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Jimi Hendrix en Helsinki, en 1968 (foto promocional de The Jimi Hendrix Experience)

Jimi Hendrix en Helsinki, en 1968 (foto promocional de The Jimi Hendrix Experience)

Qué bonito fue ser joven e imbécil

Cuidada edición de Cantante muerto, inédito en nuestro idioma, esta recuperación de unos de los textos más originales de Michael Moorcock nos permite reflexionar sobre el contradictorio poder creativo que alberga la entropía sociocultural

En Cantante muerto, relato largo traducido por el novelista Javier Calvo y primorosamente editado por Aristas Martínez (con una maravillosa portada de El Marquès), un infeliz, adicto a todo lo que pueda consumirse, lleva al mítico Jimi Hendrix en su furgoneta, recorriendo una Inglaterra fantasmagórica y marginal, preocupado en todo momento por el aspecto de la estrella musical. Lógico, porque la acción transcurre poco después del histórico deceso de Hendrix en Londres por ingesta imprudente de sustancias peligrosas, así que se supone que Hendrix ha muerto unos días antes… pero sigue hablando, fumando y quedándose en trance, más como un chico de la moto existencialista que como debería comportarse un modesto fiambre, con pinta de niño bueno en su cajita de pino.

Portada de Cantante Muerto

Aristas Martínez (2024). 92 Páginas

Cantante muerto

Michael Moorcock

Aunque en estilo omnisciente y directo, todo se percibe a través del protagonista, de lo que ve y conversa este despojo humano de aquella revolución cultural que entronizaba la apertura de conciencia, las flores, el pansexualismo, las drogas, la innovación musical y los contrapoderes espirituales. El personaje se desenvuelve entre británicos y setenteros escenarios desindustrializados y marginales, y alucinaciones genuinas. Es uno de los aspectos más interesantes del relato: la inevitable aceptación por parte del lector, de que lo descrito puede ser o no real, pero debe ser admitido para progresar en la historia, hacia su desconcertante final. La prosa de Cantante muerto recuerda un tanto a ciertas maneras desacomplejadas contemporáneas (en forma y contenido), como las que ofrecían algunas firmas del Nuevo Periodismo de entonces, tanto las hoy sobrevaloradas como Southern o Brautigan, como las nunca bastante ponderadas, como Hunter S. Thompson.

Moorcock, autor relevante en la fantasía pura y la ficción futurista «nuevaolera» de la década de los sesenta, fue ampliamente conocido entre la afición por acaudillar la denominada «ciencia-ficción interior» desde su revista New Worlds; o sea, el género especulativo expresado de modo literariamente experimental, y basado más en la psicología profunda y la sociología que en la profecía tecnológica. También ejerció como integrante del grupo musical Hawkwind, muy metal-gótico. Sus aportaciones más longevas en el imaginario colectivo han sido los personajes de Jerry Cornelius, iniciador del concepto narrativo del Multiverso (un cruce entre la metempsicosis y los universos paralelos) y el de Elric de Melniboné, con el que desarrolló una amplia saga de fantasía heroica, que Moorcock concibió como una respuesta punk a la obra de Tolkien. Alrededor de esto gira una larga lista de novelas de género fantacientífico, de valía bastante desigual, con extravagancias llamativas como El gran timo del rock 'n' roll, e incluso notables necedades como He aquí el hombre, cuyo punto de partida era la identificación de Cristo con un viajero en el tiempo, escrita con la osadía irreverente de un adolescente problemático.

Pero Cantante muerto va más allá de estas adscripciones genéricas. Y la presentación que Javier Calvo y los editores han hecho de este breve texto ha servido para realzar mucho las sugerencias y conexiones de éste con el entorno que lo vio nacer, lo que constituye un obsequio tan inesperado como valioso. La historia arranca en el ambiente de inicios de los setenta en Ladbroke Grove, que es la barriada, al sur de la londinense Notting Hill, en la que la moda, el arte, las filosofías alternativas, la literatura experimental o desinhibida y el rock confluyeron para gestar una revolución concebida como un magma adictivo, como la plasmación de una afección por lo alucinógeno y lo estupefaciente, acunados por la circulación callejera de las drogas.

Un panorama abierto al mesianismo cultural que, al contrario que el religioso, necesita de la ausencia del mesías para funcionar, de ahí el acierto de utilizar a Hendrix como una especie de ectoplasma. En ello, Javier Calvo entiende que hay un hondo significado: Moorcock trata sobre la muerte y resurrección del mito, sobre cómo en su juventud soñaba la realidad de modo mágico, y después la realidad trajo el punk como expresión de los devastadores efectos políticos. Mientras fueron jóvenes, tal y como relataba en su autobiografía, «en términos culturales, nosotros decidíamos quién vivía y quién moría. Nosotros teníamos la superioridad moral. Nosotros éramos el milagro, nosotros teníamos el secreto». Habría que añadir que todo adolescente cree poseer el secreto, pero no se entera de cuál es. Pero su convicción es la de la búsqueda del Absoluto, y por ello, Hendrix no solo no está muerto, sino que no puede morir. Sin embargo, la realidad es tozuda. Javier Calvo cita de nuevo a Moorcock cuando escribía, años después, que «fue una época dulce antes de que nos diéramos cuenta de que nos quitaban el territorio los bohemios burgueses, los pijos, los vecinos indignados y los colonos». Y Calvo remata: «no está claro si Moorcock creyó alguna vez en ese sueño. Parece demasiado consumido por la ironía y la oscuridad (…) Igual que sucedería con las artes a la sombra de Margaret Tatcher, la escena de Moorcock parece florecer gracias al hecho de que todo va mal. En 1970, en el oeste de Londres, todo es fabuloso porque no puede durar. Después de las drogas viene la sobredosis. Después del caos, viene el orden totalitario».

Es muy conocida la frase que Orson Welles aportó al guion del filme El tercer hombre, en la que señalaba que la Italia del XVI trajo crímenes, abusos, guerras y desorden, pero también a Miguel Angel, Leonardo y el Renacimiento, y en Suiza sus quinientos años de prosperidad y orden solo habían dado el reloj de cuco. Los sabios iranios lo resumen en ese lema que dedican a sus amigos: «que Dios te de tiempos difíciles». La cuestión es qué entendemos por tiempos difíciles, o por caos y orden. En su discurso de ingreso en la RAE, Gutiérrez Aragón recordaba cómo, visitando el Festival de Venecia en una edición en la que el director era Gillo Pontecorvo, éste le recibió con una actitud depresiva, diciéndole: «No sé para qué has venido, este festival es un desastre, nunca ha ido peor, un caos, no funciona absolutamente nada». El cineasta español le tranquilizó: «Bueno, Gillo, ya sabes que el caos no tiene por qué ser malo, porque de él surge muchas veces la creatividad». A lo que Pontecorvo le respondió, sombrío: «Olvídalo, Manolo, este año, tampoco funciona el caos». Hay veces, hay épocas, en que simplemente hay que sincerarse con uno mismo y con todos, y reconocer que la cosa no da para más, que los aciertos forman parte del mismo engrudo que los errores. Y que Paloma San Basilio le daba la razón a su compositor, Juan Carlos Calderón, cuando cantaba La fiesta terminó.

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