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20 de abril de 2024

Achúcarro, al final de su concierto en el Auditorio Nacional

Achúcarro, al final de su concierto en el Auditorio NacionalCésar Wonenburger

Los impresionantes 90 años de Achúcarro aún cautivan en Madrid

El longevo pianista vasco obtiene un nuevo y merecido triunfo con uno de sus caballos de batalla, el Concierto en La menor de Grieg, en el Auditorio Nacional, junto a la Sinfónica de Madrid

La popularidad del único concierto para piano de Edvard Grieg fue tal desde su estreno, hacia 1869, que setenta años después de su publicación tal como lo conocemos hoy (1872), acusaba ya un cierto desgaste en el aprecio de los melómanos. Por esa misma época, en su obra The Story of 100 Symphonic favourites, de 1940, Paul Grabbe anotó: «Hoy el concierto nos entusiasma menos; ha sido escuchado demasiadas veces, interpretado hasta la saciedad… valdría la pena añadir que nosotros hemos cambiado, no el concierto. Su juvenil encanto, su frescura y vigor están aún ahí».

Una prueba de gran virtuosismo

El mismo o parecido vigor, en esencia, desde el célebre arranque; pareja frescura, aun con los inevitables estragos que provoca el tiempo en la agilidad de dedos y memoria, ha desplegado a sus gloriosos 90 años recién cumplidos, Joaquín Achúcarro, con su distinguido porte de señor de Bilbao, en su regreso a la temporada de la Sinfónica madrileña. En la meditada lectura de Achúcarro, que alguna vez ha confesado una cierta parentela con Grieg a través de antepasados comunes, el popular Concierto para piano y orquesta en La menor, Op.16 recobra todo su interés y esplendor sin asomo alguno de vulgaridad o fatiga, dotado aquí de una serena nobleza, de una transparente delicadeza.
Ya se sabe que la inspiración melódica, sobre todo para quienes nunca han poseído su secreto, no goza de tanta respetabilidad; que la belleza que capta de inmediato la atención del oído rindiéndolo como canto de sirena suele confundirse, en ocasiones, con el dulzor empalagoso del almíbar. Pese a los reproches de Debussy o de nuestro Turina, Listz tenía en la máxima consideración y aprecio esta obra maestra, que luego han grabado todos los grandes del teclado, con nota máxima para Rubinstein, Arrau, Lipati, Benedetti-Michelangeli y Cizffra.
La colaboración entre el pianista vasco y Pedro Halffter, al frente aquí de la Sinfónica madrileña, arrancó con algún titubeo. Al director le costó unos instantes iniciales adecuarse al concepto de Achúcarro, que estira un poco el tiempo para paladear cada frase de esta pieza recreándose en la descripción minuciosa de su decantado lirismo con la precisión y exquisitez del orfebre más paciente, sutil y refinado. Pero una vez alcanzado el acuerdo, todo transcurrió sin sobresaltos, y los solistas (soberbio el delicado diálogo con el violonchelo, sin olvidar las cruciales intervenciones de la trompa y la flauta) cumplieron su cometido más que de sobra en sus brillantes intervenciones: se nota especialmente cuando un conjunto como este, titular del Teatro Real, tiene asimilada la buena práctica de respirar con los cantantes. Pues lo mismo sirve aplicar aquí: para tocar bien primero hay que saber escuchar, algo que valdría también si se aplicase regularmente a otros ámbitos de la experiencia humana.
Achúcarro se mostró notablemente diestro en la articulación, con una cadencia del primer movimiento arrebatada, en la que dio pruebas de un virtuosismo de la mejor ley. Con todo, sus mejores bazas se desplegaron en el melancólico «Adagio», expuesto como el tierno arrullo de una nana. Las justas ovaciones finales, con una parte del público casi saltando de los asientos como impulsado por la mágica potencia de un resorte para tributarle mejor de pie su homenaje al intérprete, pero también al hombre que ha llegado hasta esta maravillosa plenitud con una humildad y una modestia propias del genio más auténtico, fueron correspondidas con una solitaria propina. De viva voz, como suele hacerlo siempre como muestra de deferencia, Achúcarro anunció más Grieg, esta vez uno de sus encantadores nocturnos, seguramente un caramelo rosa para Debussy, sin embargo complemento de poéticas reminiscencias chopinianas que dejó flotando en el ambiente el deseo de más música hecha así, con esa mezcla íntima de elocuencia y serenidad.

Otro deleite para rematar

Para completar el programa se interpretó también una de las obras mayores de todo el sinfonismo surgido del siglo pasado. La monumental Sinfonía Alpina de Strauss regresaba poco tiempo después de haber recibido una excelente interpretación en la apertura de la presente temporada de la ONE. El rector principal en aquella ocasión fue David Afkhan, quien, por cierto, ha sido renovado en su puesto hasta 2026 al menos para tranquilidad de aquellos que adivinaban en el horizonte de esta agrupación las sombras de una supuesta amenaza azteca.
Afkhan se encuentra dirigiendo estos días a la Sinfónica de Madrid en los ensayos de esa esperada Arabella que un par de semanas se estrenará en el Teatro Real. De ahí que pueda parecer de lo más oportuno, como complementaria preparación a esa experiencia, que el conjunto que ocupa el foso de ese coliseo se haya fogueado ahora, como anticipo, con esta joya casi testamentaria del compositor alemán, tanto por lo que tiene de compendio de todas sus amplios conocimientos como orquestador, posiblemente nunca igualados, como por su propio carácter: hay algo inequívocamente biográfico en el relato de ese trayecto desde el amanecer hasta el ocaso final de un día pleno de emociones, retos y búsquedas interiores como símbolo de una vida completa y plena.
En esta ocasión ha sido Pedro Halftter, un director que se ha mostrado siempre particularmente a gusto al servicio de aquellos pentagramas que hunden sus raíces en el convulso siglo XX, el encargado de servirnos esta «Alpina» de resultados globales más discretos que los obtenidos hace unos meses por la ONE, pero no por ello menos edificantes. Sumergirse en las ricas profundidades de esta pieza, que requiere de hasta 137 ejecutantes, nada menos, supone en todos los casos, si no ocurre el desastre, un goce estético de primer orden. Y así ha vuelto a resultar ahora, aún cuando uno hubiera deseado apreciar, por ejemplo al inicio, una salida del astro rey más refulgente, la explosión de sus poderosos rayos servida con una pasión menos controlada.
Halftter se aparta voluntariamente de la grandilocuencia, matiza la ampulosidad, que en ocasiones puede hasta resultar abrumadora, alejándose de una visión contemplativa para ofrecer otra a la que si bien le falta un ápice de inspiración poética resultó vigorosa, variada de acentos, bien construida hasta desembocar en un soberbio final, sutilmente planificado como el merecido definitivo reposo tras una jornada de extraordinarias vivencias, la definitiva y consoladora fusión del hombre con esa naturaleza que lo acoge en su plenitud. Menos suntuosa que la interpretación de la ONE, no puede decirse que la Sinfónica de Madrid no se haya esforzado, a partir de unos medios más limitados, por contribuir a desentrañar el colosal edificio sonoro a partir de una versión que en conjunto resultó más que apreciable y, en todo caso, satisfizo las expectativas de un público que obsequió a todos cálidas ovaciones.
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