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Detalle de cubierta de 'Buenos días, tristeza'

Detalle de cubierta de 'Buenos días, tristeza'Tusquets

Más allá del verano: el vacío existencial en 'Buenos días, tristeza'

El hedonismo adolescente frente al abismo del sentido

La publicación de Buenos días, tristeza (Bonjour tristesse) en diciembre de 1954 constituyó un hito en la literatura francesa del siglo XX. Escrita por Françoise Sagan (Cajarc, 1935-Honfleur, 2004) cuando apenas contaba 18 años, la novela obtuvo un éxito editorial inmediato –con más de 200.000 ejemplares vendidos en su primer año y traducciones a más de veinte idiomas–, y provocó un escándalo cultural que la consolidó como símbolo de una nueva sensibilidad generacional. Sagan, nacida Françoise Quoirez, adoptó su seudónimo en homenaje a un personaje proustiano (la princesa de Sagan de En busca del tiempo perdido), como estrategia para desvincular a su familia de una obra que, por su contenido y tono, desafiaba frontalmente las convenciones morales de la Francia conservadora de posguerra.

Cubierta de 'Buenos días, tristeza'

Traducido por Javier Albiñana. Tusquets (2025). 184 páginas

Buenos días, tristeza

Françoise Sagan

La novela –ahora traducida por Javier Albiñana para la editorial Tusquets– se sitúa en la Costa Azul, durante unas vacaciones de verano compartidas por Cécile, una adolescente de 17 años, y su padre Raymond, un viudo «siempre curioso y enseguida cansado» que encarna el hedonismo masculino despreocupado. Ambos llevan una vida marcada por el placer: fiestas, tabaco, alcohol y relaciones amorosas fugaces. La irrupción de Anne Larsen, antigua amiga de la madre fallecida de Cécile, introduce un contrapunto ético y emocional. Mujer madura, elegante y seria, Anne representa la responsabilidad y la introspección, cualidades que amenazan el mundo de permisividad que Cécile ha naturalizado. La respuesta de la joven es urdir un plan psicológico para sabotear la relación entre su padre y Anne, plan que culmina en la muerte accidental –pero simbólicamente decisiva– de esta última. Tras el suceso, Cécile y Raymond retoman su vida frívola «como si nada hubiera ocurrido», un gesto que condensó la transgresión ideológica de la obra: la amoralidad como forma de existencia.

Este relato, que en apariencia adopta la forma ligera de una novela de verano, se inscribe en una tradición filosófica y literaria densa. Sagan articula una versión trivializada del epicureísmo, filosofía que había sido difundida en el mundo clásico por Lucrecio y reexaminada por Henri Bergson, autor que aparece explícitamente en la novela como objeto de estudio para Cécile. El ideal de la «vida fácil», centrada en la búsqueda de placer y la evitación del sufrimiento, es asumido por Cécile y por su padre, quienes conciben el amor como un impulso fisiológico y el compromiso como un obstáculo innecesario. La villa junto al mar funciona, así, como la versión burguesa del promontorium tranquillitatis lucreciano, desde el cual se contempla el tumulto del mundo sin implicarse en él.

No obstante, la narrativa revela las fisuras de este hedonismo. Bajo la superficie de placidez y goce se esconde una tristeza latente, una melancolía que se manifiesta al final de la novela como una «marea negra depresiva» que envuelve a Cécile. Este sentimiento remite al poema «À peine défigurée» de Paul Éluard, del que proviene el título de la obra, en el que la tristeza no es una emoción efímera, sino una constante que habita el espacio vital: «Adieu tristesse / Bonjour tristesse / Tu es inscrite dans les lignes du plafond / Tu es inscrite dans les yeux que j'aime (…)». A través de esta alusión, Sagan sitúa la tristeza no como oposición al placer, sino como su reverso inevitable. Como señalaría Bergson en su lectura de Lucrecio, el pensamiento materialista que niega toda trascendencia conduce, en último término, a una conciencia dolorosa de la finitud y la aniquilación inevitable. El hedonismo, lejos de garantizar la felicidad, deviene así en máscara ante el vacío existencial.

La sofisticación intelectual de Buenos días, tristeza no se agota en su dimensión filosófica. La novela se enriquece mediante una red intertextual compleja que amplifica su alcance simbólico. La elección del seudónimo «Sagan», en homenaje a un personaje de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, sitúa a la autora en una genealogía literaria aristocrática y melancólica. En Proust, como en Sagan, el tiempo, el deseo y la conciencia del deterioro son ejes fundamentales. Por otra parte, la referencia explícita a Las amistades peligrosas de Pierre Choderlos de Laclos subraya el carácter manipulador de Cécile, quien describe su estrategia contra Anne como una serie de «cálculos psicológicos»; esta evocación de la novela libertina del siglo XVIII establece una línea de continuidad entre la perversidad ilustrada de personajes como Valmont o Merteuil y la frialdad emocional de la joven protagonista de Sagan, lo cual transforma lo que podría parecer un capricho adolescente en una acción deliberada y éticamente ambigua.

Más allá del texto, la figura de Françoise Sagan intensificó el impacto de su obra. Su vida personal, marcada por los excesos –automóviles de lujo, adicciones, escándalos financieros y una bisexualidad vivida sin ocultamiento–, fue leída como una prolongación vital de su literatura. Su accidente automovilístico en 1957, tras el cual comenzó una dependencia de la morfina, simboliza el precio físico y psicológico de una vida regida por el impulso. La autora terminó sus días en la ruina, viviendo en casas prestadas y acosada por deudas. Sin embargo, esta decadencia no empañó su legado: al contrario, reafirmó el carácter profético de su obra, en la que ya se anunciaba la imposibilidad de conciliar el deseo de libertad absoluta con la necesidad de sentido.

La adaptación cinematográfica de Otto Preminger en 1958, protagonizada por Jean Seberg, David Niven y Deborah Kerr, consolidó la dimensión icónica del texto. La elección de filmar en blanco y negro los recuerdos traumáticos, frente al color de las escenas presentes, acentuó la dualidad entre la apariencia luminosa del hedonismo y el trasfondo oscuro de la melancolía. La imagen de Seberg como encarnación de la juventud nihilista se integró en el imaginario de la Nouvelle Vague, confirmando el estatus cultural de Buenos días, tristeza como artefacto generacional.

Buenos días, tristeza, más que una novela provocadora escrita por una adolescente precoz, es una obra literaria de notable densidad filosófica y estética, que explora, desde una perspectiva femenina y moderna, las tensiones entre el placer y el vacío, entre la libertad individual y la fatalidad de la existencia. La intertextualidad con autores como Éluard, Proust, Lucrecio, Bergson y Laclos no sólo testimonia la formación cultural de Sagan, sino que dota a la novela de una complejidad que desmiente cualquier lectura superficial. En ella se condensa la ambivalencia de una época –los Trente Glorieuses– en la que la promesa de felicidad se veía amenazada por la sombra del sinsentido. Sagan supo dar forma a esa contradicción con una voz nueva, insolente y lúcida, que sigue resonando en la literatura contemporánea como testimonio de una frágil sensibilidad moderna y radicalmente humana.

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