Pedro Salinas, sin dejar de lado sus reverencias a Aleixandre. Es el sincretismo del milenio.
Cueto utiliza, como los poetas de la experiencia, el ritmo esencial del endecasílabo y el recurso de desautomatizar clichés, de conferirles un sentido metafórico o simbólico, como en los títulos de los poemas «Redecora tu vida» (pág. 52) «Entrada al garaje» (pág. 58), «En vaso ancho» (pág. 66); se sirve de expresiones propias de registros no poéticos, como «Carpintería. Pasillos y suelo» (pág. 55), junto con las alusiones a pormenores de la vida urbana, sus calles y atascos, sus ascensores, televisores y despertadores, su rumor industrial o sus aeropuertos, vueltos metáforas y símbolos del devenir vital: «apareciste tú, / con tu coche sin frenos y ese choque frontal / como un beso profundo: ese golpe de amor / que aún desangra esta herida. / Y ya todo es distinto» (pág. 59).
«Habitar una casa» corre paralela con el ultraísmo personalísimo de Pedro Salinas, sin dejar de lado sus reverencias a Aleixandre
Como los poetas del silencio, Cueto sumerge al lector, desde el primer poema, en lo innombrado e inasible; procura otorgarle voz y aliento a cuanto corre el riesgo de quedar desplazado por carecer de un apelativo que lo identifique, por asemejarse, incluso en su ritmo, a las olas del mar de la vida: «Se parecen a quién, estos seres que pasan… (…) no sabemos adónde (…) mientras buscan, avanzan, flotadores / del tiempo» (pág. 21). Acude también la voz poética a la afasia de los desprovistos de patria, de familia, de años; se identifica a fuerza de afecto con aquellos «sin lugar / propio en el constitucionalmente / desnudarnos» (pág. 23), y sus metáforas construyen, con su plasticidad, llamaradas visuales de sentido. La tragedia del 11M fue «primero un zumbido (…) donde la muerte abría sus compuertas» (pág. 30). Y procura también esa voz alzarse para poner cuerpo y forma al misterio interior, a esa mezcla de emociones, contradicciones, fallos que requieren arreglo y sutura en esa «cirugía», esas «cicatrices» (pág. 61), esos «pólipos en el estómago» (pág. 62).
Es esta una poesía que trasciende la circunstancia y no pierde su ruta en «los bosques talados». Aletea la esperanza de un vivir más humano, «más alto», animado por «la lucidez en llamas de quienes traspasaron / los muros de sí mismos» (pág. 52). Así, apunta más allá al tomar la antorcha del ecologismo con un enfoque más esencial, en una metáfora novedosa: «no echen restos no orgánicos sobre la libertad / de uno» (pág. 52)… y acaba señalando un ideal: «Y también / arrancar todo aquello que no quepa en tus brazos, / ya desnudos (…) / y volar, volar, volar –con su rapto de música- más allá todavía» (págs. 51-52).
San Juan de la Cruz, Juan Ramón Jiménez, Jorge Guillén, José Hierro, José Ángel Valente, han escoltado también la trayectoria de Cueto, quien los convoca y honra de continuo en sus versos sobre el misterio de la vida y de su paso por ella, el de la muerte y el morir; en la expresión emocionada de su compasión por el destino de los desamparados, en la de las fisuras del yo y sus bregaduras.
Pero, sobre todo, atraviesa la segunda parte del libro y procura consistencia a la primera un amor pleno, logrado, agradecido y correspondido, desbordado, que se cumple casi hasta lo utópico «amar / nunca envejece» (pág. 103), que desafía la muerte y se expresa con imágenes de una originalidad hecha de días y detalles cotidianos, amor que vence las «esquinas» de la realidad, porque «las desechas con tu sola mirada, las consuelas / y apartas, hasta darles olvido (…). Nos quedamos, ya ves, / desprendidos en uno» (pág. 69). El amor que une dos vidas hasta hacerlas una sola, dos seres hasta conjuntarlos en uno, se manifiesta una y otra vez, sea en metáforas acuñadas a la manera de los poetas de la otra sentimentalidad: «Tus células / y las mías arden en esa genética del amor / intensivo» (pág. 88), sea en la línea de la tradición mística «Y ya no quepo en mí: no quepo en mí, / de ti» (pág. 92), sea en el que ya puede denominarse clasicismo del 27, llámese tradición de Salinas o de Aleixandre «el chispazo enorme / de ser contigo, en ti» (pág. 102); «este abrazo aún más alto / que nosotros, de este nudo gordiano de la carne / rugiente, de este beso sin sombra, / de esta fe desatada…» (pág. 105). «Somos un cuerpo justo, un solo / cuerpo, un cuerpo invicto y máximo / este día del mundo. He plantado raíces / de tu sangre en mi sangre» (pág. 119). «Te prefiero, / sin duda, en los bordes sin bordes de los cuerpos / que ríen» (pág. 69).